POEMA “10 DE OCTUBRE”de Alfredo M. Cepero
Tomado de http://jose-marti.org
Discurso de José Martí en conmemoración del 10 de octubre de 1868, en el Masonic Temple, Nueva York, el 10 de octubre de 1887.
¿Por qué estamos aquí? ¿Qué nos alienta, a más de nuestra gratitud, para reunirnos a conmemorar a nuestros padres? ¿Qué pasa en nuestras huestes, que el dolor las aumenta y se robustecen con los años? ¿Será que, equivocando los deseos con la realidad, desconociendo por la fuerza de la ilusión o de nuestra propia virtud las leyes de naturaleza que alejan al hombre de la muerte y el sacrificio, queramos infundir con este acto nuestro, con este ímpetu, con este anuncio, esperanzas que son culpas cuando pueden costar la vida al que las concibe, y el que las pregona no puede realizarlas? ¿Será que sometiendo como vulgares ambiciosos el amor patrio al interés personal o la pasión de partido, estemos tramando con saña enfermiza el modo de echar inoportunamente sobre nuestra tierra una barcada de héroes inútiles, impotentes acaso para acelerar la agregación inevitable de las fuerzas patrias, aun cuando llevasen, con la gloria de su intrepidez, el conocimiento político y la cordial grandeza que han de sustentarla? No: ni la debilidad nos trae aquí, ni la temeridad. ¿No nos aflijimos, no nos buscamos unos a otros, no nos adivinamos en los ojos un llanto de sangre, no andamos con la mano impaciente, con el dolor de la carne herida en nuestra carne, en cuanto sabemos de alguna nueva tristeza de la patria, de algún peligro de los que allá viven, de alguna ofensa a los que allá nos desconocen, del sacrificio estéril de algún valiente infortunado? ¿No nos regocijamos noblemente cuando se espera de nuestros mismos dominadores una concesión de justicia, un bien parcial, que aunque lastime nuestras aspiraciones grandiosas, aunque retarde nuestro ideal absoluto y nuestra vuelta al país, le prometa sin embargo una calma relativa-de que no queremos gozar nosotros? ¿No nos agitamos, no perdemos el interés en nuestro quehacer usual, no sentimos, cuando sabemos que hemos de reunirnos para estos actos nobles, como más claridad, como más ternura, como más dicha, como más elocuencia, como una verdadera resurrección en nuestras casas? ¡Pues por eso estamos aquí: porque la prudencia puede refrenar, pero el fuego no sabe morir; porque el amor a nuestro país se nos fortalece con los desengaños, y es superior a todos ellos; porque el pesar de vernos ofendidos por los que no saben imitar nuestra virtud, es menos poderoso que este impulso de los que morimos en silencio fuera del suelo natal, para prolongar siquiera la vida recordándolo; porque tal vez divisamos el peligro y nos aparejamos a ser dignos de él.
Ese impulso nos arrastra; nos pone en pie, como si viviéramos aún, devuelve a nuestros labios la palabra, cansada ya de torneos pueriles: ¿qué somos nosotros más que lo que nos decía esta noche un anciano respetable, qué somos nosotros más que “mártires vivos”? Vivimos entre sombras, y la patria que nos martiriza, nos sostiene. Con las manos tendidas, con la señal del cuchillo en la garganta, con los vestidos sirviendo de últimos manteles a los ladrones, comida hasta la rodilla-¡hasta la rodilla no más!-de gusanos, la imagen de la patria siempre está junto a nosotros, sentada a nuestra mesa de trabajar, a nuestra mesa de comer, a nuestra almohada. Desecharla es en vano; ni ¿quién quiere desecharla? Sus ojos, como los ojos de un muerto querido, nos siguen por todas partes, nos animan cuando estamos honrándola con nuestros actos, nos detienen cuando nos sentimos tentados a alguna villanía, nos hielan cuando pensamos en abandonarla. ¡Cierra los ojos y parece que se cierra la vida! Queremos ir por donde nos manda el interés, y no podemos ir sino por donde nos manda la patria. Cuando el sol brilla para todos, menos para nosotros; cuando la nieve alegra a todos, menos a nosotros; cuando para todos menos para nosotros, tiene la naturaleza cambios y fragancia,-un aire sutil viene por sobre el mar, cargado de gemidos, a hablarnos de dolores que todavía no han logrado consuelo, de vivos que desaparecen en el misterio, de derechos mutilados, más tristes de ver que los mismos hombres muertos. El alma no duerme, ni sabe del día: ásperos, y como soldados sin armas, salen de la mente, llenos de vergüenza, los pensamientos. ¿Qué importa el sol? ¿qué importa la nieve? ¿qué importa la vida? La patria nos persigue, con las manos suplicantes: su dolor interrumpe el trabajo, enfría la sonrisa, prohíbe el beso de amor, como si no se tuviese derecho a él lejos de la patria: una mortal tristeza y un estado de cólera constante turban las mismas sagradas relaciones de familia: ¡ni los hijos dan todo su aroma! Aturdidos, confusos, impotentes, los que viven lejos de la patria sólo tienen las fuerzas necesarias para servirla.
