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miércoles, febrero 14, 2007

LAS CAMAS DEL PUEBLO

Las camas del pueblo

Por Tania Díaz Castro
LA HABANA, Cuba - Febrero (www.cubanet.org) - Desde hace algún tiempo me daba vueltas una crónica en la cabeza, pero por lo absurdo, bárbaro e irracional del asunto, no sabía cómo enfocarla. Sin embargo, al saber por estos días que el Comandante en Jefe y su numerosa familia han contado con una carpintería propia donde le hacen sus muebles a su gusto y con buenas maderas -bien oculto se lo tenía-, creo necesario decir que, en cambio, en 48 años de régimen comunista, la población cubana se ha visto impedida de comprar sus camas en las tiendas.

Con este mueble imprescindible ocurrió lo mismo que con las armas en los primeros albores de la llamada revolución cubana, aunque nadie preguntó en público: ¿Camas para qué?

Se nacionalizaron las tiendas hasta vaciarse por completo, se vendieron en las naves de recuperación de bienes los muebles que pertenecían a las familias que huyeron del país. Las carpinterías capitalistas -muchas cerraron por falta de madera- pasaron a manos de los organismos estatales donde sólo se necesitaban muebles de oficina. La iniciativa privada fue suspendida y los carpinteros particulares, capaces de fabricar una cama como Dios manda, no podían hacerlo porque de acuerdo a las nuevas leyes iban de cabeza a un calabazo por realizar trabajo ilegal.

Así fue como comenzaron a desaparecer las camas de los establecimientos comerciales a principio de los años sesenta. Ni siquiera los jóvenes que se casaban recibían en su ajuar de novios, por la libreta de productos racionados, lo más necesario para consumar el matrimonio: la cama.

Como también dejó de escucharse por las calles aquel pregón tan solicitado que decía: "¡Estiro bastidores!"; aquella especie de colchón de tela metálica heredado de los abuelos. Tanto cedía con el peso del cuerpo, que se terminaba durmiendo en un hoyo.

La producción de todo quedó en manos del estado, pero el estado, que ni siquiera puede brindarle un camastro cómodo a sus cien mil presos, se olvidó también, como se ha olvidado de tantas otras cosas, de las camas del pueblo.

Como para recordar aquellas casas de empeño del capitalismo, donde se podía adquirir cualquier mercancía a bajo costo, desaparecidas también bajo el actual gobierno. A finales de los años setenta se crearon las llamadas casas comisionistas, donde cualquiera podía llevar adornos, lámparas, muebles, etc., y de acuerdo con el administrador, ponerle un precio para su venta. Así fue como volvimos a ver las viejas camas de caoba y cedro fabricadas por nuestros carpinteros del ayer más lejano, pero al precio de un ojo de la cara.

Tanta era y es la escasez de camas, que en las posadas o casas de citas, los lechos eran de cemento. No es un chiste ni una exageración. Las bases de las camas, en vez de ser de madera, se hicieron de piedra para evitar que se rompieran. Hoy, por suerte, esas camas de piedra han desaparecido, pero también las posadas. Me cuentan que los jóvenes, cuando no tienen dinero para alquilar un cuarto de forma clandestina en una casa particular dedicada a esos menesteres, hacen el amor donde quiera: junto a los monumentos de los parques, por ejemplo, el de José Miguel Gómez, situado en la Avenida de los Presidentes; en las escaleras de los edificios, en el Parque Lenin, entre las ruinas de los derrumbes o en las mismas calles que se mantienen a oscuras.

A partir del período especial, en años noventa del siglo pasado, las cosas comenzaron a cambiar. Todo aquél que recibiera dólares de su familia residente en el extranjero, podía adquirir una cama un poco más cómoda que las antiguas de principio de siglo y a precios sorprendentes en las tiendas recaudadoras de divisas. Los carpinteros particulares, que no olvidaron su oficio, recibían encargos, aunque de forma discreta, para no llamar la atención de las autoridades, que insisten en que todo debe hacerse a través del estado, aunque a través del estado muy poco se puede hacer.

En cierta ocasión, de visita en la casa de un colega de la prensa independiente, contemplé con gran pena su cama maltrecha, un viejo recuerdo de familia. Meses después, cuando pude adquirir una cama nueva, más cómoda y como Dios manda, le regalé la mía. Vino a buscarla en cuestión de minutos. Aquella mirada suya de verdadera complacencia cuando cargó con la cama y su colchoncito de goma, jamás podré olvidarla.

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