Tomado de http://www.diariodecuba.com/
El entorno árabe
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¿Por qué la promoción de un Estado 'democrático' en los países islamistas es una quimera?
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Por Juan F. Benemelis
Miami
18 Dic 2013
El islam es una religión política en el sentido etimológico de la palabra. Por ello, la demanda de separar la religión del Estado en los países islámicos, ilusión de las cancillerías occidentales, va más allá que una simple secularización.
Si bien la Sharia, o ley islámica, es varios siglos más joven, por ejemplo, que las leyes romanas, ella fue producto de los clanes tribales árabes, que vivían en un medio social más atrasado que la antigua Roma. Por eso, aparte de modernizar un código civil tribal del siglo VII, existe el gran problema de completarlo, puesto que tanto el fundamentalismo islámico ortodoxo, como las naciones "petro-árabes, o el nacionalismo árabe, han sido incapaces de responder a los problemas que les presenta la sociedad moderna.
Más aún, las capas modernizantes en las sociedades islámicas, en general, nunca han mostrado interés en reformar su propia religión. Quizás esto ayude a explicar por qué las corrientes nacionalistas en suelo islámico, con la excepción del kemalismo en Turquía, nunca han abrazado el secularismo; y por qué la promoción de un Estado "democrático" es una quimera.
El turco Mustafá Kemal fue una excepción entre sus pares. En Occidente se le ha juzgado mal. Kemal no desarrolló su lucha contra el colonialismo o el imperialismo, sino contra el sultanato, es decir, la combinación del poder temporal y espiritual en el califato islámico.
Por su parte, los "nacionalistas radicales" de la posguerra, como el egipcio Gamal Abdul Nasser, el tunecino Habib Bourguiba, el argelino Houarí Bumedién o el libio-berebere Muamar Gadafi, e incluso los gobernantes iraquíes post-Sadam, han asumido el manto islámico cada vez que enarbolaban la retórica antiimperialista. Sobre todo porque siempre es una manera "conveniente" de protegerse de la calle y los baazares. Y, recordemos que en Irán y Paquistán, donde nacionalistas como Mossadegh y Ben-Azir Bhutto lograron formar gobiernos civiles, el ejército los barrió de inmediato.
Incluso en Irán, donde la experiencia de Mossadegh fue muy corta, el Shah Reza Pahlavi trató también de experimentar con cierto nacionalismo, pero con métodos pseudo-bismarckianos combinados con un ridículo bonapartismo.
Todos ellos se opusieron y oponen siempre a la "opresión foránea" o al "enemigo nacional", a nombre del islam, y nunca se les oye decir que lo hacen en defensa de la "nación". Por ejemplo, Sadam Husein era para el Ayatola Jomeini un "ateo" y un "infiel"; Estados Unidos no es un "imperialismo" para los ayatolas, sino el "Gran Satán"; y a Israel no se le considera un usurpador sionista de tierras palestinas, sino un usurpador "judío" de tierras santas islámicas.
Espejismos occidentales
En Occidente, el espejismo con el cual siempre se ha analizado y actuado en el orbe islámico ha llevado a pensar que luego de tales renovaciones, como las esperadas en la Primavera Árabe, y las que acechan en otros sitios, tendrían lugar escenarios más favorables para esas poblaciones, y posiciones políticas menos contestatarias a Occidente, esperándose, ilusamente, un hecho "democratizador".
El entorno del pueblo volcado a las calles y los baazares, y como su resultado, la caída de regímenes o personajes desagradables a Occidente, por mucho que motive a la solidaridad, no puede llevar a la noción de que tal hecho resulta una garantía de "democratización", o incluso de un orden político menos represivo o tiránico y menos anti-occidental que el derrocado.
Es cierto que las demandas callejeras conjuntamente con las presiones exteriores provocaron los reemplazos en el poder, hasta ahora en Túnez, Egipto, Libia y Yemen, desestabilizando, de paso, a otros Estados como Siria, Qatar y Omán, e influyendo en posiciones menos proclives a la negociación por parte de los dirigentes palestinos en sus negociaciones con Israel.
Pero los movimientos populares en el mundo islámico nunca llegan al poder, como recién se ha comprobado en la Primavera Árabe, donde, siempre tras bambalinas, los fundamentalistas o el ejército se aprovechaban de la confusión para hegemonizar al final el proceso.
