No es lo que dan, sino lo seguido que dan. Zoé Valdés sobre el nombramiento de Beatriz Gimeno como Directora del Instituto de la Mujer en el gobierno socialista-comunista-separatista de Pedro Sánchez en España:
(Para verificar la autenticidad de esos planteamientos pueden leer, por ejemplo: Una aproximación política al lesbianismo y La lactancia materna. Política e identidad. Fotos y comentarios añadidos por el Bloguista de Baracutey Cubano)
Castrar para purificar
Carolina de la Torre ha escrito un libro necesario y valiente en el que, aparte de narrar una historia de familia, recupera una página ignominiosa de la historia reciente de Cuba
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Por Carlos Espinosa Domínguez
Debo confesar que cuando leí las primeras referencias sobre Benjamín. Cuando morir es más sensato que esperar (Editorial Verbum, Madrid, 2018, 334 páginas), me sorprendió mucho que su autora, Carolina de la Torre (Matanzas, 1937), hubiese aguardado tanto para redactar ese libro. Pero una vez concluida su lectura, he quedado convencido de que su decisión fue madura e inteligente. La distancia que lo separa del doloroso hecho que documenta y recrea le permitieron abordarlo con ecuanimidad y rigor. Y también dedicar el tiempo necesario para recopilar y procesar el abundante material con que lo ha compuesto.
El suceso que sirve de núcleo al libro fue el suicidio de su hermano Benjamín a los veinticuatro años. Esa pérdida de uno de los miembros significó un golpe traumático para la familia, que tuvo que sobrevivir con la carga de aflicción y culpa. Su autora, quien es una distinguida y respetada figura en el campo de la psicología y cuyo trabajo ha sido laureado en varias ocasiones en Cuba, expresa que en Benjamín quiso registrar, “después de muchos años, el daño que puede producirse cuando la furia y los prejuicios toman el lugar que debe ocupar el amor por los semejantes y por nuestra diversa humanidad”. Y agrega que “si de algo vale para otros (ya a mí me valió) es para que ninguna persona, atrapada e n los problemas y contrariedades de la vida, se vuelva inútil, ciega o egoísta ante el sufrimiento de los demás”.
Para redactar su libro, partió, en primer lugar, de sus propias vivencias y del testimonio que recogió de sus hermanos. También incorporó documentos escritos por su madre y por los amigos de su hermano. En el caso de estos últimos, se dedicó a localizarlos por distintas vías, pues muchos pasaron a residir después en el extranjero. Asimismo, recopiló cartas y poemas pertenecientes a Benjamín, que forman parte del bloque final titulado “Memorias, testimonios y recuerdos”.
Comenta la autora que comenzó a investigar “en serio y con una especie de proyecto en 2010, buscando amigos, yendo a bibliotecas, escribiendo a conocidos, hasta llegar a saber mucho de lo que ignoraba de la vida de mi hermano Benjamín, aunque esta obra, como cualquier relato basado en una historia real, no es una reconstrucción perfecta ni siquiera de mi historia familiar. Los olvidos y los falsos recuerdos son casi imposibles de evitar”. Sus padres y hermanos aparecen con sus nombres auténticos y conservan sus identidades. Los demás caracteres, aunque se inspiran en personas reales, han sido recreados por la ficción. Para reconstruir esta historia familiar, Carolina de la Torre decidió no emplear la primera persona y optó por un narrador omnisciente.
Los acontecimientos que tuvieron lugar los primeros días de enero de 1959 hicieron que Blanca y Alfredo, los padres de Benjamín y Carolina, empezaran a reconsiderar sus planes de instalarse en Colombia, el país natal de la madre. El triunfo de la revolución era una motivación poderosa para que optaran por quedarse en la Isla. La familia había logrado una buena posición económica, pero se sintió identificada con las leyes de beneficio social encaminadas a alcanzar la igualdad y la justicia con las que el matrimonio tanto había soñado. “Ahora, que por primera vez puedo vislumbrar una nueva vida y una esperanza, no vamos a irnos”, le argumentó Blanca a su esposo.
Este era profesor de Ciencias en una exclusiva academia norteamericana y antes había ganado una beca Guggenheim para trabajar en la Smithsonian Institution. Desde el inicio del triunfo revolucionario, se hizo miliciano y culminó la caminata de los 62 kilómetros. Asimismo, poseía una colección que perteneció a su tío, el eminente antropólogo y naturalista Carlos de la Torre, y la donó al Museo Nacional de Ciencias Naturales de la recién creada Academia de Ciencias. Pero debido a su carácter introvertido y benigno, no aguantó las presiones del extremismo que ya empezaba a imperar y abandonó la universidad. Se dedicó entonces a laborar en varios centros científicos, tras rechazar las buenas ofertas de trabajo de instituciones norteamericanas con las cuales había tenido vínculos.
