Miami, mi amor
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'Volé hacia y desde Miami gracias a los bolsillos benéficos de cubanos emprendedores que quieren más a Cuba que yo, gente de diversos estratos económicos que atesoran los archivos y las ilusiones que la desidia dictatorial desbarató, arrasando no solo con nuestros derechos ciudadanos sino con la noción misma de una nación.'
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Por Orlando Luis Pardo Lazo
Nueva York
24 Abr 2013
Y, finalmente, Miami.
Después de décadas de propaganda Made in Habana, pude recorrer esa explosión de express-ways llamada Miami (la ciudad entera es un aeropuerto), donde cada casita es un clon de la Cuba perdida para siempre (con sus banderas y virgencitas al uso), donde cada generación cuenta al menos con un representante familiar, donde la comida permanece tan intacta como la memoria de cinco días o cinco décadas atrás, donde bailar y reírse y hasta hacer el amor nos duele hondo en el alma, donde Dios pronuncia perfectamente nuestro argot de exiliados. Porque todos en Miami lo somos, vivamos allá o acá: la ciudad fue construida como un sueño del que más temprano que tarde la nación habría de despertar, un sueño para disimular la pesadilla de nunca volver a la patria (Miami, piedad).
Entré y salí de Miami a través del espejo mágico de sus emisoras de radio y TV. Es un milagro de lesa modernidad esa Miami hipermediática, tan homogénea y a la vez tan plural. Tan banal como verosímil. Puede que sea una primera impresión, pero ante el despotismo de La Habana, donde ya ni existen los programas en vivo (hasta los discursos del Máximo Líder se transmiten con unos segundos de retraso, por protección), Miami simplemente me maravilló. De tristeza, pero me maravilló.
Con el mordaz y amabilísimo Jaime Bayly, con el preciso hasta lo lapidario Juan Manuel Cao, con el coro de arrebatados de María Laria y su staff de oropel, con la sempiterna solidaridad de Radio República y, por supuesto, con el corazón en los micrófonos de Radio Martí, la única emisora del exilio cubano que se transmite casi desde el interior del país (sus estudios aún no están en La Habana, pero hace mucho que son La Habana y las demás ciudades y pueblitos de nuestro país), con todas y para el rating de todas dije lo primero que se me ocurrió, sin agendas dictadas por ninguna mafia imaginaria del Ministerio del Interior, sin miedos mutuos ni censuras mediocres, sin añadir ni una línea a lo que siempre he dicho desde mi móvil cubano en mi natal barrio habanero.
Los activistas sociales cubanos coincidimos en que "a pensar y vivir en libertad se aprende pensando y viviendo en libertad", una frase de Rosa María Payá en la Universidad de Miami que electrizó hasta las lágrimas a esta segunda capital de todos los cubanos (acaso el primer capitalismo de todos los cubanos), donde ella y yo coincidimos cada cual en tránsito hacia su propio destino democratizante para nuestro represivo país.
Me resistí a comer sabroso en Miami, tengo testigos de mi austeridad. La comida no me bajaba por la garganta: algo de angustiosa felicidad me hacía desconocer a mis antiguos conocidos, viviendo sus exitosas vidas en una Cuba que en Cuba no podíamos ni imaginar (o no nos atrevíamos a imaginar, para así retrasar nuestros respectivos exilios).
Vi el mar de Miami, pero no me asomé ni lo quise oler. No deseaba suponer a la Isla al otro lado del horizonte, a 45 minutos de donde la policía política cubana nos espera para ponernos en cuarentena y sin cargos.
Pasé calor. Me ofrecieron trabajo, no respondí. Dormí en un sofá. Dormí en una suite. Dormí casi metido en un closet, al margen de las miradas minuciosas de nuestra sociedad civil, donde fui primerizo y feliz. Permanecí insomne en un aeropuerto de líneas canceladas en masa por American Airlines, con la intuición de que Miami me había echado una brujería mansa para no dejarme despedir.
En definitiva, vine, vi, y me fui, porque Manhattan es menos desesperadamente Manhattabana, y porque deshabitar en los subways es la fórmula secreta de mi subterránea cubanía que huye de los cubanos porque todos tenemos dentro un ministrico del interior. Todos, empezando por los prodemócratas.
Me moví en los autos gratuitos de activistas en Facebook que yo no conocía en persona, pero que desde el inicio de los chats ya nos queríamos, más allá de posiciones políticas o geográficas. Hablé en el mítico Calle 8 Art and Research Center como si estuviera muy seguro de lo que decía, mientras mi espíritu se hacía entonces un pañuelito de pura emoción. Volé hacia y desde Miami gracias a los bolsillos benéficos de cubanos emprendedores que quieren más a Cuba que yo, gente de diversos estratos económicos que atesoran los archivos y las ilusiones que la desidia dictatorial desbarató, arrasando no solo con nuestros derechos ciudadanos sino con la noción misma de una nación.
Y ese será el legado más siniestro pero también más sincero del castrismo o la Revolución: humanamente ya será imposible el día después. Nuestro presente precario es perenne. La elite en el poder ha dado los pasos necesarios para una transición de tramoya (y eso incluye mi presencia aquí: Miami, perdóname), donde la disidencia pacífica dentro y fuera de Cuba no tendremos más cabida que el cadalso y, de hecho, ya estamos desapareciendo a cuentagotas y sin testigos de interés para el mundo, porque al mundo solo le interesan los millones y millones que promete ahora esa neo-utopía de aprovechar un capitalismo sin libertad. Empresarios de todos los países, uníos.
Hablé con personalidades de la historia republicana cubana y de nuestra relación más íntima y tensa con el gobierno de Washington. Vi menos homeless que en Nueva York, donde a su vez he visto menos que en Centro Habana, aunque eso no alivia en nada la humillación de verme volando por las universidades norteamericanas, mientras un ser humano duerme en las aceras de este permisivo país.
Quiero volver a Miami. No quisiera retornar nunca más. Estoy por irme todavía. Pero ya muy pronto volveré. Miami, mírame: ¿quisieras ser mi amor, al menos mientras Cuba no caiga?
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