domingo, septiembre 06, 2009

EL AMOR CUBANO DE DANIEL CHAVARRÍA

Nota del Blogguista

Hay muchos puntos comunes entre la biografía del adulón o ¨chicharrón ¨ Daniel Chavarría y Fidel Castro, lo que el uruguayo lo hizo a muy pequeña escala y el cubano lo llevó a escala nacional e internacional; el uruguayo las llevó a cabo de manera personal y Fidel Castro con el auxilio de sus tracatanes o de manera personal: terrorista, chulo, bravucón, tramposo, desertor, burgués, comunista por cuenta propia, guerrillero, etc.

Fidel no ha sido borracho ni adulón salvo en raras ocasiones.
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EL AMOR CUBANO DE DANIEL CHAVARRÍA


Por Luis Cino


Arroyo Naranjo, La Habana, septiembre 3 de 2009 (SDP) Pocos libros me han indignado tanto como “Y el mundo sigue andando”, las memorias del escritor uruguayo radicado en Cuba, Daniel Chavarría (Editorial Letras Cubanas, 2008). En él, Chavarría declara amar a Cuba, donde ha vivido 40 años (más del doble que en su natal Uruguay) y ha tenido la posibilidad de escribir sus libros. Pero a juzgar por lo que dice en sus memorias, su amor mayor es por Fidel Castro, a quien solo reprocha que aún no haya logrado reeducar a los cubanos.

En sus memorias, Chavarría hace el recuento de sus vagabundeos por Europa y Latinoamérica entre 1953 y 1969, año en que llegó a Cuba procedente de Colombia en un avión desviado a punta de pistola. Antes de aeropirata, fue indistintamente guía en el madrileño Museo del Prado, contrabandista, garimpeiro en el Amazonas, burgués con asquitos, comunista por cuenta propia, padre de familia desertor, guerrillero frustrado y chulo.

Confiesa que cuando llegó a Cuba, el paraíso regido por su largamente idolatrado Fidel Castro lo desilusionó e hizo tambalear sus conceptos sobre la propia factibilidad del socialismo. La gente andaba mal vestida, hablaba a gritos y era grosera y amargada; las calles estaban sucias, los baños públicos clausurados y los capitanes de los mal abastecidos y casi inaccesibles restaurantes trataban a los comensales como si fueran presidiarios. En definitiva, el recién llegado uruguayo, que para cenar o almorzar tenía que comprar turnos a los coleros, no habría tratado mejor a “aquel populacho mal vestido, que comía con modales horrendos, sorbía la sopa, se metía los dedos en la nariz y forrajeaba con sus bolsos”.

Refiere que para salir de su desencanto, necesitó los consejos de otro aeropirata, un profesor argentino apellidado Irigoyen: “Me hizo ver mi comportamiento de señorito burgués, escandalizado por el mal gusto de las zapatillas de plástico rosadas y por los eructos de los comensales, sin ver que en Cuba se había entronizado el milagro de una verdadera revolución popular; y que esas personas feas, maleducadas y peor vestidas que yo veía escupir sobre las lozas pulidas de un restaurante y apretujar sus sobras en grandes bolsas de nylon, era el auténtico pueblo cubano”.

Irigoyen instó a Chavarría a “compartir las carencias de este pueblo y ayudarlo a que fuera un día más culto, tuviera mejor gusto, mejores zapatos y supiera comportarse en los restaurantes”. A fin de cuentas, Daniel Chavarría está convencido de que “el perfeccionamiento masivo de un pueblo requiere mucho tiempo”. Francófilo como fue alguna vez, afirma que “los franceses de hoy empezaron a reeducarse en 1789 y por eso ya no escupen ni eructan en los restaurantes”.

La mucha paciencia y confianza en Fidel Castro de Daniel Chavarría fue puesta a prueba de nuevo con el Período Especial, pero el dinero que ganó con sus novelas logró hacerlo remontar su falta de fe. En 1990 se inició su período de florecimiento material. Mientras la crisis arreciaba y no había papel para publicar los libros de sus colegas cubanos, Chavarría comenzó a cobrar derechos de autor en monedas convertibles, a viajar a Europa invitado por sus editores y a gozar de un elevado nivel de vida y consumo.

Por tales razones, la fe en la revolución cubana de Daniel Chavarría, que antes, cuando escribía novelas de espionaje dentro de los parámetros del realismo socialista, tenía altibajos, se consolidó.

Hoy ya no le importa que los cubanos aún no sean el pueblo mejor alimentado, vestido y calzado que él sueña. No importa que aún eructen, escupan en el suelo, griten palabrotas de máximo calibre y forrajeen en jabitas de nylon las sobras para alimentar sus puercos. Chavarría tiene la certidumbre de que muchos males que no se han podido erradicar y que no lo afectan a él para nada (las carencias, la corrupción, los hábitos solariegos, los funcionarios negligentes, las jineteras y rufianes que acosan a los turistas) algún día desaparecerán.

Admira tanto a Fidel Castro, que confiesa que a veces, en algunas recepciones, se ha puesto impertinente y ha abusado de su paciencia (que nadie imaginaría tan grande). Con varios tragos de más, después de una cena en el Palacio de la Revolución, le espetó al Máximo Líder su teoría del vampirismo energético; luego le dijo que, en su opinión, era un error negar su condición de dictador, sólo que a la usanza de la República Romana, como Cincinato o Fabio Máximo.

En otra ocasión, en una casa de protocolo, desquiciado ante la presencia del Jefe, se arrodilló, y con los brazos abiertos, le pidió abrazarlo. No conforme, todavía de rodillas y con los brazos en cruz, como un penitente (o una tiñosa), le imploró: “Déjeme darle un beso, Comandante”.

Daniel Chavarría explica el efecto de Fidel Castro sobre él: “Supongo que así como su oratoria enardece y moviliza a la muchedumbre en la Plaza, también me enardece a mí, pero con efectos insólitos, como el de trastornarme e inducirme a decir sandeces”.

De sandeces, en especial cuando habla de Cuba y los cubanos, están llenas las memorias de Daniel Chavarría. Por eso me disgustó tanto el libro. Sospecho que el Comandante, que tiene tantos adulones que se saben comportar, si leyó el libro, tampoco le agradó.
luicino2004@yahoo.com