CARLOS VICTORIA Y LA DANZA DEL FUEGO
Carlos y la danza del fuego
Por Alejandro Rios
En 1970 estuve involucrado en un capítulo curioso de los desatinos de la dictadura de Castro. Por entonces éramos un grupo de jóvenes melenudos y émulos en desventaja de sus contrapartes en el distante y, a la vez, cercano Estados Unidos, los llamados hippies, quienes, como se sabe, abogaban por el amor y rechazaban la guerra.
Solíamos reunirnos en el Carmelo de la calle Calzada frente al teatro Amadeo Roldán (antiguo Auditórium), en la ciudad de La Habana, con la peregrina certidumbre de que podíamos significar, al menos, un mínimo cambio en el rigor autoritario que aquel gobierno impuso desde temprano a las nuevas generaciones. Era una manera ingenua de llamar la atención y allí nos dábamos cita cada noche hablando sobre temas ciertamente desaprobados por la cultura oficial como el rock o la literatura de Allen Ginsberg, por sólo mencionar dos al azar.
Fue el ladino Carlos Rafael Rodríguez quien, reunido con alumnos de las escuelas de arte, recordó que en Cuba los jóvenes no tenían razones para protestar porque el primero y único que lo hacía era Fidel Castro y con eso era suficiente. Para Estados Unidos, dijo, le parecían bien los pelos largos y las canciones rebeldes a lo Dylan (Bob) pero no para los muchachos cubanos, pobladores del mejor de los mundos posibles.
Desde temprano las ''conductas impropias'' fueron descalificadas por personeros del régimen, como Rodríguez, o perseguidas con saña por militantes furibundos como la actriz Ana Lasalle, quien, tijera en mano y en plena calle, se ocupaba, con certeros cortes, de despeluzar cabezas y desajustar pantalones apretados.
Fue en ese contexto que representantes de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC) nos emplazaron para que fuéramos a la llamada zafra de los 10 millones y desde allí, mocha en mano, hiciéramos nuestras reclamaciones pertinentes. La idea de estar todos reunidos de manera bucólica en el campo, aun trabajando como bueyes, nos parecía sumamente tentadora y no alejada de las comunidades que los hippies de Estados Unidos fundaban en precoces arranques ecológicos.
Para el campamento Venceremos en el central Habana Libre partimos, donde fuimos diseccionados como insectos de laboratorio por comisarios y psicólogos que no salían de su asombro con aquellos jóvenes que no cortaban mucha caña pero sí trataban de comportarse como si estuvieran en la era de Acuario cuando realmente formaban parte de la más testaruda dictadura del continente.
Al sitio idílico concurrieron personalidades algo rebeldes como los trovadores Silvio Rodríguez y Vicente Feliú, que hoy sospecho se encargaban de otros menesteres informativos. Fue allí también donde conocí a alguien que me pareció entonces un auténtico hippie, un muchacho medio encorvado con el pelo lacio y largo a semejanza de esos otros que veíamos en fotos de una revista Life donde se cubría el Festival de Woodstock, que Silvio mostraba con sospechoso deleite.
Activo, siempre sonriente, con agudas observaciones e informado como nadie de lo que acontecía en la contracultura de los Estados Unidos, hasta su nombre: Carlos Victoria, nos daba la esperanza de que tendríamos éxito en nuestra imberbe aventura.
Aquel famoso lema ''Prohibido prohibir'' de las revueltas estudiantiles del llamado mayo francés aparecía inscrito en las paredes del experimental campamento. Así como el que rezaba: ''Soy marxista, de la tendencia Groucho'', aludiendo a los humoristas Hermanos Marx. Sin ser aún el escritor o el profundo intelectual que después fue, Carlos Victoria siempre andaba rodeado de acólitos, entre los que me encontraba, por su punto de vista actualizado, optimismo y deseos de vivir la insólita experiencia hasta las últimas consecuencias.
Recuerdo con qué placer casi degustábamos un LP del grupo Jefferson Airplanes, que un amigo extranjero le había regalado a Carlos, quien conocía con pelos y señales a cada integrante, así como los textos de las canciones protesta que se sabía al dedillo.
El campamento hippie Venceremos terminó de manera abrupta cuando enviaron brigadas de la UJC para entrarnos en cintura porque otros métodos disuasorios de nuestro comportamiento no habían tenido resultado.
Lejos de ataviarnos como héroes concluimos aquella quimera fichados por la Seguridad del Estado y con un expediente que luego entorpeció cualquier intento de estudiar o trabajar en áreas de la cultura durante largo tiempo en nuestras vidas.
Después supe que a Carlos Victoria lo habían expulsado de la Universidad y que su literatura fue incautada y esfumada por la policía política. La maquinaria represiva lo había agraviado de tal modo que cuando volví a verlo en Miami en los años noventa, diez después de haber escapado de la isla vía Mariel, era una persona callada y taciturna, celador de una tragedia abismal. Siempre me agradecía que no lo convocara a la televisión o a la radio para promover su literatura, en asuntos de la Feria del Libro, y que tratara de utilizarlo como presentador de otros colegas lo menos posible. La vida pública lo incomodaba. Se había re- traído a una soledad que todos terminamos por respetar.
Hoy que ya no está e imaginándome cuánto se hubiera ruborizado, quiero recordar a Carlitos Victoria como lo vi una noche de fogata en el campamento Venceremos, sin camisa, melena al viento, perpetrando una danza alrededor del fuego, un ritual de futuro ro- deado de otros jóvenes que lo seguían desenfrenados en un canto de fe en el mejoramiento humano, el mismo que nos legó su ética y su obra literaria imperecedera.
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