ESPEJO DE PACIENCIA
Espejo de paciencia
Por Andrés Reynaldo
El Nuevo Herald
Es verdad que los cubanos no somos el único pueblo con mala memoria histórica, pero debemos ser los primeros entre aquéllos que la pierden al instante. Nos engañan, sobre todo, porque nos engañamos. La ausencia de una tradición crítica fragmenta nuestra idea de la nación. Sin autoridades intelectuales que expurguen, descifren y preserven, sostenemos una cubanía de compartimentos estancos, caníbal y frívola, que le permite al castrismo enarbolar un discurso de identidad tan falso como inexpugnable.
La situación de la isla se caracteriza por una constante desde hace décadas: en la práctica y la teoría no hemos sido capaces de articular una confrontación sustancial contra la dictadura. En otras naciones los factores de cambio se gestan horizontalmente; lo nuestro es la verticalidad. Un piso para cada demagogo. Un piso para cada víctima. Un piso para cada fragmento de un irrealizado todo. Y, a veces, dos pisos.
Merece un concienzudo estudio el hecho de que la oposición solamente se haya manifestado patentemente en la base de este endeble edificio. La represión totalitaria explica el terror generalizado y espectral. Sin embargo, en casi medio siglo las fisuras en la cúpula de poder han sido mínimas, comparadas al resto de la población. Si generales y jerarcas sienten el mismo miedo que los ciudadanos, ¿por qué no hay más generales y jerarcas que hayan desertado o se hayan rebelado? ¿Por qué cada piso de la vertical se asoma a un diferente paisaje? ¿Por qué cada piso tiene su Martí, su Miami, su Beny Moré y su cuenta de banco?
Sospecho que aquí topamos con una renuencia a imaginar (y respetar) al otro. Nuestro nacionalismo tiene oscuras y complejas vertientes. Ahora bien, la versión propugnada por el castrismo muestra dos excepciones que la anulan. Primera excepción: su principal incentivo es de índole negativa, al sustentarse en un antinorteamericanismo anclado en realidades del siglo XIX y principios del XX, codificadas por observadores francamente mediocres. Esta construcción por oposición nos condena a un pensamiento reactivo, con una demagógica voluntad autocompasiva.
De este modo hemos perdido casi una centuria en lograr una perspectiva que nos permita lidiar inteligentemente con Estados Unidos. A saber, que es suicida privarnos de una relación estable y equilibrada con la primera potencia económica e intelectual de nuestro tiempo; y que es no menos suicida depender exclusivamente de ella, así como no tomar precauciones ante los peligros que arrojarán sobre la isla un poderoso vecino que se aleja cada día más de su original fundación democrática. En buena medida, al impedirnos ver a los norteamericanos en sus claras virtudes y taras, el castrismo nos ha llevado a un punto de indefensión contaminado de las fobias y sumisiones propias de la mente colonizada.
La segunda excepción es el culto a la personalidad de Fidel Castro. Si en Rusia, China y España, por ejemplo, el líder máximo ocupa en el imaginario tradicional la figura de la monarquía, en América Latina se afinca en un vacío de autoridad civil y moral. Aquéllos usurpan un trono, los nuestros improvisan su pedestal sobre las ruinas. Aquéllos quieren construir algo, aunque sea un disparatado patíbulo global. Siempre inseguros, siempre oteando el cambiante viento de los poderes mundiales, nuestros caudillos, en cambio, se conforman con una vasta venta de liquidación.
En el caso cubano, precisamente, los primeros valores que se negocian conciernen a la soberanía. Hasta los tiempos de la perestroika la sociedad cubana enfrentó un proceso de sovietización comparable, acaso, al de Bulgaria. Con el agravante de que entre nosotros no mediaba siquiera el parentesco eslavo. La menor crítica a los soviéticos implicaba sanciones mayores que las establecidas durante la colonia por el desacato a la Corona española. No obstante, la fidelidad a Moscú se administraba a través de Fidel, como cualquier otro valor de uso hallado entre los escombros. Las fracturas ideológicas que propiciaron la caída del llamado ''socialismo real'' apenas afectan políticamente al castrismo. A la elite no se le escapa que, a conveniencia del caudillo, la misma realidad puede ser declarada irreal.
Leyendo las entrevistas a generales cubanos publicadas en estos años en libros y periódicos, se descubren de inmediato unos componentes de obediencia feudal, unidos a unos sentimientos de triunfo bastante pequeñoburgueses. En sus palabras, Fidel y nación se funden en una indivisible entelequia. (Los más avispados se toman la precaución de consignar que la nación es abstracta y Fidel concreto.) Su distancia del ciudadano común y corriente no se debe tanto a sus intereses de clase, marxistamente hablando, como a la incapacidad (auténtica o fingida) de imaginar un proyecto nacional fuera de la esfera castrista. Todo lo contrario al hombre de a pie. Que no haya un pensamiento sancionado por una tradición crítica para unir ambas esferas constituye nuestra fundamental desgracia. Imposible reconocernos en un mismo espejo si a cada instante olvidamos nuestro rostro.
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