Occidente no acaba de entender la profunda huella del tribalismo, de los clanes y minorías étnicas en el comportamiento político del mundo islámico, en una sociedad arcaica donde cada tribu o clan asume la ley natural de sobrevivir a expensas del más débil; donde no existen mediadores externos y donde el perjudicado cuando vence se erige también en juez y en ejecutor.
Y, es el error de quienes se asoman al Medio Oriente buscando naciones, en la acepción moderna del término; aquí cada Estado difiere dramáticamente del otro y esto ya era realidad antes del estallido, hace un par de años en Túnez, que terminó devorando luego a Egipto, Yemen y Libia. Por ello, no es sorpresa que varíe la lógica que se desarrolla en cada país mesoriental, al igual que las recetas de solución desovadas por los think tanks de Occidente, y el corolario final que nunca es el que se espera.
Otoños Árabes
El Egipto que ha surgido tras la caída de Hosni Mubarak no puede decirse que es un proyecto mejor; el país sigue bajo la égida de la misma dictadura nacionalista árabe calcificada, que instauró Nasser y sus "oficiales libres" cuando se rebelaron contra el rey Farouk en 1952.
El generalato egipcio, encabezado por Abdel Fattah El-Sisi, que en realidad fue quien depuso a Mubarak, nada hizo o ha hecho por rejuvenecer la estructura y los métodos de poder, enfrascados en el forcejeo con la Hermandad Musulmana, la cual se lanzó a manipular el proceso, y quienes resultaron utilizados fueron los miles de jóvenes manifestantes que aspiraban a un Egipto de gobierno secular y liberal.
Todos estos intentos de "nacionalismo" han fallado espectacularmente en la era moderna. Es por eso que el fundamentalismo islámico ha encontrado tanto apoyo en los marginados y en la juventud sin esperanza. Quizás es posible que una gran porción del Medio Oriente sufra bajo la bota de regímenes fundamentalistas estilo Talibán, para que tal opción sea rechazada como fórmula de gobierno, como sucedió en Argelia cuando la Hermandad Musulmana ganó las elecciones y se dedicó a degollar mujeres, precipitando un golpe de Estado "anti-democrático", y como a todas luces está sucediendo ya en Irán.
Y si tal es un escenario plausible, entonces las actuales crisis del Medio Oriente resultarán juegos infantiles ante las hecatombes que nos pueden traer estos "Otoños Árabes".
El entorno árabe
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¿Por qué la promoción de un Estado 'democrático' en los países islamistas es una quimera?
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Por Juan F. Benemelis
Miami
18 Dic 2013
El islam es una religión política en el sentido etimológico de la palabra. Por ello, la demanda de separar la religión del Estado en los países islámicos, ilusión de las cancillerías occidentales, va más allá que una simple secularización.
Si bien la Sharia, o ley islámica, es varios siglos más joven, por ejemplo, que las leyes romanas, ella fue producto de los clanes tribales árabes, que vivían en un medio social más atrasado que la antigua Roma. Por eso, aparte de modernizar un código civil tribal del siglo VII, existe el gran problema de completarlo, puesto que tanto el fundamentalismo islámico ortodoxo, como las naciones "petro-árabes, o el nacionalismo árabe, han sido incapaces de responder a los problemas que les presenta la sociedad moderna.
Más aún, las capas modernizantes en las sociedades islámicas, en general, nunca han mostrado interés en reformar su propia religión. Quizás esto ayude a explicar por qué las corrientes nacionalistas en suelo islámico, con la excepción del kemalismo en Turquía, nunca han abrazado el secularismo; y por qué la promoción de un Estado "democrático" es una quimera.
El turco Mustafá Kemal fue una excepción entre sus pares. En Occidente se le ha juzgado mal. Kemal no desarrolló su lucha contra el colonialismo o el imperialismo, sino contra el sultanato, es decir, la combinación del poder temporal y espiritual en el califato islámico.
Por su parte, los "nacionalistas radicales" de la posguerra, como el egipcio Gamal Abdul Nasser, el tunecino Habib Bourguiba, el argelino Houarí Bumedién o el libio-berebere Muamar Gadafi, e incluso los gobernantes iraquíes post-Sadam, han asumido el manto islámico cada vez que enarbolaban la retórica antiimperialista. Sobre todo porque siempre es una manera "conveniente" de protegerse de la calle y los baazares. Y, recordemos que en Irán y Paquistán, donde nacionalistas como Mossadegh y Ben-Azir Bhutto lograron formar gobiernos civiles, el ejército los barrió de inmediato.
