De la narrativa de MARÍA VICTORIA OLAVARRIETA: ‘No parece un abuelo’
Por MARÍA VICTORIA OLAVARRIETA
27 de junio de 2017
Mi amiga quería mostrarme su nueva casa en el noreste de Miami. Me llevé a mi sobrino Carlos y a su primito Joel, allí podrían jugar con su hijo, Jordan. La llegada de Mía, una niña de 7 años, y de Patrick, primito de Jordan, completaron la tropa.
Toda la casa pintada de blanco, grandes ventanales, mucha luz y una segunda planta de donde puedes ver una explanada verde con unos árboles equidistantes que incitaban a acercarse.
Bajamos las escaleras a ritmo de niños de vacaciones, solo había que cruzar la calle y ya caías en aquel terreno común a los patios de unas ocho casas. Todas las viviendas estaban cercadas excepto la de la esquina. Debe ser muy agradable sentarte en tu patio y que la vista no tenga límites y puedas disfrutar de un parque así. Definitivamente los dueños de la casa sin cerca eran unos privilegiados.
Los niños fueron explorando árbol por árbol, hasta que llegamos al patio sin cerca. Allí, alguien había construido un balcón en la copa de un nogal al que se podía acceder por una escalera clavada al tronco.
–Quizás no debemos subir, podría ser propiedad privada –dijo Carlos, el mayor del grupo.
–Hay un cartel que dice “entrada” –gritó Mía señalando hacía arriba–. Podemos subir.
Yo me debatía en si el árbol pertenecía a los dueños de la casa y prohibirles la subida o creer que era parte del parque.
Mía no lo pensó, en unos segundos alcanzó la balconada y animaba a sus amiguitos a seguirla.
Lo que salió por la puerta trasera de la casa, más que un señor, parecía un ogro.
–Bájense de ahí inmediatamente. Eso lo construí para mis nietos, fuera de aquí. Es solo para mis nietos –recalcó.
La voz, la expresión del rostro, unos ojos encendidos y unas cejas arqueadas que parecían triángulos, creo que fue lo que más atemorizó a los niños.
La que más me preocupaba era Mía. Hace tres años estuve cuidándola todo un verano, padece de diabetes tipo I, es muy emotiva, hubo días en que el nivel de glucosa en sangre oscilaba entre 60 y 300 miligramos, siempre con el temor a que aparecieran cetonas. Bajó los escalones como quien se desliza por una canal. Los varones que aún no habían subido cerraron fila con ella y se apuraron en alejarse.
Intenté explicarle al abuelo que al no haber una cerca se podía interpretar que el árbol pertenecía al área común, quise pedirle disculpas, pero el enojo de aquel señor no le permitía escucharme y siguió mirándome de una manera que me hizo pensar que sería inútil cualquier intento de diálogo.
Al voltearme buscando a los niños los vi refugiados en un ciruelo al extremo opuesto del parque. Mientras caminaba hacia ellos pensaba que la situación era ideal para enseñarles que uno no puede dejar que la amargura de otra persona te robe tu alegría.
–¿Tú crees que vendrá hasta aquí a regañarnos? ¿Nos vamos?
El gozo había desaparecido de sus rostros.
–Les prometo que voy a escribir sobre esto y le entregaré personalmente el periódico a este abuelo.
Escribir es lo primero que se me ocurre hacer cuando veo algo injusto.
Carlos no pudo conocer a sus abuelos paternos, pero sabe muy bien como es ese amor: mis padres lo cuidaron en casa hasta que tuvo cinco años. Con esa seguridad que da el conocimiento, el niño, muy serio afirmó: –Ese señor no parece un abuelo.
Jordan y Patrick, en cambio, nunca conocieron a los suyos, murieron mucho antes que ellos nacieran.
La abuela materna de Mía murió en Cuba hace un año, la niña solo la vio en dos ocasiones.
La madre de Joel murió de cáncer el año pasado, unos meses después murió su abuela paterna y la materna vive en México.
¡Qué pena que este señor perdiera la oportunidad de ser un abuelo para ellos!, por los niños y por él. “Si amas un solo río, te pierdes el caudal de todos los demás”, dice un proverbio chino.
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