Tomado de http://www.cubaencuentro.com
Una bocanada de aire fresco
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La Rampa, sus alrededores y cercanías, y mucho más
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Por Eugenio Yáñez
Miami
25/08/2016
Hace pocos días Alejandro Armengol publicó en CUBAENCUENTRO su
interesante escrito “El Gato Tuerto”, donde tocaba aspectos de aquella
Habana que Guillermo Cabrera Infante describió maravillosamente tantas
veces.
Entre los comentarios a ese trabajo de Armengol, el de Blanca Acosta
sobre Miriam Acevedo cantando en filin Ponme la mano aquí, Macorina en
ese mismo gato con un solo ojo, frente a los de varios comentaristas que
demostraban que algunos cubanos no tienen ni idea de aquella época, me
pusieron a pensar en esa Habana irreverente, cálida, bohemia, elegante,
popular, sofisticada, febril, sencilla, simplemente maravillosa.
Y hoy, como bocanada de aire fresco, al menos para mí, quiero hablar un
poco de algunas cosas que recuerdo, sin orden ni concierto, y sin
pretensiones intelectuales o literarias, ni de investigación histórica,
sino simplemente de descarga, como se decía por entonces. La
participación de los lectores señalando omisiones e imprecisiones
mejoraría mucho este escrito. Y aunque no intento politizar el tema,
solamente mencionar algunas cosas que vendrán a la mente de muchos,
mostrarán los “avances” de la llamada revolución cubana y cómo
“perfeccionó” aquella deliciosa vida nocturna y diurna habanera.
No voy a hablar de La Habana anterior a 1959 —no tengo vivencias para
ello— sino de la de los primeros años de la década del sesenta, cuando
La Bodeguita del Medio, en La Habana Vieja, no abría los domingos, y
cuando se decía que La Rampa no era una calle en El Vedado, sino un
estado de ánimo. La Habana, París caribeño, que al decir del difunto
Luis García, de El Rincón del Filin de Miami, durante los años cincuenta
y sesenta del pasado siglo concentraba en una milla a la redonda, a
partir de L y 23, más bares, night clubs y cabarets que todo el estado de La Florida.
(Restaurant
El Polinesio)
Y así fue, y siguió siendo capital del “vacilón”, incluso durante las
movilizaciones de enero de 1961, los combates de Bahía de Cochinos, o la
Crisis de Octubre, que no impidieron que bares, night clubs,
cafeterías, cabarets y restaurantes funcionaran como de costumbre, y los
trasnochadores que salían de madrugada de tales emporios vieran
milicianos con las “cuatro bocas” o los cañones antiaéreos con redes de
camuflaje emplazados en las aceras del Malecón, desde el Hotel Riviera
hasta La Punta. Una Habana única e irrepetible, capital del “ambiente”,
hasta la execrable Ofensiva Revolucionaria que asesinó la ilusión,
derribó La Gruta, convirtió a La Zorra y al Cuervo en milicianos, y al
Gato Tuerto en militante: es decir, destruyó aquella Habana para
infantes difuntos para convertirla en una Habana difunta para infantes,
adultos y personas de la tercera edad.
Piensen por un instante la esquina de L y 23, cuando todavía no existía
Coppelia y el actual cine Yara se llamaba Radiocentro. En el lujoso
Hotel Habana Libre, antiguo Hilton, podía desayunarse, almorzar o comer
en su cafetería de la planta baja, o disfrutar del variado menú en El
Polinesio. En el piso 25, lo que habían sido el Sugar Bar y el
Cañaveral, que después de la confiscación pasaron a llamarse Turquino y
otro nombre que ahora no recuerdo —ayúdenme, lectores— se podía beber
hasta altas horas de la madrugada oyendo tríos en vivo, que en ocasiones
abusaban cantando Los ejes de mi carreta o Espérame en el cielo tantas
veces que los clientes sabían de memoria no solamente sus canciones sino
el momento en que las cantarían. Además, también se podía disfrutar en
Las Cañitas del segundo piso, junto a la piscina, con cerveza, daiquirí o
ron Collins.
O cruzar la calle L hasta el Ember’s Club, antiguo Café de Los Artistas,
de Otto Sirgo (y posteriormente Bulerías), y saborear una excelente
pizza napolitana por 70 centavos y macarrones con jamón por 80. O bajar
por la acera del Radiocentro hasta L y 21, donde estaba el edificio del
Retiro Odontológico, Premio Nacional de Arquitectura —que después sería
sede del Ministerio del Interior y posteriormente Facultad de Economía
de la Universidad, hasta que el abandono y la falta de recursos lo
redujeron casi a escombros— con una excelente, iluminada y limpia
cafetería-restaurant de autoservicio en la planta baja. Y un poquito más
cerca del cine estaba La Cuevita, ideal para un excelente y económico
almuerzo.
Bajando por 23, en la acera de enfrente del Habana Libre, estaban El
Mandarín —comida china—, la cafetería CMQ, y el Bar Alaska, todos
después de donde podía tomarse excelente café y picar croquetas o
pastelitos, mucho antes del Versailles miamense, en un pequeño mostrador
antes de pasar a los elevadores del edificio Radiocentro, donde
radicaban CMQ radio y televisión, Radio Reloj —antecedente cubano de
CNN— y CMBF, la emisora de música clásica, entre otras. De la acera de
enfrente, en las instalaciones del Habana Libre, la empresa Cubana de
Música Indirecta hacia agradable el ambiente a quienes contrataran sus
servicios, con música instrumental todo el tiempo, sin consignas ni
“teques”, y otra emisora transmitía todo el tiempo en idioma inglés.
