¿Cuál es la rumba?
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Cuando la dictadura cese serán posibles las valoraciones de cada obra y autor, de disidencias y colaboracionismos, de políticas culturales y responsabilidades individuales.
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Por José Prats Sariol, México DF
jueves 1 de febrero de 2007 6:00:00
Rumba es rumbo. El reciente carnaval en torno a la descongelación de los viejos comisarios, con el pisotón final en la declaración del Secretariado de la UNEAC y el ciclo de conferencias sedativas en la Casa de las Américas, suscita temas más constructivos —como apunta una de las cartas enviadas a Encuentro en la Red—.
La incertidumbre del país ante su futuro es lo apremiante, aunque la pasión y el derecho a optar —más vale solo que mal acompañado— sean tan necesarios como la memoria afectiva y la honradez. Ah, y unas goticas de valentía fuera de la ducha, fuera de lo tácitamente parametrado por el Poder.
Por el rumbo de la literatura cubana y de sus autores me acaba de preguntar un amigo escritor —nada rumbero— desde el cuarto donde malvive en Centro Habana. Y de inmediato recordé la frase de Camus en carta a Sartre, firmada el 30 de junio de 1952, cuando el autor de A puerta cerrada aún ditirambeaba —neologismo que alude a que se le caía la baba— por Stalin.
Albert Camus —el autor de El hombre revolucionario, mejor que traducirlo por rebelde— parece contestarle a la incertidumbre de mi amigo: "Uno no decide qué tiene de verdad un pensamiento considerando si es de derecha o de izquierda".
Tal vez la primera fumigación higiénica que necesita la cultura cubana es olvidar la manía ortopédica de izquierda o derecha, pocos años más joven que nuestro primer pensador de relieve: Félix Varela (1788-1853), propia de una modernidad obsoleta, hoy arrastrada como lugar común para dividir una perseverante realidad que no resiste filosofías políticas polarizantes, casi siempre charlatanas, populistas.
Hay una sola vía
Aunque por haraganería nos dejamos arrastrar por el tópico, lo evidente es que la encrucijada ya no ofrece dos caminos, salvo para los políticos que disfrutan—como dijera Montaigne—: "la maligna voluptuosidad de ver sufrir a los demás". Hay una sola vía —para acabar con las citas—, la que enunciara con su lacónico cinismo Winston Churchill: "La democracia es la peor forma de gobierno conocida, con excepción de todas las demás".
Hacia la democracia vamos —con todas sus complejidades—, aunque aparezcan mil diablos en la tierra del sol. Porque la única certeza es lo insostenible del actual "infierno de cosas", atenazada no sólo por la globalización internáutica de la economía de mercado —la única que funciona, con las conocidas perversidades—, sino por una población sin nostalgias, más joven que la muerte del Che, vacunada contra los virus y bacterias que aún suelta el espejismo de 1959 a través de su herrumbrosa propaganda.
Y ahí se abre la rumba de preguntas, la que convierte en superfluos —por no decir ridículos— los intentos continuistas del estatismo o las esperanzas en rectificaciones dentro del sistema arruinado y arruinante. Sesudos especialistas en economía y ciencias sociales, expertos en fases no traumáticas de transición, debaten las variantes a seguir. Ya hay proyectos sólidos, ninguno mágico —dicho sea para ilusos y demagogos—.
Las opciones revitalizan un tópico decimonónico: la dependencia de Estados Unidos. Mil y una incertidumbres asedian los análisis, bajo un sencillo axioma: la realpolitik para una Cuba irreversible y enajenada. Por ahí también andarán la literatura y sus autores. Sin esperar milagros en el bolsillo, pero bajo otra atmósfera, menos opresiva, hacia la democracia como meta volante que poco a poco se liberará de medio siglo totalitario.
Cuando la dictadura cese —matices según la variante que prime—, ya las actuales diferencias entre nosotros serán obsoletas e insignificantes las reclamaciones. Entonces, bajo un clima permisivo y plural, serán realmente posibles los análisis y valoraciones de cada suceso, de cada obra y autor, de disidencias y colaboracionismos, de políticas culturales y responsabilidades individuales.
Los jóvenes escritores y lectores —sobre todo— agradecerán mucho —sin estatuas de sal para nadie— que la objetividad, las evidencias, primen ante la necesidad de que no se tergiverse la historia, para que no vuelva a suceder lo que sufrimos.
