Por Raúl Soroa
La Habana
Cubanet.org
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José F. Sánchez
Jefe de Buró
Cuba
Dept. de Investigaciones
La Nueva Cuba
No sabe usar el teléfono. Desliza una y otra vez las monedas por la ranura del aparato con el equipo colgado. Las monedas caen una y otra vez. El hombre se desespera y maldice a La Habana, al jefe, a sus amigos que lo convencieron de enrolarse en la aventura de venir a esta ciudad que no comprende, que siente hostil, que se burla de su acento oriental, de sus maneras de campesino, de su ignorancia.
¿De dónde rayos lo habrán sacado? ¿De qué rincón olvidado de la geografía trajeron a este señor vestido de policía?, me pregunto mientras le observo con cuidado. Está al borde de romper el teléfono de un puñetazo. Unos adolescentes también observan. Son tres: un mulatico con cara de pícaro y dos rubios, uno pecoso y el otro de ese rubio tostado tan común en la isla. Adivino en sus rostros la burla a punto de brotar. Les hago una leve señal de advertencia, pero no prestan atención.
Uno de los jóvenes, imitando perfectamente la entonación característica del oriente del país, se acerca y le dice: "Oiga nagüe, ¿necesita ayuda?" El hombre se siente aliviado creyendo encontrarse ante un coterráneo. "Gracias, nagüe, e' que está roto el aparato".
"No está roto, compay… eh, eh… qué pasa, no está roto, lo que pasa es que usted está echando mal las monedas", le dice el mulatico.
El policía mira con duda al muchacho, y finalmente le dice: "Bueno, mire a ver cómo e' el traste éste".
Los muchachos se miran. Es una mirada rápida que presagia tormenta. "Mire, compay, tiene que coger la moneda entre el dedo índice y pulgar, luego apuntar bien y tirarla con fuerza de arriba abajo". No puedo creer que el hombre se trague semejante patraña, pero lo observo intentar meter la moneda al revés por el orificio de devolución. Le veo seguir al pie de la letra las instrucciones del mulatico, mientras los otros apenas pueden contener la risa.
"El problema, compay, e' que eso teléfonos que fabrican en Cocosolo vienen defectuosos". Los otros no pueden más y estallan en carcajadas. El policía se da cuenta de que ha sido burlado y, furioso, toma la tonfa para golpear a los burlones, que le juegan cabeza y le gritan: "¡Palestino! ¡Palestino", mientras se lanzan a toda carrera en busca de uno de los tantos laberintos de Centro Habana, que son un verdadero dolor de cabeza para esos policías traídos de las provincias orientales para meter en cintura a los inquietos habaneros, que no quieren ser policías. Ser policía, para un habanero es la peor de las deshonras.
Le veo correr, alto, flaco, aindiado -un blanco oriental, diría mi abuela- y perderse en uno de los callejones ante la mirada burlona de los vecinos. Me divierte la situación, no puedo negarlo. Ellos se han ganado el odio de mucha gente en la ciudad, que trata de hacerles la vida lo más difícil posible.
Pero no dejo de pensar en la situación en que se ven estos desdichados, atraídos por la quimera de una ciudad que no es ya ni la sombra de lo que fue, pero donde las cosas, con todo lo malas que están, siempre son mejores que en el oriente. Los problemas de la capital se multiplican varias veces en el interior del país. Ellos vienen huyendo de la miseria, quieren escapar de la vida sin futuro, del tedio terrible de habitar uno de esos pueblos olvidados, una de esas ciudades cercadas por la necesidad y la pobreza. Además, el salario no es mucho, pero es superior al de cualquier médico, mucho más que el de un ingeniero, muchísimo más que el de un maestro.
En la capital encuentran rechazo, ese rechazo que se expresa fundamentalmente mediante la burla, esa arma tradicional y efectiva de los habaneros. Les espera el choteo, la broma, pero también les espera algunas veces cosas peores.
No comprenden la ciudad, no logran adivinar lo que pasa a su alrededor, no conocen sus secretos, sus virtudes, sus defectos. Esa gente buena de la que tan mal se habla en el interior de la isla, con cierto dejo de envidia: "habaneros". Pero todos quieren ser de "la'bana". Les han hablado hasta el cansancio de los defectos de esos seres cuyo pecado original fue no hacer la revolución, porque según la propaganda oficial la revolución la hicieron los valientes orientales, y llegan imbuidos de ese espíritu, y se enteran aquí de que a los habaneros les importa un comino disputarles ese "honor", y les sorprende encontrarse que esos tipos ni son como les dijeron, ni les importa.
El hombre sale del callejón con las manos vacías. Le escucho hablar por la radio pidiendo refuerzos, mientras golpea con furia una pared con la tonfa.
Desesperado, siente la animadversión que provoca su presencia. Varios vecinos le rodean con cara de desconfianza. El sigue agitado pidiendo refuerzos, casi suplicante. Cada vez más vecinos se acercan al policía, que ensaya su mirada más amenazante. Sabe que está solo, que no puede esperar ayuda de esos habaneros que le desprecian. Siente el odio en el ambiente, está solo a la entrada de la ciudadela. Por la radio le preguntan la dirección, pero no la sabe. Agita la tonfa, hace poses de tipo duro y se abre paso entre los curiosos y vecinos. Se aleja aparentando una seguridad que no siente. Cuando llega a la avenida respira aliviado.
Regresará más tarde, amenaza por lo bajo, y ya verán estos habaneros, vendrá con dos o tres más, y ya veremos quién ríe último. Ya veremos.
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