Los tres hermanos, Carolina, Benjamín y Salvador, iban con sus padres a los desfiles y concentraciones. Disfrutaban y comentaban entre ellos los logros y nuevas leyes que se promulgaban y participaban de cuanta iniciativa era convocada. Los tres jóvenes además se sumaron de manera activa y entusiasta al proceso revolucionario. Salvador tomó parte en la defensa combativa de la patria. Se alistó en las milicias y cumplió duros entrenamientos. Se formó luego como artillero antiaéreo y estuvo movilizado durante la invasión de Playa Girón y la crisis de los misiles de 1962. Después fue nombrado jefe de una base aérea en Santa Clara. Irónicamente, a comienzos de los 70, después de cinco años en su voluntario y durísimo servicio militar, fue llevado a los tribunales al aplicársele la Ley contra la Vagancia, “mientras trataba, a puro pulmón, de hacerse ingeniero”.
Carolina y Benjamín, por su parte, se sumaron a la campana de alfabetización. Para el joven, resultó ser la oportunidad de redención personal que le permitiría sentirse a la altura de los tiempos y de sus hermanos, “que se pasaban la vida alardeando de su incorporación practica al proceso revolucionario”. Aunque su mayor deseo era adelantar el bachillerato y estudiar arte, no dudó ni por un instante en su decisión de irse a alfabetizar. Lo asignaron en el hogar de una familia campesina en Buey Arriba, en la región oriental. Y pese a las dificultades y los problemas de salud (padecía de asma y en una ocasión se puso tan mal, que lo enviaron por dos semanas a su casa), aguantó con firmeza: “¡No me voy a rajar! No solo porque quiero cumplir hasta el final, sino porque me gusta lo que hago, a pesar de los trabajos que paso. Siento que es útil; lo más útil que he hecho en toda mi vida”. Al igual que su hermana, estaba convencido de que “nunca jamás otro llamado de la Revolución podría ser más significativo, ni podría, en tan corto tiempo, producir en ellos una transformación tan radical”.
Tras finalizar la campaña de alfabetización, Carolina y Benjamín fueron recuperando las rutinas de la existencia que antes llevaban. Regresaron a sus clases con buena parte de los conocimientos olvidados, pero enriquecidos espiritualmente con la experiencia acumulada. Ella continuó en la secundaria, mientras que su hermano tomó los cursos que le restaban para graduarse de bachillerato, de artes plásticas en San Alejandro y de profesor de inglés.
Benjamín era un joven imbuido en la creación y se había rodeado de un grupo de amigos con intereses e inquietudes afines. Juntos asistían al teatro, a conciertos y a otras actividades culturales, y tenían tertulias callejeras en las que compartían charlas y reflexiones. Podían pasar horas hablando de literatura, música, ballet, pintura e incluso filosofía. Todo eso está muy bien resumido y narrado en el capítulo titulado “Benjamín y sus amigos (1962-1963)”, que corresponde además al final de una etapa de la vida del joven.
Admitía su orientación sexual como una enfermedad
A Benjamín la juventud se le venía encima con una idea confusa o culpable de su homosexualidad. No era amanerado, abierto ni osado. Al contrario, la admitía como se puede admitir la epilepsia o el vitíligo, como una enfermedad, lo mismo que hacía la psicopatología de esos años. En sus escritos, se refería a su homosexualidad como la “flor asquerosa de mi juventud”, y hubiese querido reprimirla. No estaba preparado para resolver ese problema, mucho menos para hablar sobre él. Y cuando lo hizo con su psiquiatra, lo animaba el deseo de poderse “curar”.
Y a propósito de los tratamientos que recibió, Benjamín le contó a una amiga que el doctor Eduardo Gutiérrez Agramonte lo sometió a su llamada “Nueva modalidad del tratamiento de la homosexualidad”, que él había puesto en práctica con pleno apoyo oficial. Se trataba, como se explica en el libro, de una torturante terapia aversiva, mediante la cual se esperaba que el paciente acabase venciendo los impulsos homoeróticos debido a que le mostraban imágenes con atractivas figuras masculinas, a la vez que le aplicaban pequeñas descargas eléctricas (en otros países también empleaban vomitivos). La curación de la patología sexual se basaba en la hipótesis de que al quedar asociada la visualización con la reacción negativa producida por la electricidad, se lograría el rechazo de las figuras masculinas. “No puede ser mejor reprimir un impulso con torturas que tratar de sublimar”, le comenta a Benjamín su amiga.
