Misa de reafirmación revolucionaria
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Romance castrocatólico: la única política digna de los espacios sagrados es la del Gobierno.
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Por Miriam Celaya
La Habana
27-03-2012
No podría ser de otra manera, porque —siguiendo las orientaciones que dimanan desde el trono verdeolivo del sumo pontífice antillano— todos los trabajadores y estudiantes cubanos han sido convocados para asistir al acto, con transporte incluido, a fin de garantizar la asistencia a la misa, y no han faltado los casos en que se ha amenazado con descontar la paga del día a aquellos heréticos que osen faltar a la cita.
Las disposiciones oficiales han sido claras y precisas: a las 6:00 am deberán estar concentrados los "fieles" (al gobierno) en cada punto de recogida y confirmar su asistencia reportándose en una lista que custodiará un funcionario confiable. Está terminantemente prohibido "portar carteles o gritar consignas revolucionarias", hay que permanecer "en silencio" y ocupar el lugar que les sea asignado en la Plaza. A fin de controlar mejor cualquier posible situación que viole los límites emocionales establecidos, la Plaza Cívica ha sido cuidadosamente cuadriculada; cada carnero tiene asignado su redil para que no se produzca ninguna agitación en el rebaño. En correspondencia, a cada cuadrícula se ha asignado un número indeterminado de agentes del orden y de la policía política, que estarán convenientemente vestidos de civil.
En días pasados, en un hecho sin precedentes, la administración de numerosos centros de trabajo ha hecho circular actas de compromiso de asistencia a la misa, tal como si se tratara de otra "marcha combatiente" cualquiera. Sin dudas, el gobierno se resiste a permitir que la Plaza, ese espacio sagrado de la revolución, se llene espontáneamente por decenas de miles de cubanos por otra causa que no sea la revolución misma; es preciso dejar claro que —con o sin Papa— el sitio se llenará solo por la convocatoria de los oficiantes históricos del culto.
(Benedicto XVI y Raúl Castro)
Incluso desde mi percepción de no creyente, no deja de causarme asombro la perfecta simbiosis clero-comunista de estos tiempos. Raras alianzas éstas, que contrastan con un pasado reciente signado por un ateísmo tan rabioso que frecuentemente las iglesias ostentaban sobre sus portones o sus fachadas las huellas de irreverentes lanzamientos de huevos de los cubanos más revolucionarios u ofensivas pictografías fálicas, entre otras lindezas similares.
Para entonces, los creyentes eran constantemente hostigados y preteridos. En el barrio de La Habana Vieja de mi infancia y adolescencia, un puñado de jóvenes y niños asistían a la catequesis de la iglesia María Auxiliadora y por esa causa eran apodados "beatos" y muchas veces eran objeto de burlas por parte de los hijos de las familias "comunistas". Jamás este gobierno ha presentado una disculpa pública por la prolongada e injustificada discriminación a los religiosos de cualquier denominación; en cambio, ahora se presenta como adalid de la libertad de credo, como recién declarara cínicamente en una rueda de prensa el canciller de Cuba.
Sin embargo, lo más asombroso de todo este cuadro es la callada complacencia de las autoridades religiosas. Hace apenas unos días, el Arzobispado reaccionó con virulencia ante lo que tomó como la profanación de un templo, al denunciar como "ilegítima" la ocupación de la iglesia de La Caridad por parte de trece disidentes con un pliego de demandas que pretendían entregar al Papa. La gravedad de la ofensa era mayor por cuanto —se decía—, se estaba utilizando un espacio del culto para cuestiones políticas, ajenas al espíritu y la función de la Iglesia. Tan insultante fue la intrusión de los demandantes que el mismísimo cardenal Jaime Ortega solicitó a las autoridades la expulsión de los nuevos fariseos del templo de Dios.
(Convocatoria para asistir a la Misa de Benedicto XVI)
No obstante, por estos días se ha hecho obvio que la única política digna de los espacios sagrados católicos es la del Gobierno, como lo demuestran la manipulación mediática, las convocatorias oficiales y todo el proceder en torno a la visita de Benedicto XVI, por parte de la cúpula gobernante. Algunos cubanos han esperado en vano por alguna nota de protesta del Arzobispado ante tamaña politización de lo que se suponía iba a ser una visita pastoral que reafirmara la fe en Dios y que, por obra y gracia del romance castrocatólico, terminará convirtiéndose —al menos en apariencia— en otra marcha de apoyo al gobierno.
Mucho espacio ha perdido ya en Cuba la fe católica. Somos en realidad un pueblo más supersticioso que religioso, más práctico que devoto, más hedonista que sacrificado. El cubano común generalmente comulga por igual con cualquier santo o credo que le resulte útil para lo inmediato, por eso entre nosotros lo utilitario siempre supera con creces lo sagrado; por eso aquí hasta lo sagrado tiene cierto sabor a bufo. Pero, con seguridad, cuando Benedicto XVI despegue del suelo cubano de regreso a la paz y a la meditación de su Vaticano, dejará tras de sí un pueblo aún menos católico que el que dejara catorce años atrás su predecesor, Juan Pablo II.
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Romance castrocatólico: la única política digna de los espacios sagrados es la del Gobierno.
