UNA SUPERSTICION CARIBEÑA // CAUSA Y VERDAD
UNA SUPERSTICION CARIBEÑA
Por Alejandro Armengol
AL ESCRIBIR EN fecha reciente un artículo en El Nuevo Herald, en que planteaba la necesidad de una aproximación a la obra martiana alejada del mito (Enterrar a Martí), recibí muchos mensajes en desacuerdo, que fueron de la ira a la crítica.
El enojo o la necesidad de aclarar que estaba en un error motivó también varias artículos en respuesta, la mayor parte de exiliados y uno del director de la Biblioteca Nacional, Eliades Acosta Ramos.
De los escritos en el exilio y que he podido leer, sólo el del escritor Félix Luis Viera, Con Martí, adelante (publicado en La Nueva Cuba y reproducido en este blog) me pareció que analizaba puntos de vista y valoraciones sobre la figura y la obra martiana. Los otros estaban más cerca del Martí de las imágenes y bustos polvorientos de casas y escuelas que de una discusión seria.
Sin embargo, el artículo de Acosta Ramos, Havami: la ciudad imposible, marcha por otro rumbo. Aunque me vincula erróneamente a dos temas que yo he tratado de forma distinta: por un lado Martí y por el otro la referencia que hice en este blog a la propuesta de anexar Cuba a Estados Unidos, idea que he dejado bien claro en más de una ocasión que yo no apruebo, establece un vínculo que merece el análisis. Este nexo, por otra parte, en el caso del director de la Biblioteca Nacional responde no sólo a una lógica sino también a una ideología.
Tanto los miembros del exilio como los representantes del régimen de La Habana encuentran en el mito martiano un elemento fundacional que no debe ser cuestionado: Martí se constituye (lo ha sido por muchos años) no sólo en la base sobre la que se levanta el ideal (republicano o revolucionario según el caso) y en el canon literario imprescindible.
En lo que respecta al canon literario, creo que Martí es un pilar, pero no el centro del universo cultural cubano. Agrego que considero que en la literatura cubana no existe una figura similar a Shakespeare, Dante o Cervantes, con igual facilidad para echar a un lado los rivales.
Desde el punto de vista literario, Martí establece un canon por el valor indiscutible de su escritura, pero no cuenta con una obra que nos permita considerarlo como punto de referencia indiscutible. Desde el punto de vista de la narrativa, ésta es limitada y menor. Su teatro es pobre y su poesía enfrenta la competencia de Heredia y Casal. Es en los ensayos, críticas, crónicas, artículos, discursos y conferencias, así como en su extraordinario Diario de Campaña, donde alcanza su definición mayor.
No se trata de rebajar a Martí, sino de separar una valoración de su obra del peso ideológico.
Porque la ideología martiana tampoco puede ser tomada como una guía a seguir libre de altibajos.
Si bien el pensamiento martiano y su práctica revolucionaria está marcados por los ideales democráticos, el desinterés y el rechazo al caudillismo, hay en su exaltación al heroísmo y en su concepción simplista del indígena y el “hombre natural” una tendencia exaltada que incluso puede resultar peligrosa, cuando de ella se apropian, como ha ocurrido innumerable veces, demagogos y populistas.
El mesianismo martiano y su romanticismo político pueden resultar funestos. Su sobrevaloración del campo frente a la ciudad y el culto a la pobreza son conceptos arcaicos.
La lucidez de su análisis de la Conferencia Monetaria Interamericana de 1890 (un texto que mantiene su vigencia en esta época de tratados de libre comercio entre los países latinoamericanos y Estados Unidos) contrasta con el exceso de metáforas, alegorías y símiles de Nuestra América y Madre América, en donde se sueña más que se describe una identidad nacional y latinoamericana ficticia, alejada de la realidad e imposible de alcanzar.
Es lógico que el gobierno cubano no sólo defienda el culto al héroe y al sacrificio que domina en la obra martiana, sino que desde el principio lo incorporara a su agenda política. Cabe agregar en este sentido que el régimen de La Habana no distorsiona sino desvirtúa el pensamiento de José Martí.
No es de extrañar que exista la necesidad, en una literatura cubana alejada de los patrones gubernamentales, de ampliar fronteras y agregar temas y figuras. No en el sentido de la famosa frase de mantener el tronco (“Injértese en nuestras repúblicas el mundo, pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas”) sino de un modo abarcador y sin cortapisas.
Jorge Luis Borges, por ejemplo, puede ser mucho más importante para cualquier escritor cubano que Martí. Por cierto, creo que leí en una ocasión que el poeta argentino consideraba al cubano una “superstición caribeña”. No hay duda de que Borges era un hombre agudo.