Así vivimos: ¿quién de nosotros no sabe cómo vivimos?: ¡allá, no queremos ir!: cruel como es esta vida, aquella es más cruel. ¡Nos trajo aquí la guerra, y aquí nos mantiene el aborrecimiento a la tiranía, tan arraigado en nosotros, tan esencial a nuestra naturaleza, que no podríamos arrancárnos sino con la carne viva! ¿A que hemos de ir allá, cuando no es posible vivir con decoro, ni parece aún llegada la hora de volver a morir? ¿Pues no acabáis de oír esta noche una voz elocuente que nos sacaba, recordando aquella vergüenza, las llamas a la cara? ¿A qué iríamos a Cuba? ¿A oír chasquear el látigo en espaldas de hombre, en espaldas cubanas, y no volar, aunque no haya más armas que ramas de árboles, a clavar en un tronco, por ejemplo, la mano que nos castiga? ¿Ver el consorcio repugnante de los hijos de los héroes, de los héroes mismos, empequeñecidos en la pereza, y los viciosos importados que ostentan, ante los que debieran vivir de espaldas a ellos, su prosperidad inmunda? ¿Saludar, pedir, sonreir, dar nuestra mano, ver, a la caterva que florece sobre nuestra angustia, como las mariposas negras y amarillas que nacen del estiércol de los caminos? ¿Ver un burócrata insolente que pasea su lujo, su carruaje, su dama, ante el pensador augusto que va a pie a su lado, sin tener de seguro donde buscar en su propia tierra el pan para su casa? ¿Ver en el bochorno a los ilustres, en el desamparo a los honrados, en complicidades vergonzosas al talento, en compañía impura a las mujeres, sin los frutos de su suelo al campesino, que tiene que ceder al soldado que mañana lo ha de perseguir, hasta el cultivo de sus propias cañas? ¿Ver a un pueblo entero, a nuestro pueblo, en quien el juicio llega hoy a donde llegó ayer el valor, deshonrarse con la cobardía o el disimulo? Puñal es poco para decir lo que eso duele. ¡Ir, a tanta vergüenza! Otros pueden: ¡nosotros no podemos!
inspiración y estímulo en la lucha.
Los esclavos trabajan bajo el sol de Bayamo
mientras con ceño fruncido los observa el amo.
Las cañas como índices apuntan hacia el cielo
y lánguidas se inclinan para que pase el viento.
Los bueyes, gastrónomos con aires de filósofos griegos,
esconden su ignorancia detrás de su silencio.
Es octubre, y muy pronto vendra la molienda de enero,
donde el dulce guarapo de la caña cubana
se mezclara con el agrio sudor de los negros
para darse en azúcar rubia o mulata.
La hija del vientre sonoro y doloroso del ingenio
que será de todos los productos la mas democrática,
pués llegará tanto a la mesa del proletario como del aristócrata.
De pronto, el amo se levanta,
y hasta el péndulo se detiene
en el reloj de La Demajagua.
Carlos Manuel como César
tiene su suerte echada.
Ha llegado la hora
de engendrar a la patria.
De que el amo y el siervo
en la Cuba del azúcar, del café y de las palmas,
unan fuerza y talentos
en el cultivo de los valores del alma.
Esta vez la campana ha sonado
sin la austeridad del llamado al trabajo,
y Céspedes no puede evitar un temblor en los labios
cuando al esclavo lo llama soldado.
Porque el sabe muy bien, que para el inepto,
mas que bendición, la libertad es carga.
Y que de nada vale la igualdad proclamada
si no se le rubrica con sangre en la batalla.
Marchan por fin los hombres, hijos todos del miedo,
jurándose uno a otro que, por Cuba, morir es vivir,
como dice en su himno Perucho Figueredo.
Van hacia Bayamo, la ciudad empinada,
que muy pronto sabrá de la tea y la llama.
La ciudad donde Cuba prefirió ser cenizas
que tesoro violado por foránea avaricia.
Las tropas españolas se van como crepúsculos
y entran las cubanas como amaneceres.
Los hombres han sentido endurecer sus músculos
y hay mares desbordados en ojos de mujeres.
La iglesia esta repleta de velos y banderas,
de música, de himnos, de rezos y promesas,
porque nadie sospecha que esta victoria ingente
será solo presagio de derrota inminente.
Y llegan las noticias de columnas qu.e avanzan
para imponer sobre Bayamo la corona de España.
Leones de Castilla, de Galicia y Navarra,
que conocen del invierno y la batalla,
que donde ponen el ojo saben poner la bala;
pero que no conciben pueda haber otra patria
que las montañas gallegas o la llanura castellana.
Carlos Manuel de Céspedes se aleja
dejando tras de sí una elocuente hoguera,
que habla de un pueblo para el cual la riqueza
no puede ser medida ni pesada en materia.
Bayamo con su incendio
ilumina distintos lugares y tiempos.
Es la esperanza de ayer, de hoy y de mañana,
de que aunque duerme,
es férrea de voluntad cubana
de sacrificar familia, bienestar y dinero
para alimentar la hoguera del amor a la patria.
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