La otra 'batalla', pero sin miedos
Lo que actualmente sucede con obras y autores en México, Brasil o Chile es el "circuito literario" que nos espera tras el cambio. La comercialización y la trivialidad serán los sustitutos de la "batalla de ideas", más blandas, pero casi tan dañinas al desarrollo cultural de la persona y de la familia —social, aunque no individualmente—, como la grosera subordinación a una ideología excluyente, sectaria.
La diferencia esencial será la pérdida del miedo a la cárcel o al ostracismo, la desaparición de las tan arraigadas formas de represión y de simulación que el Estado —y un líder carismático a punto de extinción— han impuesto como único patrón.
La literatura —como viene sucediendo en las ex repúblicas soviéticas y en los países del fenecido "campo socialista"— tomará esos nuevos motivos —sin censura ni autocensura—, los re-creará con mayor o menor gracia expresiva, pero siempre sin temor a que el autor padezca lo que Heberto Padilla o Raúl Rivero, lo que Antonio José Ponte o ese anónimo adolescente que hoy calla en la Escuela de Letras de la universidad por "precaución" ante la Unión de Jóvenes Comunistas.
El cambio anímico será una alegría a celebrar por cada uno de los escritores cubanos del exilio y del insilio, salvo para aquellos que gozan con excluir a los demás. Un ambiente de crítica sin fronteras —incluyendo la crítica a la misma transición y sus defectos— prevalecerá sobre los silencios cómplices y la vista hacia el cielo ideológico, sin excluir nuevos amanuenses, para entonces risibles.
Librerías y bibliotecas exhibirán los libros prohibidos, surgirán fundaciones privadas, editoriales cubanas del exilio como Universal y Verbum se asentarán en su tierra, se revitalizarán las instituciones culturales que hoy languidecen en la pobreza, una ecuménica editorial estatal rescatará a los clásicos cubanos —como en la época de José María Chacón y Calvo—, se crearán asociaciones independientes de escritores, los concursos no temblaran ante ningún policía o burócrata…
Estoy seguro de que se hará justicia —se oirá cada punto de vista— cuando los medios dejen de ser propiedad de un Partido, de un clan soberbio y prepotente que ha demostrado —sobran pruebas— su desprecio a los intelectuales y su astucia en manipular a los más débiles, a los filotiránicos de estirpe masoquista o de irrefrenable sed de distinción y bienestar material.
La polémica —sin exclusiones, ni siquiera a los que aún defiendan la "utopía diabólica"—, los grupos y tendencias, hasta los chismes, serán dueños del espacio que desapareció tras la fragmentación de la sociedad civil y la pulverización sistemática del Estado de derecho.
Cada pájaro con su bandada
Los jóvenes escritores —la mayoría— encararán sus desafíos expresivos bajo condiciones infinitamente superiores a las generaciones precedentes, aunque desafíen —por supuesto— similares retos éticos y estéticos.
Los mayores de cincuenta años —como yo— tendremos que acostumbrarnos a vivir en democracia, sin esperar que el Estado se ocupe de nuestra comida o de lo que estamos escribiendo, y aun más: deseando que el Estado no se ocupe, que nos ignore deliciosamente. ¡Será una bendición hasta ignorar quién es el ministro de Cultura, porque su poder ya no determinará ni una publicación ni un viaje a una feria del libro, ni un departamento en Alamar ni el permiso para comprar un auto!
Supongo que muchos del exilio no regresaremos, salvo de visita o a echar la vejez —si logramos ahorrar— en alguna playa o finca o piano-bar entre boleros… En este ángulo espero que no haya resentimientos ni pases de cuenta, la vida ya se ha encargado de llevar el debe y el haber de cada uno. Cada pájaro podrá estar con su bandada, sin espanto ante comisarios, talibanes o lémures.
La "claridad moral" —como pide Natan Sharansky en Alegato por la democracia— será el mejor legado a los jóvenes, porque en definitiva pocos la separan de los valores artísticos, o si lo hacen, un "¡qué lástima!" de inmediato nubla la opinión, como sucede cuando se habla de algunos escritores de innegable talento que aún se aferran al naufragio.
Al menos no habrá que aplaudir o callarse, guardar el poema o el cuento o la novela hasta que sea "el momento apropiado" o el "enemigo" no aceche. Al menos desaparecerán las pavuras —no los pavones, por Dios— ante un Estado de bambolla mesiánica, cuyo objetivo estático —sabe que le es imprescindible— es sofocar la palabra independiente, humillar a los escritores sin mandato.