Rampa abajo, a un lado de la calle se encontraban —no me pidan precisión
geográfica— los bares-clubes Tikoa, La Zorra y el Cuervo, y La Gruta
—este último abierto hasta las cinco de la mañana, los demás hasta las
dos o las tres—, y las cafeterías Wakamba, Karabalí, Balalaika, y alguna
cuyo nombre no recuerdo, además del magnífico cine Arte y Cinema La
Rampa, al que se podía acceder desde la calle o desde la cafería que
hacía esquina a su lado, y que estrenaba películas simultáneamente con
el Arenal, en la calle 41, después del Puente Almendares, muy cerca del
reparto Kholy que actualmente se ha robado la nomenklatura. Y por si
fuera poco, en 23 y M, al fondo del Habana Libre, la lujosa funeraria
Caballero. Que aquella Habana era única.
Por la acera de enfrente a la funeraria, bajando por La Rampa hacia
Malecón, estaban el Pabellón Cuba, otro bar bajando escaleras en 23 y N,
y el Club 23 un poco más adelante. Después la Casa de la Cultura Checa
—oasis socialista de buen gusto y elegancia frente a la tosquedad de
“los bolos”— y al final de la calle el centro comercial La Rampa, con
nada que envidiarle a los actuales “malls” de Miami. Mientras en calles
cercanas, muy cerca del mar, reinaban los hoteles Capri, Nacional, Saint
John, Vedado y Flamingo, con bares, shows y descargas fabulosas en el
Salón Rojo, El Parisién, y el Pico Blanco, además de en El Caribe, del
Habana Libre, y el Copa Room del Riviera.
Muy cerca, los elegantísimos restaurantes Monseigneur, que se convirtió
en Chez Bola con el inigualable Bola de Nieve; La Roca, con Frank Emilio
en el piano; La Arboleda, del Hotel Nacional; La Torre y El Emperador,
ambos en el edificio FOCSA, así como el bar-club El Escondite de
Hernando y el cabaret Las Vegas, ambos cerca de Infanta. Otros de lujo
estaban algo más alejados, como los elegantes 1830, en la desembocadura
del Río Almendares, o Casa Potín, en Línea y Paseo. Y otros más
campechanos y cercanos, como Rancho Luna, Montecatini, y Club 21, y
bares-clubes como La Red y El Rocco.
No pretendo mencionar ahora Tropicana, el paraíso bajo las estrellas; ni
caminar por las calles Línea o Calzada, ni subir por 23 hasta 12,
pasando por El Carmelo y El Castillo de Jagua; y mucho menos llegar a la
zona del Parque Central, en el Prado habanero, y sus hoteles, bares y
cabarets circundantes, incluidos el Sevilla, el Sloppy Joe’s y El
Floridita; ni recordar que muchos, tras salir de alguno de esos
maravillosos centros habaneros que se encontraban por todas partes, iban
a tomarse una sopa china, o a un Mar-INIT a comer camarones con
mayonesa y ketchup. Ni irme por la calle 17 al Imágenes de Frank
Domínguez, o al Cabaret Sierra en Cristina y Luyanó, o al mítico Alí Bar
en las afueras de La Habana, con Benny Moré y las inconfundibles voces
que cantaban junto a él, como Fernando Álvarez, Orlando Vallejo o
Celeste Mendoza; ni a las más humildes descargas de la zona de bares y
cabarets de la Playa de Marianao, como Pensilvania, Rumba Palace, o
Panchín, territorio por donde habían deambulado clientes como Marlon
Brando, Ava Gardner, Agustín Lara o Errol Flynn, y actuaban leyendas
cubanas como el timbalero El Chori.
Sin embargo, si de descargas se trata, es imprescindible mencionar las
de Su Majestad Elena Burke con su guitarrista Froilán Amézaga en el
Scherezada, a un costado del edificio FOCSA, con cojines para sentarse
en el piso, pues no había sillas.
Y las de madrugada en el Pico Blanco, piso 15 del Hotel Saint John,
donde desfilaban espontánea e intermitentemente y compartían ratos
maravillosos y tragos junto al piano figuras de la talla de José Antonio
Méndez, César Portillo de la Luz, Pacho Alonso, Felo Bergaza y muchos
más.
O las otras descargas improvisadas en cualquier lugar nocturno de esa
Habana vigorosa e incansable, donde podía encontrarse a Martha Valdés,
Moraima Secada, Doris de la Torre, Miriam Acevedo, Omara Portuondo,
Frank Domínguez, Martha Strada, Soledad Delgado, Marta Justiniani, Frank
Emilio, Elena Burke, Meme Solís, o Blanca Rosa Gil, entre otros.
¿Por qué hubo que destruir todo eso? ¿En función de qué? Posteriormente
el régimen ha tratado de reconstruir algunos de esos centros
emblemáticos, pero, como siempre, cada vez que lo intenta se queda corto
y le falta “feeling”.
No dudo que se me habrán escapado lugares y personajes que merecían
haber estado por derecho propio en este recuento apurado. Pero no creo
que entre los mencionados haya algunos que no merezcan estar.
Sin embargo, repito, quienes pueden enriquecer muchísimo este inventario
son los lectores con sus comentarios, opiniones y sugerencias.
No duden en hacerlo. Y disfrutemos todos de un poco de aire fresco.
© cubaencuentro.com
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1 Comments:
Excelente artículo de recuento y recuerdo de mi ya fallecido amigo Eugenio Yañez.
Sugar Bar y Cañaveral fueron posteriomente El Turqino y el Restaurant Sierra Maestra aunque no se si respectivamente.
Pedro Pablo, Editor de Baracutey Cubano
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