Olvidado Fidel Castro
Por Jorge Ferrer
viernes, 08.19.11
Hace unos días Fidel Castro celebró sus ochenta años de vida y cinco de sobrevida. Ochenta y cinco en total, desde que vio la luz en Birán. Entonces, Gerardo Machado iba camino de convertirse en el primer dictador cubano y Carlos Baliño, fundador del primer partido comunista que conociera Cuba, no sumaba dos meses muerto.
Habrá soplado las velitas –nunca tantas como los años cumplidos, que a ciertas edades es aconsejable privilegiar la síntesis sobre la literalidad–, encerrado en su casa de La Habana, ciudad en la que cada vez se interna menos la camuflada ambulancia que le sirve de automóvil. Sus años de sobrevida transcurren en paralelo, y de espaldas, a transformaciones que van modificando “poco a poco” –la reunión de adverbios predilecta de su hermano y heredero– algunos aspectos del paisaje económico y social de Cuba.
Nadie lo ha negado en público desde los micrófonos a los que hablan sus sucesores. A esos ojos de mosca les siguen escupiendo los “vivafidel” de siempre, pero él sabe que lo negaron los pupilos que alguna vez mimó –lo hicieron Carlos Lage, Felipe Pérez Roque y Fernando Ramírez de Estenoz a risas broncas recogidas por micrófonos ocultos– y que esa negación no fue más que el intempestivo y descuidado asomo de otra más extendida.
Sabe que lo que en La Habana llaman “actualización” del modelo cubano –el mismo que, según dijo a Jeffrey Goldberg, no sirve ni para Cuba–, tiene mucho de ejercicio gatopardista, pero no ignora el carácter implosivo de la mezcla entre el relajamiento de la presión ideológica y el crecimiento de la autonomía económica de los individuos. Cada una de las iniciativas que salen del Consejo de Ministros que ya no preside –desde el incentivo al trabajo por cuenta propia hasta la flexibilización de las transacciones económicas entre los ciudadanos o el fin del ominoso apartheid que impedía a los cubanos alojarse en instalaciones hoteleras– apuntan a él en tanto responsable de la insoportable rigidez del socialismo cubano. Es imposible que el disminuido autócrata pueda ignorar que los cubanos se felicitan de que sea cadáver, aunque lo sepan todavía entretenido frente al televisor o las noticias de mundo en el que alguna vez brilló.
En su encierro, y después de ensayar durante largos meses el afanoso hobby de cincelar el monumento que quiere dejar de sí mismo, celebra los 85 años de edad mientras discursos y espejos lo enfrentan con un fantasma al que nunca temió: el olvido. Ya no escribe artículos que alimenten las prensas de Granma y el estercolero de Cubadebate. Los últimos amigos que hizo, esos siempre aquiescentes delfines del Acuario Nacional, llevan meses sin mirar a sus ojos tristes o asistir a sus peroratas. Renqueante y esperpéntico, ha abandonado sus apocalípticas exposiciones del fin-del-mundismo para manosear con dedos temblorosos los informes sobre el cáncer que padece su epígono venezolano. Le resulta más perentoria la salvación del sosias que le deparó el destino, ese Hugo Chávez que resultó una alegría prepóstuma, que atender a lo que sucede en una Cuba que ahora se le antoja tan ajena como la montblanc y la corbata al notario jubilado.
No sé si Fidel Castro conserve la suficiente lucidez para asistir a su muerte en vida, pero me gustaría pensar que la observa con claridad siquiera opiácea. Como quiero imaginar que entretenido con las tostadas del desayuno o el caldito del crepúsculo, sea consciente de la facilidad y el alivio con que lo han olvidado los cubanos, gente tan maleducada que no tuvo la elegancia de esperar a que se muriera de veras para darlo por muerto y enterrado.
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