Frank Correa: El descubrimiento de Marquito
El descubrimiento de Marquito
Por Frank Correa
15 noviembre, 2017
Jaimanitas, La Habana, Frank Correa, (PD) Marcos Ruiz es un cubano americano que vive en Miami y todos los meses visita Cuba. Se marchó en una balsa en 1995 y a los diez años obtuvo la ciudadanía estadounidense. En unos meses se retirará en la compañía de autos donde trabaja y dice que sus deseos son ‘repatriarse’.
“Quiero vivir aquí, porque es el lugar más bello que existe”, Marcos, sentado en un sillón en el portal de la casa que alquila, está rodeado de un grupo de amigos de la infancia y destapa otra botella de “ron bueno” mientras describe los esplendidos sitios de la geografía cubana “que nunca ni soñé conocer cuando vivía aquí. Las playas, los hoteles, los cayos, los manjares criollos prohibidos a ustedes”, se dirige al grupo, compuesto por Ñico el pintor, Rubén el vendedor ambulante, Jesús el loco, Picúa el “calandraquero” y Tato el pescador submarino, todos flacos y exprimidos en sus existencias fútiles, que escuchan extasiados las historias de “Marquito”, mientras apuran vasos de ron como agua.
Antes, el grupo era más nutrido. Estaban los mellizos Hilario y Camilo, Harina, Luisito el sordo, Pablo Brito, Patica, El negro, Vicente y Prematuro. Marquito detiene el sillón y comienza a hablar desde un pasado que no olvida. Recuerda las colas para comprar “aquel picadillo hediondo y dañino”, el bajareque donde vivía con ocho personas de tres generaciones, el humo de la cocina de querosén “que terminó matando a mi tía”, las caminatas por Jaimanitas con Rubén buscando un “trabajito” que le reportara pesos para la botella de Chispa.
Ahora Marcos es otra persona. Es un extranjero que viaja de continuo en un negocio de “mulas” y se hospeda en una casa grande, de cuatro cuartos y dos baños, con una empleada que le lava la ropa, limpia, cocina y le busca las mujeres que jamás soñó tener en su vida.
El cubano americano se distingue en el grupo por su buen aspecto, su corpulencia, las prendas, el buen vestir, la seguridad con que habla y por cómo paga todo lo que se consume allí. “Nunca se ha olvidado de nosotros’’, dice Ñico, que asemeja un espantapájaros dentro de la inmensa ropa, “un regalo de mi yunta Marquito”.
“¡Tremendo amigo!”, asegura Rubén y acomoda sobre una banqueta los pies tullidos por la dura caminata del día, vendiendo confituras. Se da otro trago.
Tato, muy feliz, expresa: “Me trajo dos carretes de pescar y una caja de anzuelo dieciséis, que aquí están perdidos”. Jesús vacía de un trago el vaso y observa el fondo como si tuviera un agujero. Marcos sonríe y se lo llena de nuevo.
“Es lo único que me calma la locura… el Havana Club añejo Reserva”, dice el loco y hace un guiño.
Picúa el “calandraquero” le pide una vez más a Marquito, que cuente las historias de los cayos:
“Porque ahí la calandraca debe estar sata. Si me dejan entrar, hago el pan”, dice Picúa.
Para Marcos, es una especie de catarsis en cada visita compartir con sus amigos. “Para comprobar de lo que me libré”, dice. También “y como una obligación”, llega un momento en que toma una pose sombría, es “para recordar a los que ya no están”. Pablo Brito y Harina, que murieron por beber alcohol de madera en aquella tragedia ocurrida hace unos años en La Lisa. Patica, que vomitó el hígado en una borrachera y murió camino al hospital Calixto García. Luisito el sordo, que está en prisión por el delito de “asedio al turista”. Hilario, que murió de cirrosis. El negro, Prematuro y Camilo, que se ahogaron en el mar intentando cruzar el estrecho de Florida, tras el sueño que ahora está visible ante ellos, en la enorme anatomía de Marcos Ruiz.
“Fue una verdadera fortuna que me encontraran al octavo día, cuando había perdido el rumbo, se había acabado el agua… la comida… y la corriente me llevaba a una muerte segura”. Se echa para atrás en el sillón y suspira aliviado.
La empleada pone sobre la mesa un plato de chicharrones, que el grupo desaparece en un segundo. Una joven vestida con atuendo minúsculo se sienta en sus piernas, pero el “extranjero” la aparta.
“Espérame en el cuarto, ahora estoy atendiendo a mis amigos”.
Picúa está borracho y pide otra vez la historia de los cayos. “Porque mi sueño es coger un día un saco de calandraca lleno…”, Marcos lo complace.
“La arena en cayo Guillermo es tan blanca, que con el sol te daña la vista. Y en cayo Largo hay zonas vírgenes donde puedes coger los peces con las manos. Y en cayo Coco el agua es tan limpia y azul que parece una pintura. Y los atardeceres en Viñales son cosa de película…”.
De repente parece revelarse algo en su interior, se pone de pie y suelta una frase, como en los viejos tiempos y arranca una carcajada en el grupo: “¡Caballeros, le zumba el mango! ¡Tuve que irme de mi país para poder conocerlo!”.
frankcorrea4@gmail.com; Frank Correa
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