domingo, agosto 02, 2009

LA FRAGANTE MEMORIA

Tomado de http://www.elnuevoherald.com



La fragante memoria


Por Vicente Echerri

Guardo entre mis papeles un letrero con mi nombre --de esos que suelen verse en las manos de algunos de los que esperan a viajeros en una terminal aérea-- que portaba el cineasta Roberto Fandiño el día en que llegué al aeropuerto de Barajas para estrenar un exilio que dentro de muy poco cumplirá 30 años. Acaso por no contar con que alguien iría a esperarme, pasé de largo sin ver el letrero y a su portador, a quien no conocía y con quien me vine a encontrar esa noche. Alertados de mi llegada a Madrid por un cable de Reinaldo Arenas, algunas cubanos se ofrecieron a recibirme y a alojarme. Fandiño el primero. Este sería el comienzo de una amistad que, fielmente cultivada por ambos, se extendió a lo largo de todos estos años hasta el fallecimiento de Roberto, ocurrido el pasado domingo en Miami.

La intervención de la muerte, que no por esperada deja de ser brusca, siempre nos induce a la reflexión sobre la vida que termina, a hacer saldos y cómputos sobre el significado que ese otro ser --único, como todo individuo y ya absolutamente irrecuperable-- nos deja como legado de su paso por el mundo. Ante la desaparición de Fandiño, quédele a otros la tarea --cumplida ya bastante bien en ésta y otras publicaciones-- de hacer un recuento de su carrera; yo me ceñiré a opinar sobre algunos rasgos que hacen de él una persona inolvidable: su humana simpatía, el valor que le otorgaba a la amistad, su sentido del deber y de la lealtad, la pasión con que defendía sus ideas, su patriotismo sin alarde.

En aquella mi primera noche en Madrid, en que me declaró bienvenido y me ofreció su techo y su mesa, me di cuenta de que Roberto veía en ese recién llegado que era yo no sólo a un individuo con quien mostrarse solidario, sino también a otro cubano obligado a exiliarse, otra prueba de la desgracia de su patria, de la que entonces faltaba hacía más de diez años y a la que nunca habría de regresar. Sin necesidad de proclamarlo ostentosamente, el ser cubano, en su sentido más raigal, era su timbre de orgullo, por mucho que le dolieran los desmanes del régimen que se había apoderado de nuestro país y que en un principio había contado con su fervorosa simpatía.

Sus antiguos compañeros del Instituto del Cine seguramente lo consideraban un tránsfuga o algo peor tal vez, pero en realidad era un converso que, proveniente de las filas del viejo partido comunista (no sé si como miembro pleno o tan sólo como un ``compañero de viaje'') había comprendido la naturaleza perversa y canallesca de la ideología que alguna vez enamoró su juventud, y denunciar su falacia y sus crímenes se convirtió en una de las razones de su vida. Cuando nos conocimos compartía su apartamento con un ex montonero argentino exiliado en España que, en su momento, también había estado intoxicado de lecturas marxistas y a quien Roberto presumía de haber ayudado a salir de su error. Entre los dos constituían un formidable equipo dedicado a la desmitificación del comunismo, el mejor ejemplo del hombre nuevo que esa doctrina puede producir: el anticomunista.

Ingenio, inteligencia y buen humor coincidían en una persona en cuya compañía uno se sentía muy a gusto y cuya integridad y autenticidad constituían una permanente carta de crédito. Sirva de ejemplo de esa autenticidad, el orgullo con el que presumía de un mestizaje racial que nadie podía adivinarle. Proviniendo de un país en el que mulatos obvios tratan de negar a sus abuelas; Roberto Fandiño, que objetivamente podía pasar por representante arquetípico de la raza blanca, se ufanaba en decir que tenía una abuela o bisabuela ``cazada a lazo en Africa'', como si ese ingrediente de su sangre, que no había dejado ni la más mínima huella en su apariencia, debiera ser tenido en cuenta para entender y aceptar la totalidad de su persona.

los que conocimos y quisimos a Roberto Fandiño nos queda el recuerdo nostálgico de su trato cálido, de su amistad sin dobleces, de su exposición lúcida. Lo vi por última vez en un almuerzo que el poeta Reinaldo García Ramos nos ofreció a nosotros dos y a Julio Gómez a finales de enero, aprovechando que me encontraba en Miami. Aunque ya se le veía muy frágil, no le faltó la viveza acostumbrada a su conversación que se fue prolongando en una larga sobremesa hasta el anochecer. En el ánimo de todos estaba presente que una reunión como ésta con él no habría de repetirse, algo que él acentuó cuando nos despedimos. Ahora que ya no está, pervive su fragante memoria.

(C)Echerri 2009