Vamos, hijo, hay que trabajar
Por Manuel Vásquez Portal
Mi abuelo, a horcajadas sobre el surco fértil se veía olímpico, vencedor. Bajo el sombrero resudado, azadón en alto, o manejando con destreza las manceras del arado, mientras voceaba nombres simpáticos a sus bueyes, era una estampa de esperanza, una cosecha segura. De esa certeza creció mi padre. Del olor a campo roturado se ampliaron los pulmones de mi padre, de los terrones lanzados contras los pájaros que venían a escarbar las semillas, picotear los brotes, se fortalecieron los brazos de mi padre. Mi padre miraba trabajar a mi abuelo con orgullo.
Mi padre, las piernas a cada lado del camellón de la sementera, se veía campeón de la florecida. Bajo el sombrero cruzado de soles, machete enarbolado sobre su cabeza o abrevando los bueyes bajo la sombra de un rústico galpón, era la imagen de la seguridad y la ventura. Yo miraba trabajar a mi padre con orgullo.
Mi abuela, la falda abombada por la brisa que venía del ítamo real con que ella había bordeado las fronteras del patio de la casa, mientras desgranaba mazorcas ante una miríada de gallinas, era un duende de sopas suculentas y buñuelos en almíbar. Hacía visera con la mano pequeñita, oteaba la sabana y tras la manigua rala, adivinaba el trote acompasado de Testarudo, la jaca de mi abuelo. Se acercaba la hora de una mesa nacida bajo el sombrero resudado de mi abuelo y la magia de sus manos pequeñas. Mi madre aprendía hechizos de mi abuela.
Mi madre, toda la primavera estampada en una falda aleteando el viento, tarareaba tonadas alegres mientras indagaba el trillo por donde yo y mis hermanos llegaríamos de la escuela. Me gustaba verla en la distancia parecerse a mi abuela. Me alelaba viéndola aguardar por mi padre para una mesa surgida del tesón.
Cuando tuve que trabajar recordaba a mi abuelo, recordaba a mi padre. Intentaba ser como ellos. Deseaba que mis hijos encontraran en mí la estampa de la esperanza, la imagen de la seguridad y la ventura. Me lo prohibió un tiempo que ya no podíamos modelar sobre el surco propio. Todo era común y ajeno a la vez. Ya el ítamo real no podía bordear las fronteras del patio, ya los bueyes tenían, además de la argolla en la nariz, un arete estatal que los hacía parte de un censo nacional. Nosotros mismos éramos sólo un número en el censo para las megametas nacionales. El individuo se tornó un tumulto y el tumulto era la nada y la nada era el tumulto con que jugaba, se entretenía un solo individuo que nos convertía en nada para ser él el único individuo.
Mis hijos tenían prohibido parecerse a mí, a mi padre, a mi abuelo. Por orden superior debían ser como un desconocido asmático y matón. Fue cuando empecé a echarle de menos a aquella frase de mi abuelo que luego fue de mi padre y que no dejaban de repetir como un mantra, como un conjuro para la salvación, pero que si yo la repetía entonces no tendría sentido. Siempre me quedé con las ganas de decirles a mis hijos como mi abuelo le había dicho a mi padre y mi padre me había dicho a mí, cuando cada quien en su tiempo empezaba a pintar castillos en el aire:
--Vamos, hijo, hay que trabajar.
Pero Dios es justo y siempre nos devuelve lo que es nuestro. Por estos días he oído a mucha gente pintando castillos en el aire. Y la frase de mi abuelo y de mi padre ha renacido en mí como un treno a su memoria. Sé que esa frase será en el futuro como un santo y seña para mi país, para la gente que lo habita, que lo habitaremos. Será la salvación y la verdad. Morirán las especulaciones y las profecías, los augurios y las premoniciones. Habrá que hacerlo. Soñar labrando. Todas las teorías se probarán en la faena y la faena será la felicidad, el mejor de los mundos. Vamos, hijo, hay que trabajar, les diré a mis hijos, y mis hijos se lo dirán a mis nietos y hasta mis nietos quizás lo repitan. Estoy seguro.
Por eso cuando muchos periodistas me han preguntado qué pasará en Cuba después de aquel que nos convirtió en tumulto y el tumulto era nada, les he respondido:
--Habrá que trabajar.
Y he sentido el orgullo que sentían mi abuelo y mi padre cuando decían vamos, hijo, hay que trabajar. Porque sé que habrá que hacerlo pronto, y ese será el bien individual de donde nacen todos los bienes comunes.
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