Exilio, entre la nostalgia y la desmemoria
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Hay métodos para combatir la nostalgia. No es un sentimiento del que hay que sentir culpa ni arrepentimiento
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Por Francisco Almagro Domínguez
Miami
16/09/2019
No guardes nunca en la cabeza
aquello que te quepa en un bolsillo.
Albert Einstein
Un amigo me cuenta que cuando el vuelo que lo traería a Miami despegó de la pista del aeropuerto José Martí en La Habana, y vio debajo a la Isla, con palmas y sembradíos, que se fue haciendo pequeñita, no pudo aguantar las lágrimas. Había estado separado de su familia por mucho tiempo, pues el régimen impidió la salida por ser médico. Al lado viajaba un recio mulato cubano que parecía llevar muchos años en el otro lado. “Llora asere”, le dijo señalando por la ventanilla, “llora porque eso es algo que siempre vas a extrañar”.
Esa anécdota viene a colación después que el libro De donde son los gusanos del escritor y poeta Néstor Díaz de Villegas está encontrando favorables críticas, y sobre todo reflexiones en torno a la condición de exiliado-diáspora, el emigrante económico-apolítico, o el turista-oportunista —sin intención de zaherir— que cada cubano tiene al pisar suelo norteamericano. El tema, visitado una y otra vez en estas mismas páginas, alcanza notoriedad una vez más no únicamente por el texto de Villegas; hay nuevas regulaciones de las autoridades norteñas para la repatriación de cubanos y la pérdida de beneficios como consecuencia directa.
Es importante definir la situación específica de Cuba, y su emigración en términos legales y políticos, más que en simples desplazamientos económicos, como sucede en la mayoría de las migraciones “normales” en este mundo interconectado. El régimen cubano aplica a sus ciudadanos la norma político-ideológica: el emigrante de la Isla lo es hasta que contradice el sistema de gobierno y la primacía de un partido en el poder. No se trata de terroristas, bandidos o delincuentes, sino de sencillos compatriotas que han manifestado o declaran públicamente el desacato a través del arte, el periodismo o la academia.
En ese sentido, el sistema migratorio de la Isla tiene el mismo cuño de cualquier sociedad totalitaria: allí solo entran aquellos que se callan o se arrepienten. Lo anterior hace que muchos emigrados sean cautos en sus expresiones, cuando no cómplices involuntarios; quieren llevar a la familia lo que tanto requieren en un país donde todo es necesario. También callan quienes tienen familiares enfermos o ancianos; no se permitirían, como sucedió a Celia Cruz, verse impedidos de cerrarle los ojos a un ser querido.
Sea por una u otra razón, toda emigración es una pérdida. Algunos pierden para ganar. Para otros emigrar es apenas una pérdida temporal: regresan tan pronto es posible. No importa que el gobierno receptor los admita como refugiados-perseguidos políticos y de facilidades que muchos nacionales no poseen. Estos últimos nunca llegan a cerrar el ciclo. Generalmente no son triunfadores ni acá ni allá pues viven en el limbo existencial permitido por las laxas leyes norteamericanas, también debidas a juicios políticos.
En estos cuasi emigrados o emigrados light, no hay nostalgia sino desmemoria. O mejor: hay una desmemoria circunstancial, sórdida, tan poco honesta como la sonrisa de los agentes de emigración que los reciben en suelo patrio varias veces al año. Gozan volver a la cárcel y mostrarles a los excompañeros de celda lo bien que viven de prestados —eso ultimo no lo dicen. Lo peor de todo: son el material de estudio que el régimen utiliza para decir que en Cuba no hay una emigración política sino económica, gastrointestinal, diría el guajiro.