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Por Miriam Celaya
La Habana
27-03-2012
Posiblemente el máximo líder de la Iglesia católica ignora que cuando oficie su misa pública en la Plaza Cívica de La Habana el próximo 28 de marzo, no solo estará ofreciendo su bendición al pueblo de Cuba, sino que sellará también el primer acto de reafirmación revolucionaria convocado por el gobierno cubano en el marco de una celebración religiosa, con la anuencia y beneplácito de las alta jerarquía católica de la Isla.
No podría ser de otra manera, porque —siguiendo las orientaciones que dimanan desde el trono verdeolivo del sumo pontífice antillano— todos los trabajadores y estudiantes cubanos han sido convocados para asistir al acto, con transporte incluido, a fin de garantizar la asistencia a la misa, y no han faltado los casos en que se ha amenazado con descontar la paga del día a aquellos heréticos que osen faltar a la cita.
Las disposiciones oficiales han sido claras y precisas: a las 6:00 am deberán estar concentrados los "fieles" (al gobierno) en cada punto de recogida y confirmar su asistencia reportándose en una lista que custodiará un funcionario confiable. Está terminantemente prohibido "portar carteles o gritar consignas revolucionarias", hay que permanecer "en silencio" y ocupar el lugar que les sea asignado en la Plaza. A fin de controlar mejor cualquier posible situación que viole los límites emocionales establecidos, la Plaza Cívica ha sido cuidadosamente cuadriculada; cada carnero tiene asignado su redil para que no se produzca ninguna agitación en el rebaño. En correspondencia, a cada cuadrícula se ha asignado un número indeterminado de agentes del orden y de la policía política, que estarán convenientemente vestidos de civil.
En días pasados, en un hecho sin precedentes, la administración de numerosos centros de trabajo ha hecho circular actas de compromiso de asistencia a la misa, tal como si se tratara de otra "marcha combatiente" cualquiera. Sin dudas, el gobierno se resiste a permitir que la Plaza, ese espacio sagrado de la revolución, se llene espontáneamente por decenas de miles de cubanos por otra causa que no sea la revolución misma; es preciso dejar claro que —con o sin Papa— el sitio se llenará solo por la convocatoria de los oficiantes históricos del culto.
(Benedicto XVI y Raúl Castro)
Incluso desde mi percepción de no creyente, no deja de causarme asombro la perfecta simbiosis clero-comunista de estos tiempos. Raras alianzas éstas, que contrastan con un pasado reciente signado por un ateísmo tan rabioso que frecuentemente las iglesias ostentaban sobre sus portones o sus fachadas las huellas de irreverentes lanzamientos de huevos de los cubanos más revolucionarios u ofensivas pictografías fálicas, entre otras lindezas similares.
Para entonces, los creyentes eran constantemente hostigados y preteridos. En el barrio de La Habana Vieja de mi infancia y adolescencia, un puñado de jóvenes y niños asistían a la catequesis de la iglesia María Auxiliadora y por esa causa eran apodados "beatos" y muchas veces eran objeto de burlas por parte de los hijos de las familias "comunistas". Jamás este gobierno ha presentado una disculpa pública por la prolongada e injustificada discriminación a los religiosos de cualquier denominación; en cambio, ahora se presenta como adalid de la libertad de credo, como recién declarara cínicamente en una rueda de prensa el canciller de Cuba.
Sin embargo, lo más asombroso de todo este cuadro es la callada complacencia de las autoridades religiosas. Hace apenas unos días, el Arzobispado reaccionó con virulencia ante lo que tomó como la profanación de un templo, al denunciar como "ilegítima" la ocupación de la iglesia de La Caridad por parte de trece disidentes con un pliego de demandas que pretendían entregar al Papa. La gravedad de la ofensa era mayor por cuanto —se decía—, se estaba utilizando un espacio del culto para cuestiones políticas, ajenas al espíritu y la función de la Iglesia. Tan insultante fue la intrusión de los demandantes que el mismísimo cardenal Jaime Ortega solicitó a las autoridades la expulsión de los nuevos fariseos del templo de Dios.
(Convocatoria para asistir a la Misa de Benedicto XVI)
No obstante, por estos días se ha hecho obvio que la única política digna de los espacios sagrados católicos es la del Gobierno, como lo demuestran la manipulación mediática, las convocatorias oficiales y todo el proceder en torno a la visita de Benedicto XVI, por parte de la cúpula gobernante. Algunos cubanos han esperado en vano por alguna nota de protesta del Arzobispado ante tamaña politización de lo que se suponía iba a ser una visita pastoral que reafirmara la fe en Dios y que, por obra y gracia del romance castrocatólico, terminará convirtiéndose —al menos en apariencia— en otra marcha de apoyo al gobierno.
Mucho espacio ha perdido ya en Cuba la fe católica. Somos en realidad un pueblo más supersticioso que religioso, más práctico que devoto, más hedonista que sacrificado. El cubano común generalmente comulga por igual con cualquier santo o credo que le resulte útil para lo inmediato, por eso entre nosotros lo utilitario siempre supera con creces lo sagrado; por eso aquí hasta lo sagrado tiene cierto sabor a bufo. Pero, con seguridad, cuando Benedicto XVI despegue del suelo cubano de regreso a la paz y a la meditación de su Vaticano, dejará tras de sí un pueblo aún menos católico que el que dejara catorce años atrás su predecesor, Juan Pablo II.
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