SALVOCONDUCTO DE FUGA
Por Roberto Casin
Y quién lo iba a imaginar. La hija del Califa renegando de Mahoma. Es un decir, porque la protagonista de esta historia ni es musulmana, ni su padre fue un apoderado de Alá. No lleva burka ni chador, aunque el antifaz no se lo ha quitado desde que, hace ya unas cuatro décadas, prestó juramento escolar como pionera, y haciendo votos por el comunismo prometio ser como el Che.
Nada tendría de particular esta historia si fuera una cubana más, de a pie y sin linaje de selecta nomenclatura. Pero no, no lo es. Y eso es lo que la delata.
Hablo de una mujer que de niña fue fruto de un vaticinio experimental, y a la que le tocó ser uno de los ejemplos quizás más cercanos de lo que a todas luces fue una estirpe de probeta. Al menos así lo concibió su padre cuando, mordisqueando un tabaco, osó anunciar al mundo, al filo de los años 60, que Cuba iba a ser crisol de un hombre nuevo.
Lo dijo cuando un ejército de ilusos lo tenía por iluminado comandante, y muchos lo siguieron repitiendo luego con fanatismo de alelados aún después que, tapándole las huellas de bandolero, sus congéneres le confirieron post mórtem el título de Guerrillero, y por demás Heroico.
Para más santo y seña, hablo de Celia Guevara March, veterinaria de profesión, escurridiza de vocación, una de las hijas de Ernesto Che Guevara. Resulta que al cabo de meses de trámites y a petición expresa de ella, el gobierno argentino decidió otorgarle la ciudadanía de ese país.
Primera razón: allí nació su padre, a secas el Che. Segunda razón: hija de gato, tiene derecho a ratón, en suma, que por ley, hija de argentino es también argentina. Hasta ahí suena bien. Y hasta lindo.
La explicación es la que se las trae. Según Celia, reclamó la ciudadanía paterna para que sus dos hijos tuvieran un pasaporte extranjero y pudieran viajar sin impedimento a Europa, evitando los engorrosos trámites y visados que exige el gobierno de Cuba. ¿Viaje de placer o viaje sin regreso? A estas alturas del partido, como se dice en béisbol, poco importa. La ocasión resta fuerza al motivo, el cuándo deja sin importancia al porqué.
Celia, que como buena hija de papá nunca escatimó palabras para declararse una enfebrecida castrista, vivió todos estos años en un exclusivo reparto al abrigo del todopoderoso verde olivo. Pero como nada es eterno, ya no basta con que le profese fidelidad al credo y a los entorchados que le dieron patente de corso como hija dilecta.
Jamás necesitó hacer honor al internacionalismo que decía profesar su padre. Con el mundo a sus pies, para qué iba a necesitar visas ni pasaporte. Pero a esta hora, la isla debe serle ya estrecha e incierta. De modo que si quiere poner tierra y mar de por medio para sus hijos, y bajo otra bandera surcar aguas menos turbias, no extraña.
Por distintas razones, y desde mucho antes que ella, infinidad de cubanos han acariciado también el extraño y doloroso anhelo de ser extranjeros para poder huir del país, por la misma puerta que el gobierno les cierra. Pero para esos nada ha cambiado, deben seguir implorando milagros para irse, y si no qué importa, ellos no han sido príncipes ni princesas, su única opción es resistir.
Lo de Celia y los de su clase es diferente. Se avecinan tiempos de borrasca y lo que más les inquieta ahora es escapar indemnes del vendaval. Con mar huracanado suele haber bajas en tales tripulaciones. Para decirlo con los pies más en la tierra: ahora que los crespones están a punto de reemplazar a los banderines rojos de la plaza, llegó el momento de hacer maletas, antes de que se les venga encima la hecatombe oficial.
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