¿Negociando el autoritarismo en Cuba?
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Los jefes de la isla quieren el aval extranjero a un régimen sin oposición
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Por Rafael Rojas
14 SEP 2014
El Gobierno de Raúl Castro ha logrado que la comunidad internacional, incluyendo la actual Administración norteamericana, entienda que el camino de las reformas en la isla es frágil. América Latina, la Unión Europea y, en menor medida, Estados Unidos, están propiciando una negociación con La Habana ante el miedo a una marcha atrás, que con frecuencia se insinúa, o a diversos escenarios alarmantes que el propio Gobierno contempla, y convencidos de que esos pasos hacia el mercado, tímidos y mal diseñados, son preferibles al inmovilismo o la regresión que caracterizaron los últimos años de Fidel Castro.
¿Qué negocian? Desde los años ochenta y noventa, cuando expresidentes como Felipe González, Carlos Andrés Pérez o Carlos Salinas de Gortari sondeaban algún entendimiento con la isla, se entendía que la finalidad era una normalización de relaciones con Estados Unidos y una transición a la democracia. Eran los años de la democratización de Europa del Este y América Latina, de España y Portugal, y pocos en Occidente ponían en duda que el desenlace del conflicto cubano sería el mismo.
Veinte años después, en un mundo donde se afianzan los autoritarismos subalternos y el capitalismo de Estado se extiende a buena parte del planeta, los términos de la negociación han cambiado. La comunidad internacional parece pensar que, antes que a la democracia, es preciso que Cuba transite al autoritarismo y al mercado, preservando intacto su régimen político. América Latina y Europa lo han aceptado, tácitamente, en el proceso de integración de la isla a la CELAC y en el diálogo en curso entre La Habana y Bruselas.
No se trata de que Europa o América Latina hayan renunciado a la idea de una democracia en Cuba. Las cancillerías occidentales han decidido negociar a partir de una lectura precisa de la realidad insular. Piensan que una transición al autoritarismo permitiría, además de acelerar el crecimiento del sector no estatal de la economía, flexibilizar aún más las relaciones entre el Estado y la sociedad civil, tal y como ha sucedido con la Iglesia católica en los últimos años. Esa flexibilización, concluyen, intensificará el pluralismo civil y, eventualmente, favorecerá la democratización del país.
Occidente negocia el autoritarismo en Cuba, como estación de un tránsito gradual y, sobre todo, “ordenado” a la democracia. El problema es que no es eso, precisamente, lo que está negociando el Gobierno de Raúl Castro. Lo que La Habana busca, de acuerdo con sus máximos líderes, es apoyo financiero para dejar consolidado un nuevo orden social y político, acorde al nuevo capitalismo de Estado; y que sobreviva a la renovación generacional en la cúpula, que deberá decidirse entre 2017 y 2018, si es que tiene lugar en el próximo proceso electoral, como anunció Raúl Castro, o cuando quiera que se produzca la sucesión presidencial.
El mensaje que La Habana transmite a las cancillerías occidentales es el siguiente: ayúdennos a introducir el mercado en Cuba, que nosotros haremos lo posible por hacer más plurales nuestras instituciones. Esto significa, ni más ni menos, que los gobernantes de la isla y sus sucesores no contemplan, en modo alguno, una reforma política. A lo sumo, una renovación generacional y una mayor representatividad de la heterogeneidad social del país dentro del mismo régimen de partido único, oposición ilegítima y control gubernamental de la esfera pública y la sociedad civil.
¿Qué otras opciones tiene la diplomacia occidental? ¿Romper el diálogo? ¿Establecer premisas fantasiosas como el pluripartidismo, el Estado de derecho o un plebiscito, que un totalitarismo como el cubano jamás aceptaría? ¿Subordinar el intercambio comercial o la cooperación multilateral a la denuncia de la violación de los derechos humanos en la isla o a la inconcebible aceptación de su naturaleza represiva, por parte del Gobierno de Raúl Castro? Esas opciones tienen que ver con la ideología y la moral, pero no con la diplomacia.
Hace diez años, Europa y América Latina se relacionaban con un Gobierno cubano, encabezado por Fidel Castro, que no tenía interés en negociación alguna y que priorizaba la “revolución bolivariana” en América Latina. Entonces había en la isla una oposición con un importante prestigio internacional, cuya base social fue encarcelada y sometida a largas condenas en la primavera de 2003, despertando la solidaridad de buena parte de la opinión pública mundial.
Hoy, los opositores de la isla siguen sufriendo represión. Cada fin de semana llegan noticias de golpizas, arrestos preventivos y acoso contra las Damas de Blanco. Pero varios líderes opositores, de todas las generaciones, han hecho viajes frecuentes en los últimos dos años y, a su regreso a la isla, han continuado su activismo. El impacto de la actividad opositora, dentro y fuera de la isla, ha disminuido por esa fatal combinación de flexibilidad acotada y represión sistemática.
La crisis de la oposición cubana y el estancamiento del exilio en las políticas tradicionales de Washington, que no comparten la Unión Europea ni América Latina, informan también de la lectura de la realidad cubana que se abre paso en la diplomacia occidental. El riesgo que dicha lectura plantea a las democracias europeas y latinoamericanas es el de alentar, bajo la promesa de un tránsito escalonado a la democracia, la entronización de un autoritarismo que no ofrezca garantías para el ejercicio de una oposición legítima y pacífica en la isla.
No hablo de garantías plenas, que solo se ofrecen en democracia, sino de las garantías mínimas que distinguen a los autoritarismos. La modalidad autoritaria que podría salir de la actual negociación entre Cuba, América Latina y Europa es una con mayores limitaciones para la pequeña y mediana empresa, para la asociación civil y política y para el acceso de la ciudadanía a Internet y a la prensa alternativa que la que existe en otros países comunistas, como China o Vietnam.
El saldo de la negociación, si la comunidad internacional se desentiende de la situación de los derechos políticos en la isla, podría ser un autoritarismo de segundo grado, comandado por una élite militar-empresarial, que ya controla varios sectores fundamentales de la economía nacional y que, con la hegemonía política que las leyes le aseguran dentro de las instituciones civiles y administrativas, podría definir la forma de Gobierno cubano durante buena parte del siglo XXI.
Se trataría, en resumidas cuentas, de un cambio de régimen; la finalidad o la aspiración que, en el Código Penal y en la prensa oficial de la isla constituyen un delito, por el que se reprime o estigmatiza a los opositores, en tanto que “agentes de una potencia extranjera”. Pero un cambio de régimen, del totalitarismo al autoritarismo, con el apoyo de otras potencias extranjeras, por el que sus principales artífices no tendrán que rendir cuentas a nadie.
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