ADIOS CUBA 12 DE AGOSTO DE 1962 ©
Por Esteban Fernández
Yo creía que era un hombre. Ahora sé que sólo era un niño de 17 años, 1962. Solamente estaba demostrando sorpresa por el curso que estaban tomando los acontecimientos en mi país. De ahí, inmediatamente, salté a la crítica acérrima contra lo que denunciaba públicamente como “el inicio de una dictadura”. Críticas en la guagua, en el parque, en cualquier esquina. Y las autoridades y el populacho me trataron como un criminal y comienza el acoso total y absoluto, 24 horas al día, contra un muchachito inocente.
Perseguido. Botado del Instituto. Preso por boberías. Golpeado por un grupo de fidelistas en el medio de la calle. Además de fidelistas eran unos facinerosos.
Y de pronto el jefe del G2 en mi pueblo, el Teniente Guevara, se tropieza con mi padre y señalándole a la cara con un dedo le dice: “Saca a tu hijo de aquí, sácalo o te juro que yo mismo lo fusilo en el medio del parque de Güines”
¿Qué crimen yo había cometido para merecer esa amenaza de tan horrenda muerte? Ninguno. Lo que pasaba era que Cuba de pronto, de sopetón, se había convertido en un infierno. Estar en desacuerdo era un delito y la represión era brutal.
Un amiguito de toda mi corta vida, quien también estaba sufriendo el acoso de la recién estrenada tiranía, solo tenía 15 años, Milton Sorí, salía de Cuba. Y al despedirse me dijo: “Estebita, no te preocupes por un solo instante que lo primerito que yo hago al estar en los Estados Unidos es sacarte de aquí”. Y cumplió con su promesa.
El día anterior a mi salida, el 11 de agosto del 62 por la noche, mi padre sentado en el portal de la casa, me llamó y casi en un susurro me dijo: “Hijo, tú sabes cuanto tú y yo nos queremos, no creo que podamos despedirnos, mañana yo no voy a salir de mi cuarto, no quiero abrazos, ni llanto, ni despedidas, tú sabes muy bien que si tratamos de despedirnos tú no te vas para ningún lugar, y no te preocupes que tú regresas muy pronto, los americanos no van a permitir una cabeza de playa enemiga a 90 millas de sus costas”.
Traté de discutirle con un simple: “¡Pero, viejo, si mañana 12 de agosto es tu cumpleaños, yo tengo que verte y felicitarte!” Con lágrimas en sus ojos me respondió: “Olvídate de eso, felicítame ahora, y la fiesta grande la hacemos el año que viene”
12 de agosto del 62. La mañana amaneció nublada y fea. En la puerta de mi casa ya estaba el negro “Cumbancha” al timón de un carro. Era el fiel chofer de mi tío Enrique.
Solo llevaba dos camisas y dos pantalones. Los pantalones eran de lana (¿lana para el verano de Miami?) y eran un regalo de María Cobas. Pertenecieron a su difunto esposo mi primo Jaime Quintero. Mi padre me decía: “Cuida mucho ese pantalón gris, es histórico, era parte de un traje con el cual Jaime tomó posesión de la Alcaldía de Güines”.
No creo que dije una sola palabra esa mañana. Automáticamente me monté en el carro junto a mi madre y mi tía Angélica Gómez. El viaje hacia La Habana fue en total silencio. Solo miraba por la ventanilla con la vista nublada, llena de lágrimas.
Era como si quisiera llevarme en mi cerebro grabado para siempre todo lo que veía. Y esos paisajes los he logrado retener en mi mente por 48 años.
Al llegar al aeropuerto, sin darme tiempo a nada, me metieron en un cuartito de cristal que ya yo había oído decir que le llamaban “la pecera”. En la distancia veía a mi madre que a cada segundo se llevaba un pequeño pañuelito (hoy diera todo lo que tengo por ese pañuelito) a la cara para secarse las lágrimas. Y levantaba la mano en forma de despedida.
Brotaron las primeras dos palabras de ese día, casi le grité de lejos a mi madre: “¡Regreso pronto!”… Y son dos palabras que he repetido más de un millón de veces.
