EL RETIRO DEL GUERRERO
El retiro del guerrero
Por Tania Díaz Castro
LA HABANA, Cuba, abril (www.cubanet.org) - Una tarde, en el portal del bodegón del poblado habanero de Santa Fe, en la esquina de 306 y 17, mientras esperaba a que escampara, conocí al viejo Pablo. Estaba tirado en el piso, como dormido. Luego me dijeron que pertenecía al grupo de alcohólicos que allí se reúne con los últimos rayos del sol.
Cuando me acerqué para verlo más de cerca y abrió sus ojos tan azules y mustios, sentí pena por él. Me recordó a mi abuelo paterno.
-¿Por qué no duerme en casa? -le pregunté, y en un balbuceo casi indescifrable me dijo que ahí se sentía mejor.
La historia de Pablo es como la de muchos ancianos cubanos que participaron en las guerras de Fidel Castro en distintos países del mundo. Hace poco me llegó a confesar que lo abruman los recuerdos que tiene de la guerra de Etiopía, la hambruna que sufrió ese pueblo durante esos años y el baño de sangre que llevó a cabo el coronel Mengistu Haile Mariam, cuando asesinó a 95 de sus oficiales.
Hasta conoció en Etiopía, me dice con cierta tristeza, al mejor de los generales de Fidel, a Arnaldo Ochoa, luego de llegar con su tropa al puerto de Armara en 1977, y tener bajo su mando a un montón de generales cubanos y extranjeros.
A Pablo no le gusta hablar, sobre todo de lo que le ocurrió durante la guerra, la bala que una mañana le entró en un brazo, y otras muchas cosas. Según él, los recuerdos se le complican tanto en la mente que todavía no sabe por qué y para qué peleó en aquel extraño país durante dos años, junto a miles de soldados cubanos. En ocasiones le insisto, pero no quiere recordar el escenario, con sus ráfagas de ametralladoras, los cuerpos sangrantes, los carros blindados, los escuadrones de bombarderos aéreos MIG-21 y los enormes TU-76.
( Casa de Pablo )
Su gran problema es buscarse cada día el plato de comida para poder levantarse a la mañana siguiente. Y no es fácil. Para lograrlo, camina varios kilómetros hasta la finca de un amigo situada entre el pueblito costero de Baracoa y Santa Fe, en busca de algo para vender: ajíes cachuchas, cebollas, remolacha, y cuando está de suerte, algunos huevos criollos, que la gente prefiere.
Luego viene lo peor: llegar hasta las casas de sus clientes y ofrecerles la mercancía que oculta en una pequeña bolsa de tela, y tener la suerte de poder evadir a la policía, que lo ha detenido tantas veces y hasta decomisado lo que vende. Su ganancia diaria no llega nunca a los veinte pesos en moneda nacional, algo menos de un dólar norteamericano.
El final de la tarde es conocido por todos: junto a sus amigos del barrio, muchos de ellos viejos combatientes internacionalistas de las guerras de Fidel Castro, el viejo Pablo se da unos tragos antes de acostarse a dormir en su destartalado camastro, en una pocilga que tiene de vivienda en la calle 17 No. 30415, en el reparto El Roble, sin cerradura en la puerta, porque según él, no es necesaria; no posee nada de valor.
El otro día, cuando llegó a mi casa en busca de un peso para tomarse un café, le pregunté por qué tenía que acostarse ebrio todas las noches.
Con su semblante siempre un poco perturbado, y su acostumbrada y rara mueca por sonrisa, me dijo:
-No puedo hacer otra cosa, amiga mía. Soy un tonto Mambrú que fue a una guerra difícil de olvidar.
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