Por Luis Cino
Periodista independiente.
luicino2004@yahoo.com

Arroyo Naranjo, La Habana, febrero 18 de 2010 (PD) Los rusos han vuelto a invadir La Habana como si hubiéramos retrocedido 50 años atrás (¡cuánto darían por ello los mandarines) al 13 de febrero de 1960, cuando llegó el canciller Anastas Mikoyán a firmar un tratado comercial que nos ligó de modo tan umbilical a la Unión Soviética que en la Constitución de 1976 hubo que jurarle fidelidad eterna.

Por estos días está en La Habana el canciller Serguei Lavrov y una delegación de más de 120 escritores, artistas, periodistas e investigadores. Volvieron, luego de muchas décadas, el poeta Evgueni Evtushenko y los bailarines del Ballet Bolshoi. Hay ciclos de películas rusas en los cines Infanta y La Rampa y en la TV. Y en el castillo de San Carlos de La Cabaña, libros, muchos libros rusos…

La Feria del Libro, de la que Rusia es invitada especial, sirvió al Gobierno cubano para reiterar su alianza estratégica con la Federación Rusa. Un régimen en conteo regresivo no es nada sin un gran imperio detrás. ¿Qué más da si sobre los misiles intercontinentales y los submarinos atómicos ondea hoy la bandera de del Padrecito Zar y los atamanes en vez del trapo rojo con la hoz y el martillo de los guardias rojos bolcheviques? A estas alturas del juego, ya no importa tanto la ideología como las ganancias.

Ya los mandarines verde olivo olvidaron las decepciones amorosas que se iniciaron con los cantos de Nikita mariquita, lo que se da no se quita” por la retirada de los cohetes atómicos en octubre de 1962 y que culminaron con el retiro de la base Lourdes.

La nostalgia soviética de los mandarines no puede menos que hacer que afloren los recuerdos de la avalancha rusa que se nos vino encima a inicios de los años 60.

Luego de Mikoyán y los toscos productos de la Feria Comercial que vino con él, llegó el libraco de economía política de Nikitin, los manuales de marxismo-leninismo de la Academia de Ciencias de la URSS, los soldados rusos con su espantosa peste a grajo y los misiles nucleares.

A los soldados del Ejército Rojo los conocí en las pantallas de los malolientes cines de mi barrio. En vez de combatir contra los sioux y cheyennes de las praderas o los japoneses en las playas del sur del Pacífico, nuestros nuevos héroes de Mosfilm peleaban contra los nazis en las estepas del Cáucaso o casa por casa en la helada Stalingrado. Entre una batalla y otra, junto a los tanques T-34, devoraban papas hervidas y humeantes sopas de col. En vez de refrescar la pausa con Coca-Cola, bebían vodka a pico de botella y gritaban hurra por cualquier motivo.

Así, los silbidos de la Marcha sobre el puente del río Kwai fueron sustituidos por tristes baladas de acordeones y balalaikas. Fueron la banda sonora de nuestra incorporación al reino de la estrella roja, la colectivización y los planes quinquenales.

En las mochilas de los milicianos, para que cogieran ejemplo, los comisarios que hoy se derriten de nostalgia, dejaron caer ejemplares de Los hombres de Panfilov, Chapaev, Así se templó el acero y La carretera de Volokolanks.

Luego, en la vida real descubrimos que los soldados rojos (los ruskis shelaviekas, como los llama invariablemente mi amigo el poeta Rogelio Fabio, que compartió con ellos un campamento militar cerca del río Canímar, allá por 1964), cuando se emborrachaban lloraban que daba gusto, no sólo cuando las baladas con balalaikas les hacían evocar el hogar y sus familias, sino porque no aguantaban el calor y los mosquitos y sus oficiales los abofeteaban, rutinariamente y con entusiasmo, por cualquier causa.

Y nosotros, solidarios con su llanto y en la indigencia, les cambiábamos alcohol del peor a los bolos por botas, camisas de nylon (que nos hacían partícipes, falta de desodorante Fiesta mediante, de su proverbial peste a grajo) y las consabidas latas de carne rusa.

Para entonces, también habían llegado oleadas de técnicos rusos con sus mujeres con vestidos de flores estampadas y sonrisa con dientes de oro, que para nuestro espanto no se afeitaban las piernas ni los sobacos. Tan pronto se instalaron en sus barrios especiales, se sumaron al cambalache y la reventa de los productos que compraban en sus mercados también especiales.

Al respecto, recuerdo allá por los finales de los años 70 a una rusa cuarentona que vivía en los edificios de La Siberia del Reparto Eléctrico, en Arroyo Naranjo, que por ganarse un peso lo mismo vendía una pastilla de edulcorante sintético para el café que se abría la blusa y enseñaba las tetas.

El País de los Soviets nos inundó, además de con armas, petróleo y chatarra, con el realismo socialista, las obras completas de Lenin de la editorial Progreso, las matriushkas, los muñequitos rusos, las sopas salianka y las comidas enlatadas que sabían invariablemente a apio, las clases de ruso por Radio Rebelde, los relojes Poljot, los discos Melodyia de Ala Pugachova y Muslim Magomayev, los tocadiscos Akkord, los radios Selena, los televisores Krim, las lavadoras Aurika, los camiones Kamaz, los carros Lada, Volga y Moskovich para los elegidos, y las revistas Sputnik y Novedades de Moscú (hasta que las prohibieron, tanto o más que los libros de Solshenitzin, en 1989).

Pero aguafiestas como soy, no comparto para nada la patética añoranza por los rusos de los camaradas que nos desgobiernan. Más bien me hacen sentir vergüenza ajena por tantos años de entreguismo. Con o sin Feria del Libro, nunca he dejado de leer a Tolstoi y Dovstoieski, a Solshenitzin y Bulgakov, pero no extraño en lo absoluto el rudo abrazo del oso de Siberia. Todo lo contrario. Confieso que si acaso hay algo ruso que echo de menos es el vodka Stolichnaya. Y luego de tanta hambre, las latas de carne rusa.

luicino2004@yahoo.com