Por Esteban Fernández
Yo creía que era un hombre. Ahora sé que sólo era un niño de 17 años, 1962. Solamente estaba demostrando sorpresa por el curso que estaban tomando los acontecimientos en mi país. De ahí, inmediatamente, salté a la crítica acérrima contra lo que denunciaba públicamente como “el inicio de una dictadura”. Críticas en la guagua, en el parque, en cualquier esquina. Y las autoridades y el populacho me trataron como un criminal y comienza el acoso total y absoluto, 24 horas al día, contra un muchachito inocente.
Perseguido. Botado del Instituto. Preso por boberías. Golpeado por un grupo de fidelistas en el medio de la calle. Además de fidelistas eran unos facinerosos.
Y de pronto el jefe del G2 en mi pueblo, el Teniente Guevara, se tropieza con mi padre y señalándole a la cara con un dedo le dice: “Saca a tu hijo de aquí, sácalo o te juro que yo mismo lo fusilo en el medio del parque de Güines”
¿Qué crimen yo había cometido para merecer esa amenaza de tan horrenda muerte? Ninguno. Lo que pasaba era que Cuba de pronto, de sopetón, se había convertido en un infierno. Estar en desacuerdo era un delito y la represión era brutal.
Un amiguito de toda mi corta vida, quien también estaba sufriendo el acoso de la recién estrenada tiranía, solo tenía 15 años, Milton Sorí, salía de Cuba. Y al despedirse me dijo: “Estebita, no te preocupes por un solo instante que lo primerito que yo hago al estar en los Estados Unidos es sacarte de aquí”. Y cumplió con su promesa.
El día anterior a mi salida, el 11 de agosto del 62 por la noche, mi padre sentado en el portal de la casa, me llamó y casi en un susurro me dijo: “Hijo, tú sabes cuanto tú y yo nos queremos, no creo que podamos despedirnos, mañana yo no voy a salir de mi cuarto, no quiero abrazos, ni llanto, ni despedidas, tú sabes muy bien que si tratamos de despedirnos tú no te vas para ningún lugar, y no te preocupes que tú regresas muy pronto, los americanos no van a permitir una cabeza de playa enemiga a 90 millas de sus costas”.
Traté de discutirle con un simple: “¡Pero, viejo, si mañana 12 de agosto es tu cumpleaños, yo tengo que verte y felicitarte!” Con lágrimas en sus ojos me respondió: “Olvídate de eso, felicítame ahora, y la fiesta grande la hacemos el año que viene”
12 de agosto del 62. La mañana amaneció nublada y fea. En la puerta de mi casa ya estaba el negro “Cumbancha” al timón de un carro. Era el fiel chofer de mi tío Enrique.
Solo llevaba dos camisas y dos pantalones. Los pantalones eran de lana (¿lana para el verano de Miami?) y eran un regalo de María Cobas. Pertenecieron a su difunto esposo mi primo Jaime Quintero. Mi padre me decía: “Cuida mucho ese pantalón gris, es histórico, era parte de un traje con el cual Jaime tomó posesión de la Alcaldía de Güines”.
No creo que dije una sola palabra esa mañana. Automáticamente me monté en el carro junto a mi madre y mi tía Angélica Gómez. El viaje hacia La Habana fue en total silencio. Solo miraba por la ventanilla con la vista nublada, llena de lágrimas.
Era como si quisiera llevarme en mi cerebro grabado para siempre todo lo que veía. Y esos paisajes los he logrado retener en mi mente por 48 años.
Al llegar al aeropuerto, sin darme tiempo a nada, me metieron en un cuartito de cristal que ya yo había oído decir que le llamaban “la pecera”. En la distancia veía a mi madre que a cada segundo se llevaba un pequeño pañuelito (hoy diera todo lo que tengo por ese pañuelito) a la cara para secarse las lágrimas. Y levantaba la mano en forma de despedida.
Brotaron las primeras dos palabras de ese día, casi le grité de lejos a mi madre: “¡Regreso pronto!”… Y son dos palabras que he repetido más de un millón de veces.
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