Cuando la dictadura cese serán posibles las valoraciones de cada obra y autor, de disidencias y colaboracionismos, de políticas culturales y responsabilidades individuales.
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Por José Prats Sariol, México DF
jueves 1 de febrero de 2007 6:00:00
Rumba es rumbo. El reciente carnaval en torno a la descongelación de los viejos comisarios, con el pisotón final en la declaración del Secretariado de la UNEAC y el ciclo de conferencias sedativas en la Casa de las Américas, suscita temas más constructivos —como apunta una de las cartas enviadas a Encuentro en la Red—.
La incertidumbre del país ante su futuro es lo apremiante, aunque la pasión y el derecho a optar —más vale solo que mal acompañado— sean tan necesarios como la memoria afectiva y la honradez. Ah, y unas goticas de valentía fuera de la ducha, fuera de lo tácitamente parametrado por el Poder.
Por el rumbo de la literatura cubana y de sus autores me acaba de preguntar un amigo escritor —nada rumbero— desde el cuarto donde malvive en Centro Habana. Y de inmediato recordé la frase de Camus en carta a Sartre, firmada el 30 de junio de 1952, cuando el autor de A puerta cerrada aún ditirambeaba —neologismo que alude a que se le caía la baba— por Stalin.
Albert Camus —el autor de El hombre revolucionario, mejor que traducirlo por rebelde— parece contestarle a la incertidumbre de mi amigo: "Uno no decide qué tiene de verdad un pensamiento considerando si es de derecha o de izquierda".
Tal vez la primera fumigación higiénica que necesita la cultura cubana es olvidar la manía ortopédica de izquierda o derecha, pocos años más joven que nuestro primer pensador de relieve: Félix Varela (1788-1853), propia de una modernidad obsoleta, hoy arrastrada como lugar común para dividir una perseverante realidad que no resiste filosofías políticas polarizantes, casi siempre charlatanas, populistas.
Hay una sola vía
Aunque por haraganería nos dejamos arrastrar por el tópico, lo evidente es que la encrucijada ya no ofrece dos caminos, salvo para los políticos que disfrutan—como dijera Montaigne—: "la maligna voluptuosidad de ver sufrir a los demás". Hay una sola vía —para acabar con las citas—, la que enunciara con su lacónico cinismo Winston Churchill: "La democracia es la peor forma de gobierno conocida, con excepción de todas las demás".
Hacia la democracia vamos —con todas sus complejidades—, aunque aparezcan mil diablos en la tierra del sol. Porque la única certeza es lo insostenible del actual "infierno de cosas", atenazada no sólo por la globalización internáutica de la economía de mercado —la única que funciona, con las conocidas perversidades—, sino por una población sin nostalgias, más joven que la muerte del Che, vacunada contra los virus y bacterias que aún suelta el espejismo de 1959 a través de su herrumbrosa propaganda.
Y ahí se abre la rumba de preguntas, la que convierte en superfluos —por no decir ridículos— los intentos continuistas del estatismo o las esperanzas en rectificaciones dentro del sistema arruinado y arruinante. Sesudos especialistas en economía y ciencias sociales, expertos en fases no traumáticas de transición, debaten las variantes a seguir. Ya hay proyectos sólidos, ninguno mágico —dicho sea para ilusos y demagogos—.
Las opciones revitalizan un tópico decimonónico: la dependencia de Estados Unidos. Mil y una incertidumbres asedian los análisis, bajo un sencillo axioma: la realpolitik para una Cuba irreversible y enajenada. Por ahí también andarán la literatura y sus autores. Sin esperar milagros en el bolsillo, pero bajo otra atmósfera, menos opresiva, hacia la democracia como meta volante que poco a poco se liberará de medio siglo totalitario.
Cuando la dictadura cese —matices según la variante que prime—, ya las actuales diferencias entre nosotros serán obsoletas e insignificantes las reclamaciones. Entonces, bajo un clima permisivo y plural, serán realmente posibles los análisis y valoraciones de cada suceso, de cada obra y autor, de disidencias y colaboracionismos, de políticas culturales y responsabilidades individuales.
Los jóvenes escritores y lectores —sobre todo— agradecerán mucho —sin estatuas de sal para nadie— que la objetividad, las evidencias, primen ante la necesidad de que no se tergiverse la historia, para que no vuelva a suceder lo que sufrimos.
