Por Raúl Rivero
Madrid -- A medianoche, cuando todo el mundo dormía en las celdas de castigo, tres guardias amarraron a Roberlei Villalobos a una silla y lo golpearon hasta que perdió el conocimiento.
El amanecer lo sacó a patadas de un sueño en el que cantaba un bolero y se acompañaba con una guitarra de plomo que echaba candela por las cuerdas y le quemaba los dedos y las manos. Era una pesadilla de fiebre de 40. Tenía fracturados los dos brazos, varias heridas en la cabeza y estaba tinto en sangre.
Roberlei nació en Ciego de Avila hace un poco más de 30 años. Es compositor, escribe poesía y teatro. Cuando era muy joven, fue a parar a la cárcel por un delito menor, una bronca familiar y de barrio que le cambió la vida.
Ese episodio y otros de enfrentamientos con reclusos violentos lo convirtieron en un hombre peligroso en la nómina de la desbordada cárcel de Canaleta. Cuando lo conocí llevaba muchos años tras las rejas y era un tipo reservado y alerta que quería leer, saber del mundo y sacarse de adentro los peligros, los riesgos, la celada perenne que acecha en los pasillos, el cepo, el patio y las puertas intermedias de una prisión.
Creo que él, como la mayoría de la población penal que cumple condenas por los llamados delitos comunes, padecen también la ineficacia, el desatino y el desbarajuste político que vive Cuba hace medio siglo.
Integran un grupo humano, un sector de la sociedad cubana, sin amparo legal, con total desconocimiento de sus derechos, en medio de la indigencia, mal alimentados, una pésima atención médica y bajo los bastones y la ira de ciertos esbirros que enterraron hace tiempo la decencia y el profesionalismo.
Son miles de hombres regados en las más de 300 cárceles de esa isla, por delitos que tienen que ver con las delirantes leyes del código penal criollo, escrito bajo la realidad de la miseria, las penurias diarias y la ruina de una economía enferma, comprimida en las estructuras zozobradas del comunismo.
Allí está, estará todavía, Eusebio Forte, un viejo que mató su caballo, vendió una parte y sirvió la otra en una fuente de peltre, en forma de bistés esponjosos y oscuros. Seguirá, cerca del portalón de la cocina, a la caza de un plátano burro, con sus heridas de guerra, Virgilio Valdés, a quien, desde su cargo en el Ministerio de Transporte, le dio por negociar unos motores para salir del barretín del sueldo.
Me parece verlo todavía vivaquear en el pasillo central. Es Tony Gálvez que entró a un bar a robar la recaudación del día y no había ni un centavo. Tenía hambre, se sentó a comerse un panqué duro y, en ese desayuno adelantado de las cuatro de la madrugada, ahogado con la corteza de la pastelería de Comercio Interior, lo sorprendió un policía. El panqué más caro de su vida, llevaba dos años presos cuando me lo contó.
Allá están los que robaron un radio viejo, doce palomas, tres sábanas de un cordel, un jeans de una ventana (¿verdad que sí, capitán Bongó?), unos litros de petróleo, unas pizzas a un discapacitado y los famosos matarifes múltiples, con los fantasmas de sus vacas durmiendo con ellos en las literas.
Desde luego que hay criminales y falsificadores y ladrones de otros reinos porque, como se dice en las prisiones, nadie está tras las rejas por ayudar a una ancianita a cruzar una calle.
Es verdad que la policía política utiliza algunos de esos personajes para presionar, golpear y acosar a los políticos (¿qué tal, Carlos Seguí), pero es una minoría degradada, sin contactos ya con la vida, vendidos a sus opresores por una visita o un pase de unas horas.
Recuerdo que cuando el doctor Oscar Elías Biscet salió de la prisión Cuba Sí, de Holguín, después de tres años de encierro, anunció que crearía una fundación para luchar también por los presos comunes. El aprendió muy bien a diferenciar a unos de otros y conoció de cerca los dolores de los humedales y las palizas.
Un gran por ciento de esos presos comunes necesitan que llegue la justicia a Cuba. Necesitan de la verdadera democracia para recobrar su libertad y su derecho ciudadano a ganarse la vida con un trabajo honrado. Ellos también aspiran a un país donde nadie tenga que matar en las sombras un caballo.