Incluso en Irán, donde la experiencia de Mossadegh fue muy corta, el Shah Reza Pahlavi trató también de experimentar con cierto nacionalismo, pero con métodos pseudo-bismarckianos combinados con un ridículo bonapartismo.
Todos ellos se opusieron y oponen siempre a la "opresión foránea" o al "enemigo nacional", a nombre del islam, y nunca se les oye decir que lo hacen en defensa de la "nación". Por ejemplo, Sadam Husein era para el Ayatola Jomeini un "ateo" y un "infiel"; Estados Unidos no es un "imperialismo" para los ayatolas, sino el "Gran Satán"; y a Israel no se le considera un usurpador sionista de tierras palestinas, sino un usurpador "judío" de tierras santas islámicas.
Espejismos occidentales
En Occidente, el espejismo con el cual siempre se ha analizado y actuado en el orbe islámico ha llevado a pensar que luego de tales renovaciones, como las esperadas en la Primavera Árabe, y las que acechan en otros sitios, tendrían lugar escenarios más favorables para esas poblaciones, y posiciones políticas menos contestatarias a Occidente, esperándose, ilusamente, un hecho "democratizador".
El entorno del pueblo volcado a las calles y los baazares, y como su resultado, la caída de regímenes o personajes desagradables a Occidente, por mucho que motive a la solidaridad, no puede llevar a la noción de que tal hecho resulta una garantía de "democratización", o incluso de un orden político menos represivo o tiránico y menos anti-occidental que el derrocado.
Es cierto que las demandas callejeras conjuntamente con las presiones exteriores provocaron los reemplazos en el poder, hasta ahora en Túnez, Egipto, Libia y Yemen, desestabilizando, de paso, a otros Estados como Siria, Qatar y Omán, e influyendo en posiciones menos proclives a la negociación por parte de los dirigentes palestinos en sus negociaciones con Israel.
Pero los movimientos populares en el mundo islámico nunca llegan al poder, como recién se ha comprobado en la Primavera Árabe, donde, siempre tras bambalinas, los fundamentalistas o el ejército se aprovechaban de la confusión para hegemonizar al final el proceso.
Occidente no acaba de entender la profunda huella del tribalismo, de los clanes y minorías étnicas en el comportamiento político del mundo islámico, en una sociedad arcaica donde cada tribu o clan asume la ley natural de sobrevivir a expensas del más débil; donde no existen mediadores externos y donde el perjudicado cuando vence se erige también en juez y en ejecutor.
Y, es el error de quienes se asoman al Medio Oriente buscando naciones, en la acepción moderna del término; aquí cada Estado difiere dramáticamente del otro y esto ya era realidad antes del estallido, hace un par de años en Túnez, que terminó devorando luego a Egipto, Yemen y Libia. Por ello, no es sorpresa que varíe la lógica que se desarrolla en cada país mesoriental, al igual que las recetas de solución desovadas por los think tanks de Occidente, y el corolario final que nunca es el que se espera.
Otoños Árabes
El Egipto que ha surgido tras la caída de Hosni Mubarak no puede decirse que es un proyecto mejor; el país sigue bajo la égida de la misma dictadura nacionalista árabe calcificada, que instauró Nasser y sus "oficiales libres" cuando se rebelaron contra el rey Farouk en 1952.
El generalato egipcio, encabezado por Abdel Fattah El-Sisi, que en realidad fue quien depuso a Mubarak, nada hizo o ha hecho por rejuvenecer la estructura y los métodos de poder, enfrascados en el forcejeo con la Hermandad Musulmana, la cual se lanzó a manipular el proceso, y quienes resultaron utilizados fueron los miles de jóvenes manifestantes que aspiraban a un Egipto de gobierno secular y liberal.
Todos estos intentos de "nacionalismo" han fallado espectacularmente en la era moderna. Es por eso que el fundamentalismo islámico ha encontrado tanto apoyo en los marginados y en la juventud sin esperanza. Quizás es posible que una gran porción del Medio Oriente sufra bajo la bota de regímenes fundamentalistas estilo Talibán, para que tal opción sea rechazada como fórmula de gobierno, como sucedió en Argelia cuando la Hermandad Musulmana ganó las elecciones y se dedicó a degollar mujeres, precipitando un golpe de Estado "anti-democrático", y como a todas luces está sucediendo ya en Irán.
Y si tal es un escenario plausible, entonces las actuales crisis del Medio Oriente resultarán juegos infantiles ante las hecatombes que nos pueden traer estos "Otoños Árabes".
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