FRACASO POR SIMPLIFICACION
Tomado de Cuba Encuentro.com
çPor Vicente Echerri, Nueva York
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La ola de populismo que azota América Latina es resultado de la democracia, pero no hará más próspera esa región.
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Uno de los errores del gobierno de George W. Bush es el creer que la implantación de un régimen democrático, es decir, resultado de la consulta popular en un proceso en el que intervengan múltiples partidos e ideologías, es una suerte de fórmula mágica que garantiza la estabilidad y la prosperidad de un país, así como la libertad y la integridad de sus habitantes.
Conforme al librito de Bush, una cartilla elemental que supongo debe haber adquirido en algún seminario tejano, todos los problemas se resuelven votando. Graves conflictos sociales, económicos y políticos, como el terrorismo, la corrupción, el nepotismo, la violencia institucional, el racismo, etcétera, se curan o mejoran notablemente si usted y unos cuantos millones más acuden a colegios electorales y, libremente, eligen a sus gobernantes. Así de sencillo.
La historia contemporánea hace tiempo que ha desacreditado la universalidad de este remedio, y el acontecer político actual se encarga a diario de reafirmar el desmentido. No se me malentienda, la democracia, a que dudarlo, es el mejor sistema político que conocemos (o, como diría Churchill, "el peor sistema con excepción de todos los demás") y el sufragio, pese a todas las deficiencias que se le apunten es, al decir de José Martí "el instrumento más eficaz y piadoso que han imaginado para su conducción los hombres"; sólo que este sistema y el eficaz instrumento con que se valida no pueden aplicarse con el mismo resultado en todas las sociedades.
Para que la democracia funcione a la manera de Europa y Estados Unidos —para citar sus ejemplos más paradigmáticos— tienen que haber unos cimientos sociales y una tradición de responsabilidad cívica de los que apenas hay vestigios en la mayoría de los países del llamado Tercer Mundo.
Basta echarle un vistazo al planeta para darse cuenta de que la democracia por sí sola no es garante de la paz, la libertad y la prosperidad. La presidencia de Hugo Chávez en Venezuela y el reciente triunfo electoral de Hamás en las elecciones palestinas, así lo prueban; y de manera aún mucho más fehaciente la violencia y la corrupción que están deshaciendo la sociedad iraquí casi al mismo tiempo que se constituyen, por primera vez, sus organismos democráticos.
Ejercer la responsabilidad social
En lugares donde existen grandes desigualdades económicas y sociales, la implantación súbita de un régimen democrático sólo puede producir caos social (debido a la desbordada fuerza política de una masa desposeída, inculta y ávida de reivindicaciones) y acentuar la crisis económica en la medida en que agreda —como inevitablemente ha de hacer— a las elites adineradas, casi siempre asociadas a la actividad empresarial que, no obstante el injusto usufructo de gran parte de sus bienes, cuentan con las herramientas y poseen las habilidades para la creación y conservación de la riqueza.
Es asimismo dudoso que una sociedad sujeta durante siglos al despotismo —como ocurre casi sin excepciones en el Oriente Medio— e ignorante de los rudimentos de la convivencia democrática al nivel más elemental del municipio o incluso del barrio, pueda saber cómo reprimir sus instintos bárbaros de producirse un colapso súbito de la autoridad tradicional, ni mucho menos controlar el surgimiento de facciones extremistas anhelosas de saldar viejas cuentas.
Así pasó en los Balcanes, luego de la desintegración de Yugoslavia; así ha pasado en Afganistán y en Irak; y así podría pasar en Egipto y Arabia Saudita si sus gobernantes tienen la audacia suicida de abrirle las puertas a la democracia.
Las elecciones por sí solas —por honradas que sean— no pueden asegurar el funcionamiento apetecible del régimen democrático tal como lo vemos, por ejemplo, en Estados Unidos. Como apuntaba muy bien Alexis de Tocqueville, la democracia norteamericana fue posible —y ha funcionado hasta el presente con sorprendente perfección— porque los colonos que fundaron la nación ya estaban habituados, a nivel de municipios y condados, no sólo a elegir a sus funcionarios públicos, sino a ejercer la responsabilidad social que viene aparejada con la libertad.
Los próceres fundadores lo único novedoso que hicieron fue extender esos hábitos cívicos y consagrarlos en un sistema federal independiente de la corona británica. En América Latina, donde no teníamos estas tradiciones, el republicanismo democrático que advino con la independencia sirvió en muchos casos para acentuar el despotismo y la corrupción.
La ola de populismo demagógico que azota hoy día a América Latina es innegablemente el resultado de la democracia —en su sentido más restringido de gobiernos electos por mayoría del voto popular—; sin embargo, no por eso hará a esos países más prósperos ni más felices a sus hijos.
A la democracia hay que llegar con cautela, no tanto desde las escandalosas tribunas donde se explota el odio de los desposeídos; cuanto desde las aulas y las instituciones de base donde las élites están llamadas a ejercer su liderazgo e ir logrando fórmulas de cooperación y consenso para la imprescindible creación del ciudadano.
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