La palabra nostalgia quiere decir tristeza por algo que se recuerda o se extraña. Les viene bien a aquellos que emigran por voluntad propia o del régimen, y no pueden o no quieren regresar. La forma traumática en que se sale de un país es casi proporcional al dolor y el rechazo al regreso. Se necesita mucho tiempo para curarse: separar en la mente lo que el Castrismo ha unido: la Patria no es el Partido ni el Socialismo. Cuba como nación, como tierra de todos y para todos los allí nacidos, es anterior y será también posterior a cualquier ideología. La frase de que la Isla debería hundirse en el mar antes de regresar al capitalismo recuerda con demasiada infelicidad la orden de Hitler de inundar el metro de Berlín porque los alemanes allí refugiados no merecían la victoria.
En el caso del emigrado por causas políticas —persecución, cárcel, ostracismo, discriminación ideológica y/o religiosa—, suele pasar por varias etapas. Al inicio la persona se pregunta qué hace aquí, qué será de su vida. A pesar de haberse liberado de una prisión al aire libre o del hostigamiento social, queda una sensación de incertidumbre, de desamparo. Empezar a trabajar y a estudiar puede conducir rápidamente a la fase de eclosión de las emociones: toda la culpa es del régimen. Y aunque la responsabilidad del desgobierno es cierta, la decisión de irse, al final, siempre es del individuo. Otros se han quedado y han decidido combatir el statu quo a cualquier precio.
Con el tiempo vendrá la tercera etapa donde la llamada nostalgia, dentro de un mecanismo de defensa inconsciente llamado racionalización, tiene mucho peso. La narrativa propia cambia. Las personas comienzan a creer que la vida en la Isla ha cambiado; el malecón de la Habana no es el baño público que era; el chivato del CDR va a recibir al gusano con los brazos abiertos porque necesita dólares. Los malos recuerdos, que tan bien la represión de la mente mantuvo a raya, escapan sin dejar huellas.
Es en este momento donde los caminos se bifurcan. Ciertos individuos necesitan regresar al lugar para convencerse de que tomaron la decisión correcta, o quizás, la equivocada. No se dan cuenta, como el filósofo, que ya nada será igual porque ni la persona es la misma ni la Isla tampoco. Con frecuencia quienes insisten en volver al lugar de donde escaparon o los expulsaron, terminan sin explicarse que les sucede que en ningún sitio logran ser felices.
Enfrentados pues a la realidad y la traición de la desmemoria, solo queda un camino: negociar el futuro. A quienes han impedido el regreso, que es de una crueldad inexcusable —en realidad es una deportación—, buen favor ha hecho: parafraseando a Serrat y Machado, ambos exiliados en la época franquista: emigrante no hay camino, se hace camino al emigrar. Todas las energías de un emigrado que se respete estarán dedicas a hacer del nuevo espacio un hogar habitable. Para quienes no está prohibido el regreso, pero mantienen los resquemores propios de la huida, el régimen mismo se encarga de elaborarles la pérdida: pasaportes para entrar en su país, quizás entre los más caros del mundo; un discurso generalizador y discriminatorio contra todo disenso; las historias de abusos y maltratos a quienes han regresado; la palabra gusano, tan facistoide como el primer día, de uso habitual en la jerga involucionaria.
Por supuesto, hay métodos para combatir la nostalgia. No es un sentimiento del que hay que sentir culpa ni arrepentimiento. Es normal en los buenos hombres, aquellos que aman su tierra. Un recurso infalible es leer el Órgano Oficial los días aciagos, si es preciso en lugares donde puedan descargarse los intestinos prontamente. Nada más curativo que comprobar cómo las cosas siguen igual: las mentiras y el lenguaje de barricada, los ancianos que no se jubilan y repiten la misma jerga engañosa, slogans triunfalistas del siglo pasado, la libreta de desabastecimiento, y el pan contigo, sin cebolla.
El otro recurso contra la añoranza es más sencillo. Me lo contó un amigo emigrado a Canadá. En los meses de invierno, las nevadas lo mantenían en casa por varios días; la morriña por nuestra Playita 16, el Ferretero y Santa María del Mar lo invadía inmisericorde. Solo tenía que marcar el número del consulado o la embajada cubana. Una voz dura, como salida del basement, le gritaba: ¡Ordene! Entonces mi amigo seguía bebiendo té caliente, convencido de que de un momento a otro pararía de nevar.
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