A Benjamín y a un amigo suyo les tocó ser víctimas de una de las “recogidas” hechas entonces (el término se decía en los 60 y siguió diciéndose después, “como si se tratara de basura que se esconde, oculta o almacena para que no desluzca algún lugar”). Se hallaban en la cafetería El Carmelo, a donde fueron tras salir de un concierto en el Teatro Amadeo Roldán. Un comentario gracioso los hizo reír en exceso, lo cual irritó al camarero. Este pasó a insultarlos en voz alta y protestó de estar “harto de tanto pájaro aquí”. Ninguno de ellos creyó que las risas eran la causa de lo sucedido. Era obvio que los estaban cazando. Eso quedó confirmado cuando un hombre vestido de civil se les acercó cuando estaban a punto de salir. Muy educadamente les pidió sus carnets y les dijo que lo acompañasen un momento a la estación de policía. Allí se les hizo una acusación por “escándalo público y sodomía contra la ciudanía”, les levantaron un acta de advertencia y los dejaron encerrados esa noche. Benjamín y su amigo quedaron así fichados para engrosar un proyecto de reeducación a la manera china que ya estaba a punto de ponerse en marcha.
A partir de ese momento, el joven y todos los que integraban el grupo tuvieron bien claro que no se descansaría en perseguir a quienes no diesen la talla en el paradigma de moral comunista que, de acuerdo al régimen castrista, los cubanos debían alcanzar. ¿Qué opción les quedaba? Renunciar a los teatros, los encuentros en los parques, los conciertos, el arte y cualquier otra actividad que pudiera identificarlos como “enfermitos”. Eso llevó a Benjamín a comentar con tanto enfado como amargura: “¡Qué desgracia cumplir veinte años con tanta estupidez! ¡Con tantas cosas que se pudieran crear! ¿Cómo una Revolución que ha sido tan grande puede echarse de enemigos a quienes los pudieran apoyar? En el mundo hay guerras, niños hambrientos, viejos abandonados, enfermedades sin cura, qué sé yo. Pero aquí se desgastan en estos absurdos, y luchan contra cualquier cosa que les parezca una emancipación. Elisheba, ni te creas que el asunto es la patilla o el librito, sino lo que creen un símbolo de rebeldía y de libertad”.
Semanas después, Benjamín y su amigo recibieron un telegrama en el que se les ordenaba presentarse “para unirse a las filas del honroso Servicio Militar Obligatorio”. En realidad, iban a ser enviados a una de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). Se trataba de campos de trabajo forzado establecidos en la provincia de Camagüey, y que estuvieron activos entre 1965 y 1968. Los Comités de Defensa de la Revolución eran los encargados de proporcionar el material humano. La denuncia por la cual el joven fue enviado a las UMAP se debió justamente a la presidenta del CDR de su zona. Años después, Blanca le escribió a esa señora una carta en la cual, entre otras cosas, le expresa: “Josefa, ¿qué afán mezquino y vil, qué pobreza de espíritu te llevaron a cometer semejante crimen? (…) Vientre podrido, vientre yermo, donde Dios no se atrevió a sembrar nueva vida. Si hubieras podido, aunque hubieses parido una víbora como tú, quizás no habrías sido tan depravada (…) Yo te maldigo desde mi vientre sagrado y puro. Te maldicen mis hijos Salvador y Carolina a que aún luchan llenos de buena voluntad y desinterés por la Revolución. Te maldice el padre de Benjamín al que has destruido al igual que a mí; te maldice mi ángel, Liz, a quien arrancaste su más puro y gran compañero y hermano. Y te maldice él desde esa tumba fría que tú abriste”.
A nosotros nos jodieron la esperanza
A Benjamín le tocaba ahora emprender el proceso de “reintegración social”, que supuestamente era el objetivo de las UMAP. Sabía que iba a resultar muy difícil reinsertarse en la misma sociedad que lo había segregado. Y, en efecto, lo fue. No pudo reiniciar los estudios de pintura, ni estudiar música, ni volver a la universidad. Eso fue para él lo peor, pues lo que sufrió en las UMAP pertenecía al pasado y había decidido perdonarlo. Lo más terrible era el presente, en el que no veía solución. Como le comentó a una amiga, “a nosotros nos jodieron la esperanza”. Reconoció que no era fuerte y que era incapaz de enfrentar lo que veía venir: “un desprecio que no merezco, vivir una vida sin estudios, sin libertades y sin dignidad”. El 11 de octubre de 1968, su madre lo encontró muerto, tras haberse tomado las decenas de pastillas de Fenobarbital que había ido acumulando en las últimas semanas. Entre las notas que antes de suicidarse redactó, dejó escrito en una dirigida a una amiga: “No ha llegado nuestro tiempo y más sensato que esperar es morir”. Tenía veinticuatro años.
