CRÓNICA DE UNA NOCHE DE VERANO
Crónica de una noche de verano
Por Tania Díaz Castro
LA HABANA, Cuba - septiembre (www.cubanet.org) - El viernes 21 de septiembre llegué al reparto donde vivo cuando la tarde caía sobre el horizonte. Dejé atrás una ciudad, La Habana, donde prolifera la basura en las esquinas; aceras y calles rotas, edificios a punto de caerse, personas mal vestidas que van y vienen desesperadas, vendedores clandestinos, alcantarillas tupidas, aguas albañales que corren por el pavimento, ómnibus repletos de personas como sardinas en lata, portales comerciales sucios.
Dejé atrás La Habana, y por suerte, estoy en el paraíso de mi apartamento, donde respiro con tranquilidad. Cuando voy a bañarme se va la luz, como ocurre a cada rato, a pesar de que es el Año de la Revolución Energética. Ansiosa, no me queda otro remedio que darme una ducha de agua fría. Poco después, cuando vuelve la energía, enciendo el televisor y, ¡oh, sorpresa! No está la novela sino un rostro que ya habíamos olvidado a la hora de apretar ese botoncito para entretenernos con el único entretenimiento posible de los cubanos: la tele, la que después de mucho tiempo vuelve a interrumpir su programación, como hizo durante décadas, para dar paso al dictador.
En vez de la novela está Fidel Castro haciéndonos saber que no había muerto realmente, sólo lo suficiente como para alejarse de los aplausos y las fotos. Una escena lacrimosa: un hombre tratando de demostrar que aún piensa, reflexiona, lee, conversa, empecinado en gobernar, aunque por su aspecto y los hechos se hunde en el mar de la muerte; un hombre analizando el mundo, mientras se desploma su pequeña isla particular; un hombre analizando la economía de los otros, ante la irremediable pobreza de los suyos; un hombre censurando el armamentismo ajeno, mientras los huesos de decenas de miles de víctimas cubanas por fusilamiento, guerras dirigidas por él, fugas del país, etc., aún están calientes en sus fosas; un hombre, estoy segura, que por estas y otras muchas razones, ya no puede tener vivo el corazón, un hombre, en fin, que sufre de un mal físico, a juzgar por la expresión de su rostro.
Alguien me llama por teléfono. Me pregunta si estoy viendo a Fidel. Le digo que sí, pero que en nada se parece al otro, al fuerte e inclaudicable dictador. Este hombre de aspecto frágil, acabado, no inspira odio, ni rencor, ni rabia. Tal vez pena. La vida le ha jugado una mala pasada. Le roba su voz, esa que usó demasiado tiempo ocupando casi todo el espacio de nuestra existencia, de nuestra prensa, de nuestra televisión. Ahí está, apuntalado como la capital.
Al día siguiente una periodista oficialista dijo que se le vio con rostro saludable y visiblemente animado. Mentira. Todos lo vimos más muerto que vivo, como aquel que se cayó de una mata de cocos y hacía todo lo posible por sonreír. Hizo todo lo posible por sonreír.
Tampoco fue un diálogo pausado y claro. Muy pocos entendieron lo que dijo con su voz apagada de ultratumba. Mis vecinos opinaron que debió de haber hablado de los problemas de Cuba, que son tantos, de lo mal que viven los cubanos y de cómo el castrocomunismo los ha obligado a violar las leyes en busca del alimento diario.
Como era la noche en que los niños de la organización de pioneros estaban obligados a hacer guardia nocturna, seguramente hasta pensaron que un viejo rey, ya olvidado, había salido desnudo por la televisión.
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