Madrid -- A medianoche, cuando todo el mundo dormía en las celdas de castigo, tres guardias amarraron a Roberlei Villalobos a una silla y lo golpearon hasta que perdió el conocimiento.
El amanecer lo sacó a patadas de un sueño en el que cantaba un bolero y se acompañaba con una guitarra de plomo que echaba candela por las cuerdas y le quemaba los dedos y las manos. Era una pesadilla de fiebre de 40. Tenía fracturados los dos brazos, varias heridas en la cabeza y estaba tinto en sangre.
Roberlei nació en Ciego de Avila hace un poco más de 30 años. Es compositor, escribe poesía y teatro. Cuando era muy joven, fue a parar a la cárcel por un delito menor, una bronca familiar y de barrio que le cambió la vida.
Ese episodio y otros de enfrentamientos con reclusos violentos lo convirtieron en un hombre peligroso en la nómina de la desbordada cárcel de Canaleta. Cuando lo conocí llevaba muchos años tras las rejas y era un tipo reservado y alerta que quería leer, saber del mundo y sacarse de adentro los peligros, los riesgos, la celada perenne que acecha en los pasillos, el cepo, el patio y las puertas intermedias de una prisión.
Creo que él, como la mayoría de la población penal que cumple condenas por los llamados delitos comunes, padecen también la ineficacia, el desatino y el desbarajuste político que vive Cuba hace medio siglo.
Integran un grupo humano, un sector de la sociedad cubana, sin amparo legal, con total desconocimiento de sus derechos, en medio de la indigencia, mal alimentados, una pésima atención médica y bajo los bastones y la ira de ciertos esbirros que enterraron hace tiempo la decencia y el profesionalismo.
Son miles de hombres regados en las más de 300 cárceles de esa isla, por delitos que tienen que ver con las delirantes leyes del código penal criollo, escrito bajo la realidad de la miseria, las penurias diarias y la ruina de una economía enferma, comprimida en las estructuras zozobradas del comunismo.
Allí está, estará todavía, Eusebio Forte, un viejo que mató su caballo, vendió una parte y sirvió la otra en una fuente de peltre, en forma de bistés esponjosos y oscuros. Seguirá, cerca del portalón de la cocina, a la caza de un plátano burro, con sus heridas de guerra, Virgilio Valdés, a quien, desde su cargo en el Ministerio de Transporte, le dio por negociar unos motores para salir del barretín del sueldo.
Me parece verlo todavía vivaquear en el pasillo central. Es Tony Gálvez que entró a un bar a robar la recaudación del día y no había ni un centavo. Tenía hambre, se sentó a comerse un panqué duro y, en ese desayuno adelantado de las cuatro de la madrugada, ahogado con la corteza de la pastelería de Comercio Interior, lo sorprendió un policía. El panqué más caro de su vida, llevaba dos años presos cuando me lo contó.
Allá están los que robaron un radio viejo, doce palomas, tres sábanas de un cordel, un jeans de una ventana (¿verdad que sí, capitán Bongó?), unos litros de petróleo, unas pizzas a un discapacitado y los famosos matarifes múltiples, con los fantasmas de sus vacas durmiendo con ellos en las literas.
Desde luego que hay criminales y falsificadores y ladrones de otros reinos porque, como se dice en las prisiones, nadie está tras las rejas por ayudar a una ancianita a cruzar una calle.
Es verdad que la policía política utiliza algunos de esos personajes para presionar, golpear y acosar a los políticos (¿qué tal, Carlos Seguí), pero es una minoría degradada, sin contactos ya con la vida, vendidos a sus opresores por una visita o un pase de unas horas.
Recuerdo que cuando el doctor Oscar Elías Biscet salió de la prisión Cuba Sí, de Holguín, después de tres años de encierro, anunció que crearía una fundación para luchar también por los presos comunes. El aprendió muy bien a diferenciar a unos de otros y conoció de cerca los dolores de los humedales y las palizas.
Un gran por ciento de esos presos comunes necesitan que llegue la justicia a Cuba. Necesitan de la verdadera democracia para recobrar su libertad y su derecho ciudadano a ganarse la vida con un trabajo honrado. Ellos también aspiran a un país donde nadie tenga que matar en las sombras un caballo.
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