Para la familia, el suicidio de Benjamín significó un golpe terrible. No hablaron mucho sobre ello, ni a la semana, ni al mes de haber acaecido. Al dolor de todos se sumaba un incurable sentimiento de impotencia y de culpa. Probablemente, a quien más afectó fue a Blanca, quien no podía soportar ni comprender la ausencia de su hijo: “Me has dejado absolutamente sola y tú sabes por qué lo digo; nadie me entiende como tú, nadie me mira con tus ojos comprensivos, nadie como tú me prestará los oídos para escuchar música”. Se indignaba además con las palabras con que algunos trataban de consolarla: “Y cuántas veces me ponen de ejemplo a las madres de los héroes, de los mártires de la patria. ¿Cómo se atreven? ¿Soy acaso la madre de Martí o de Frank País? ¿Tuviste acaso el derecho de luchar por tu causa? ¿Pudo alzarse tu voz para defenderla? ¿Se te honra o se te glorifica acaso? ¿En cuántos corazones vivirás eternamente? Y tus sublimes pensamientos, ¿de quiénes serán patrimonio?”.
En el último capítulo, titulado “A modo de epílogo: Carolina soy yo”, la autora del libro deja de ser un personaje y pasa a escribir desde la primera persona. Cuenta allí que la muerte de su hermano la cambió a ella y a los demás miembros de su familia. Confiesa que, en su caso personal, no se volvió de derecha, ni cambió radicalmente su modo de pensar. Pero se volvió más crítica, más sensible a las injusticias e injerencias en la vida privada de las personas y perdió el extremismo y la intolerancia. Eso ocurrió poco a poco, y ya después, cuando maduró y tuvo más experiencia, expresa que “no solo seguí cambiando, sino que mi camino contó con el apoyo de mi voluntad consciente de no parecerme a la persona fanática y obediente que antes de morir mi hermano pude llegar a ser; no quiero ser una más de los que callan y dicen a todo que sí”.
(Carolina de la Torre con su hijo José Manuel Calviño en Miami , hijo del psicólogo Calviño que tenía o tiene un espacio en la televisión cubana)
Su autora no se ha limitado a plasmar sus recuerdos, sino que antes de comenzar a redactar el libro se dedicó a rescatar y leer lo dejado por las personas que para entonces ya habían fallecido. Buscó también a los sobrevivientes y extrajo de ellos toda la información y los testimonios que pudo. Se sentó después a escribir, para tratar de entender las razones que llevaron a su hermano a inmolarse. Era consciente de que el trágico hecho se produjo como consecuencia de circunstancias políticas y sociales muy concreta, y por eso consideró indispensable incorporar alguna información sobre el contexto. Reflejó así el júbilo popular del 1 de enero de 1959, la intensidad con que se vivieron los primeros meses, el comienzo de los ataques y sabotajes, la fallida invasión de Playa Girón, pero también los discursos incendiarios, la puesta en marcha de la campaña contra los elementos considerados antisociales” y degenerados, la satanización de la música extranjera, el absurdo debate que se suscitó en torno al feeling, a partir de una crítica de Gaspar Jorge García Galló.
Todo eso está aparece armado a la manera de un puzle bien planificado, contado con un justo balance entre la emoción y el rigor documental. Benjamín está escrito además con un estilo claro y directo, que elude las digresiones innecesarias. Y también con una solvencia literaria poco usual en alguien que normalmente se mueve en otro campo. Asimismo, el libro posee una buscada eficacia comunicativa que hace que su lectura se siga con mucho interés. Carolina de la Torre ha contado una historia que tenía que ser salvada del olvido. Y lo ha hecho en un libro necesario y valiente.
En las páginas finales, la autora expresa su esperanza en que con su libro, “otros puedan ver sus culpas y hasta pedir perdón con humildad. Tal vez pudiera servir también como reflexión para quienes, en nombre de un supuesto deber, o de un ideal, promovieron, apoyaron, o callaron, ciertos hechos y tendencias que nunca se debieron permitir”. La publicación de Benjamín coincide con el medio siglo transcurrido desde el cierre de las UMAP. Hasta hoy, nadie ha perdido perdón por aquel oprobioso engendro, y lo más probable es que nunca nadie lo hará. Abel Sierra Medero comentó que Mariela Castro ha tratado de minimizar el alcance y dimensión de las UMAP en la historia de la Revolución, y ha asegurado que va a promover una investigación sobre este tema. Ocho o nueve años después, sus palabras no han pasado de la promesa.
Por eso lo que Benjamín escribió en un poema cuando se hallaba en Camagüey, sigue siendo resonando hoy como una acusación: “Yo denuncio a los criminales verdugos/ que dicen salvar a la sociedad/ estrangulando la naturaleza./ Yo denuncio a quienes sistematizan y destruyen el amor,/ yo denuncio a aquellos que ignoran/ la naturaleza trágica del sexo,/ yo denuncio a los estúpidos/ que para purificar castran”.
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