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Por Alejandro Armengol
El intenso debate sobre los despidos de tres de mis compañeros en este periódico deriva cada vez más hacia un tema más amplio: la función del periodista, y de forma más concreta la función del periodista exiliado.
No estoy de acuerdo con una defensa a mis colegas basada en el argumento de que representaban al anticastrismo dentro del periódico. Creo que hay que defenderlos porque no hicieron algo secreto ni que no se tolerara con anterioridad. La política, desgraciadamente, no puede quedar fuera de esta crisis. La politiquería, las exclamaciones patrioteras, los zafarranchos de combate en la supuesta defensa de la causa cubana sí. Las etiquetas sobran.
La polémica ha mostrado de nuevo que hay una distancia entre dos mundos, que se dan la mano pero no se abrazan en Miami. Digamos en líneas generales que uno de estos mundos es más cercano a Estados Unidos y el otro a Cuba y a una herencia hispana. Ninguno de los dos tiene una pureza tal que excluya por completo al otro, pero las diferencias entre ambos explotan en ocasiones. Estamos viviendo una de esas explosiones. Creo que como en tantas otras veces, volvemos a toparnos con una dualidad que sin remedio persigue a los exiliados cubanos. Somos a un tiempo parte importante de una comunidad en suelo extranjero --al que nos hemos incorporado y donde hemos formado hogar-- pero no dejamos de tener a flor de piel la sensibilidad del desterrado. Al tiempo que compartimos la soledad y esa sensación de extrañeza del exilio, disfrutamos de las posibilidades disponibles para una comunidad poderosa. También nos negamos a perder la etiqueta de exiliados, pero no renunciamos a las ventajas que brinda el país de adopción. Nos hemos acostumbrado tanto a nuestra ''vida norteamericana'', que tiene que ocurrir a veces algo que nos devuelva a la realidad, al origen que nos define como expatriados.
Hay un aspecto importante del vivir en Miami que nos otorga cierta ambigüedad problemática: somos y no somos. Sabemos que constituimos una comunidad con un gran poderío político y económico, pero no somos inexpugnables y mucho menos estamos a salvo de injusticias. Logramos defendernos con éxito, pero nos resulta muy difícil mantener un frente unido. A veces confundimos las prioridades y al final terminamos aislándonos.
En gran parte de las quejas y reproches, escuchadas en los últimos días hacia este periódico, se ha equiparado la cobertura noticiosa de lo que ocurre en Cuba con un periodismo de denuncia y activismo político, que contribuya al cambio del régimen castrista.
Creo que se trata de dos conceptos distintos. Una cosa es realizar una labor de denuncia y otra es informar al público. Pueden complementarse y unirse, pero tienen también que mantener su independencia. En el caso de lo que ocurre en Cuba, divulgar la verdad más simple ya es una denuncia. Sin embargo, no deben existir límites a la hora de hablar de lo bien y mal hecho, de criticar e indagar, tanto en la isla como en Miami, sin restricciones al amparo de que nuestra información pueda ser utilizada por el enemigo.
No todo el periodismo destinado a mostrar los desmanes causados por el gobierno de La Habana cumple los requisitos mínimos de calidad. Una parte de lo que en esta ciudad se escribe y dice en contra de Fidel Castro resulta reiterativo, cansón y aburrido, cuando se le analiza en función de la cantidad de información nueva que aporta. Ello no impide que estos materiales cautiven a un público ávido, personas deseosas de que a diario les cuenten lo mismo.
Cualquier grupo comunitario tiene necesidades similares. Los cubanos no son una excepción. Sólo que éstas se ven limitadas dentro de la sociedad en general. Son estos límites los que nos cuesta trabajo aceptar. Es también la existencia de una dictadura --que invade todos los campos de la existencia ciudadana-- lo que les resulta tan difícil de comprender a los que no comparten un igual origen.
Para los periodistas exiliados cubanos, con frecuencia es imposible atenernos a una frialdad analítica, un empeño objetivo muchas veces hipócrita, y un balance informativo que mezcla una opinión fingida o un intento de manipular con un testimonio sincero. En muchas ocasiones, somos más certeros cuando nos libramos de esa carga de limitaciones y nos parcializamos en favor de la justicia. Pero esto tampoco quiere decir que tenemos carta blanca para convertirnos en ''soldados de la pluma'', inclinarnos en favor de una causa y cuidarnos de que las informaciones que divulguemos siempre cumplan un fin patriótico. Porque un político puede ser además periodista, pero un reportero debe dejar la agenda política fuera de su libreta de anotaciones.
aarmengol@herald.com
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