DE ALLÁ Y DE AQUÍ
De allá y aquí
Andrés Reynaldo
Con Fidel Castro reducido a una parlante momia que se presenta de vez en cuando como una fina cortesía del presidente venezolano Hugo Chávez, Cuba empieza a pensar en el futuro. Desde el despacho del sucesor dinástico, continuista pero no descontinuado, a las confortables oficinas de los millonarios think tank miamenses que han prosperado, según la vena ideológica, con las opuestas propuestas del diálogo o la mano dura.
Así, por lo que se ve, nos abocamos a dos modelos que compiten por un porvenir insular. Allá, el oficialismo parece seducido por aspectos de las vías china y vietnamita. Acá, desactivada esa cubanología ñoña y coctelera que hallaba signos de inminente apertura en el agresivo maquillaje de Alicia Alonso, triunfan (al menos en los programas de televisión) unas nociones neoliberales trasplantadas a nuestra realidad y carácter con la misma brutal arrogancia que ayer se nos implantó el comunismo.
O sea, que el mañana sigue prendido de un hilo. La transformación del castrismo en un capitalismo de estado controlado a sangre y fuego por el Partido Comunista, sin duda traería a los cubanos el mismo creciente bienestar que disfrutan chinos y vietnamitas. Sobre todo, considerando que partimos de unos niveles de pobreza y límites a la propiedad y la iniciativa individuales capaces de arrojar sobre una mínima bonanza los tintes de una festiva liberación. Tanto más cuando esta nueva y perfeccionada forma de opresión vendrá acompañada, como en China y Vietnam, por la complaciente indiferencia de los grandes capitales y las principales potencias de Occidente, incluidos, más temprano que tarde, los Estados Unidos.
En el otro extremo, la instauración de políticas económicas neoliberales, a priori, como irresponsables recetas de aprendices de brujo, resquebrajará todavía más el mutilado tejido social cubano y nos llevará de regreso en unos años a una nostalgia del castrismo capaz de paralizar nuestras incipientes energías democráticas. Espanta imaginar que al despertar de la sórdida pesadilla castrista, con su demagogia colectivista y su falaz interpretación de la soberanía, nos topemos con un capitalismo de sálvese quien pueda donde las libertades civiles sirvan de cosmético aderezo al saqueo de los recursos, la explotación de las transnacionales y la alianza política entre la sobreviviente elite del castrismo y algunos acaudalados sectores del exilio.
Tal como hemos aprendido en carne viva que no hay comunismo de rostro humano (desde Lenin hasta Hu Jintao), es hora de ir echando por tierra varias falacias neoliberales tomadas como inapelables argumentos de fe, por ejemplo, que el libre mercado genera valores éticos y solidarios, que un gobierno débil fortalece el orden democrático, que mientras más ganen los ricos mejor vivirán los pobres y otras fábulas de terapias de choque cuyas repugnantes raíces utilitarias se nutren de la insolidaridad, el desprecio a los débiles, una premoderna sed de usura y la negación de toda cultura, toda tradición y toda idea afín a la dignidad e integridad del individuo.
Sin adentrarse en el limbo abismal de las utopías, Cuba puede (y debe) echar a andar hacia la libertad, la concordia y la prosperidad con tanto mercado como sea posible y tanto Estado como sea necesario. Muchas naciones lo han conseguido sin coacción de sus garantías ciudadanas ni detrimento de sus fuentes creadoras de riquezas. De hecho, son las naciones más felices, más libres y, en no pocos casos, con mayor productividad del planeta. Vale mencionar que, en la sociedad cubana de fines de la década de 1950, ya existían estructuras legislativas y teóricas de derechos laboral y de la mujer, rechazo al monopolio, movilidad entre las clases, rescate de los recursos naturales, distribución vertical del poder político y responsabilidad para con los pobres y desvalidos que todavía brillan por su ausencia en tierra norteamericana, para citarnos en casa.
Ni los comparseros bolivarianos del socialismo del siglo XXI ni los neoliberales de cartilla y vara tienen nada que decirnos para reconstruir nuestro hogar nacional que no esté escrito de puño y letra cubanos a lo largo de más de 200 años en busca de una república con todos y para el bien de todos. (Que en eso José Martí sí que no se equivocaba). Los pronósticos, seamos realistas, distan de ser alentadores. En La Habana, el oficialismo no habla de asambleas constituyentes, reconciliación, pluralidad ni excarcelación de los presos políticos. Y en Miami, ¿alguien ha oído hablar de unos gratuitos sistemas de educación y salud, de leyes que eviten el expolio de nuestras tierras y mares, de sindicatos que impidan exportar a la isla el abusivo patrón de las factorías de Hialeah, de no perder de vista que Washington y los colosales intereses que representa a carta cabal no nos van a tratar ni comprender mejor de lo que tratan y comprenden a su propio pueblo?
Charles De Gaulle, salvador de Francia y creador de una república que supo equilibrar los deberes y prerrogativas estatales con el desarrollo de las fuerzas económicas y democráticas, dijo que la historia nunca daba lecciones de derrotismo. ''Siempre hay momentos'', advirtió, ''cuando la voluntad de un puñado de hombres libres quiebra los determinismos y abre nuevos caminos''. Acaso sea excesivo soñar que Cuba tendrá su De Gaulle. Pero sería mezquino dejar pasar nuestro momento.
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