La otra 'batalla', pero sin miedos
Lo que actualmente sucede con obras y autores en México, Brasil o Chile es el "circuito literario" que nos espera tras el cambio. La comercialización y la trivialidad serán los sustitutos de la "batalla de ideas", más blandas, pero casi tan dañinas al desarrollo cultural de la persona y de la familia —social, aunque no individualmente—, como la grosera subordinación a una ideología excluyente, sectaria.
La diferencia esencial será la pérdida del miedo a la cárcel o al ostracismo, la desaparición de las tan arraigadas formas de represión y de simulación que el Estado —y un líder carismático a punto de extinción— han impuesto como único patrón.
La literatura —como viene sucediendo en las ex repúblicas soviéticas y en los países del fenecido "campo socialista"— tomará esos nuevos motivos —sin censura ni autocensura—, los re-creará con mayor o menor gracia expresiva, pero siempre sin temor a que el autor padezca lo que Heberto Padilla o Raúl Rivero, lo que Antonio José Ponte o ese anónimo adolescente que hoy calla en la Escuela de Letras de la universidad por "precaución" ante la Unión de Jóvenes Comunistas.
El cambio anímico será una alegría a celebrar por cada uno de los escritores cubanos del exilio y del insilio, salvo para aquellos que gozan con excluir a los demás. Un ambiente de crítica sin fronteras —incluyendo la crítica a la misma transición y sus defectos— prevalecerá sobre los silencios cómplices y la vista hacia el cielo ideológico, sin excluir nuevos amanuenses, para entonces risibles.
Librerías y bibliotecas exhibirán los libros prohibidos, surgirán fundaciones privadas, editoriales cubanas del exilio como Universal y Verbum se asentarán en su tierra, se revitalizarán las instituciones culturales que hoy languidecen en la pobreza, una ecuménica editorial estatal rescatará a los clásicos cubanos —como en la época de José María Chacón y Calvo—, se crearán asociaciones independientes de escritores, los concursos no temblaran ante ningún policía o burócrata…
Estoy seguro de que se hará justicia —se oirá cada punto de vista— cuando los medios dejen de ser propiedad de un Partido, de un clan soberbio y prepotente que ha demostrado —sobran pruebas— su desprecio a los intelectuales y su astucia en manipular a los más débiles, a los filotiránicos de estirpe masoquista o de irrefrenable sed de distinción y bienestar material.
La polémica —sin exclusiones, ni siquiera a los que aún defiendan la "utopía diabólica"—, los grupos y tendencias, hasta los chismes, serán dueños del espacio que desapareció tras la fragmentación de la sociedad civil y la pulverización sistemática del Estado de derecho.
Cada pájaro con su bandada
Los jóvenes escritores —la mayoría— encararán sus desafíos expresivos bajo condiciones infinitamente superiores a las generaciones precedentes, aunque desafíen —por supuesto— similares retos éticos y estéticos.
Los mayores de cincuenta años —como yo— tendremos que acostumbrarnos a vivir en democracia, sin esperar que el Estado se ocupe de nuestra comida o de lo que estamos escribiendo, y aun más: deseando que el Estado no se ocupe, que nos ignore deliciosamente. ¡Será una bendición hasta ignorar quién es el ministro de Cultura, porque su poder ya no determinará ni una publicación ni un viaje a una feria del libro, ni un departamento en Alamar ni el permiso para comprar un auto!
Supongo que muchos del exilio no regresaremos, salvo de visita o a echar la vejez —si logramos ahorrar— en alguna playa o finca o piano-bar entre boleros… En este ángulo espero que no haya resentimientos ni pases de cuenta, la vida ya se ha encargado de llevar el debe y el haber de cada uno. Cada pájaro podrá estar con su bandada, sin espanto ante comisarios, talibanes o lémures.
La "claridad moral" —como pide Natan Sharansky en Alegato por la democracia— será el mejor legado a los jóvenes, porque en definitiva pocos la separan de los valores artísticos, o si lo hacen, un "¡qué lástima!" de inmediato nubla la opinión, como sucede cuando se habla de algunos escritores de innegable talento que aún se aferran al naufragio.
Al menos no habrá que aplaudir o callarse, guardar el poema o el cuento o la novela hasta que sea "el momento apropiado" o el "enemigo" no aceche. Al menos desaparecerán las pavuras —no los pavones, por Dios— ante un Estado de bambolla mesiánica, cuyo objetivo estático —sabe que le es imprescindible— es sofocar la palabra independiente, humillar a los escritores sin mandato.
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