SALTIMBANQUIS DE LA HABANA VIEJA
SALTIMBANQUIS
Por Luis Cino
Arroyo Naranjo, La Habana, abril 16 de 2009 (SDP) Siempre quisieron ser artistas. De cierto modo, lo lograron. Sólo que no son la clase de artistas que alguna vez soñaron ser.
Uno quiso ser trompetista. Los otros querían estudiar percusión. Soñaban ser famosos, grabar discos en New York y viajar por el mundo. Mudarse de sus solares a casas en El Vedado o Miramar. Tener autos, prendas de oro, comer en restaurantes caros y cambiar de muchacha como de camisa.
No pudieron terminar la Escuela Nacional de Arte. Aprendieron a tocar lo necesario para ganarse la vida con su música. Total, la música popular no se aprende en la ENA.
Las dos muchachas querían ser bailarinas. Nadie bailaba como ellas, decían las madres, las amigas y el espejo. El hambre las ayudaba a mantenerse delgadas. Soñaban con reflectores, lentejuelas y viajes. Rezaban a sus santos, pero estos no las quisieron complacer.
Al menos no tuvieron que hacerse putas para ganar “fulas”. Se ganan las propinas de los turistas que las ven bailar sobre sus zancos de dos metros. La música la ponen el trompetista y los dos tamboreros: congas santiagueras, sambas cariocas o el tema de El Fantasma de la Ópera.
Los cuatro jóvenes negros recorren las calles Obispo y Mercaderes. Sudorosos, hacen piruetas en la Plaza de Armas o frente a la Catedral. Tocada con una gorra de los Yankees de New York, una muchacha pesca con un jamo las monedas de los turistas.
Los saltimbanquis trabajan para Habaguanex, SA., una corporación capitalista del socialismo cubano. Forman parte, junto a las santeras de utilería, del tinglado folklórico que pretende ser el área reconstruida de La Habana antigua de Eusebio Leal. El avispado historiador, diputado y empresario trasplantó una tradición de los circos trashumantes cubanos a las calles de la Habana Vieja para recaudar divisas destinadas a las arcas del régimen.
A las muchachas les costó mucho trabajo adaptarse a andar en zancos las calles con adoquines. Se menean con sabrosura y sensualidad, pero sonríen con tristeza. Cuando se bajan de los zancos, tienen hambre y sed y les duele todo el cuerpo.
Los turistas no conocen sus nombres ni sus historias. Menos aún saben de sus sueños. No entienden mucho el español que se habla en La Habana. El estruendo de la música no permite conversar. Tampoco les interesa demasiado hablar. El guía, con gorra roja y camiseta de Che Guevara, ya les explicó, en inglés, lo que necesitan saber.
Los sonrosados turistas intentan bailar la conga, disparan sus cámaras y pagan con monedas plateadas. Es suficiente para decir que conocieron Cuba y afirmar que sus habitantes son felices.
luicino2004@yahoo.com
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