EL VICIO DE LAS TELENOVELAS
Por Esteban Fernández
28 de mayo de 2015
Ustedes pensarán que yo soy un exagerado, pero les garantizo que detrás de cada telenovela se esconde una peligrosa agenda social y política. ¿No han notado que en casi todos esos churros los ricos, hacendados, latifundistas son los malos abusando del obrero, de la criada y de todos los humildes en general? Pero bueno, a mí -si quieren- no me hagan caso porque ya hasta a las películas viejas de Cantinflas les veo la veta roja.
¿Por qué la gente ve las telenovelas? Por tres motivos: Primero, porque si uno no habla inglés las estaciones de televisión hispanas no brindan muchas otras alternativas. Dos, porque los problemas de los personajes son tan grandes y complicados que hacen lucir pequeños los nuestros, y último, porque hay muchas personas que sinceramente les gustan. Yo no me encuentro en ese grupo y les voy a decir los motivos:
¿Ustedes no se han fijado que durante los últimos dos episodios resuelven en un dos por tres todos los enredos que perfectamente bien hubieran podido resolver durante los dos primeros capítulos? Esos problemas los alargan, los estiran, los demoran, y un “secreto” que posee el personaje principal y que durante los primeros 10 minutos de la telenovela lo pudo haber soltado, lo aguanta, no lo dice, nos hace sufrir, y todos los días promete: “Mañana sí que se lo voy a contar todo a Don Pancho”, y al otro día no dice nada, y seis meses después no ha dicho ni pío, y todas las noches uno se desespera pensando: “¡Habla, chico, habla, suelta el gallo!”.
Como se habrán fíjado el malo se pasa todo el tiempo manejando perfectamente bien, sin problema, parece ser un tremendo chofer, nunca lo vemos darse un trago, pero usted sabe que en el último episodio lo vamos a ver caer por un barranco, borracho, manejando como un loco. Por lo menos nos debieron hacer creer que el tipo era “curda” y “paragüero”.
Y encima de eso las telenovelas se convierten en un vicio ¿ustedes no han ido de visita a una casa y tienen puesta la dichosa telenovela y no la apagan y le prestan más atención que a los visitantes? Recuerdo una época en 1986 donde yo cogí tremendo vicio con una telenovela venezolana llamada “La Dama de Rosa” con Jeannette Rodríguez y Carlos Mata y coincidió con mis planes de ir por dos semanas a Miami y me pasé días averiguando si la estaban poniendo allá y a que horario. Les juro que si la respuesta hubiera sido negativa no hubiera ido a Florida.
Desde el primer día de la telenovela nos imaginamos que la pobrecita, bella, mal vestida, “muerta de hambre” va terminar en el último episodio casándose con el apuesto joven ricachón, pero ¿por qué no fue amor a primera vista y durante el primer episodio le fajó, se casó con ella y mandó al demonio a su presuntuosa y pedante familia?
Yo le digo a todo el mundo: “Me llaman cuando vayan a poner los dos últimos episodios”. En el penúltimo me explican “quién es quién” y “cuáles son los buenos y cuáles son los malos” y al otro día disfruto viendo casarse a los buenos, felices y tranquilos, mientras a los “malos” los encierran en la cárcel, los queman vivos o los recluyen en un manicomio. Desde luego, admito que también digo: “Por favor, si en algún momento cualquiera de las bellas actrices principales -que siempre “están enteras”- se está bañando en un río en “paños menores” me avisan para verla”. Por culpa de mi enamoramiento con Blanca Soto en “Eva Luna” tuve que ver como siete episodios.
Otro problema de las telenovelas es que a pesar de que (como les digo y ustedes saben) al final ganan los “buenos”, siempre a mí me da la sensación de que “no debieron haber ganado”, yo siempre pienso: “¡En la vida real, con tantas sandeces que hiciste, tú no te empatas con esa jeba más nunca!”.
Y a mí no me pueden tupir tratando de comerme el cerebro porque yo pude sufrir viendo la desgracia castrista cuando en 1959 ganaron los “buenos y abusados plebeyos” y tuvieron que salir corriendo los perversos ricachones y he comprobado el triste y desastroso final de “la película fidelista” donde los bonachones barbudos con rosarios y escapularios al cuello resultaron ser mil veces peores que los malos entonces no me impresionan estos telechurros rosados.
En las telenovelas los “malos” son más pícaros, inteligentes, brillantes en la maldad, vivos y despiertos que los “buenos”. En esos absurdos relatos “bueno” y “tonto” son sinónimos. Y en el último instante, cuando siempre triunfa el anodino, uno tiene ganas de decirle “¡Ganaste, mi socio, pero NO DEBISTE, por estúpido, haber logrado el éxito!”.
¿A usted no le da la sensación, durante la conclusión, que la victoria final de “los buenos” se la debemos agradecer a las plumas compasivas de los escritores de la telenovela y no al merecimiento y comportamiento de “los buenos”? ¿Usted no tiene ganas de gritarle: “¡Te salvaste porque el escritor quiere complacer a los televidentes, porque tú no eres más que un masoquista que te has pasado cinco meses comiendo lo que pica el pollo!”?
Pero, entre usted y yo, yo prefiero una novela en la tele mejor que ver a Jorge Ramos en su defensa de lo indefendible o a Raúl de Molina diciendo hipócritamente que Michelle Obama es preciosa.
Desde luego -haciendo un poco de historia real- les digo que los cubanos estuvimos dentro de los iniciadores de ese género desde que Félix B. Caignet lanzó al aire la radionovela El Derecho de Nacer. ¡Cuánto sufrió mi madre esperando que Don Rafael del Junco pudiera hablar! Aunque ahí hubo una justificación ya que ese silencio fue motivado porque en la vida real el actor español José Goula había pedido un aumento de sueldo que Goar Mestre no solamente no lo concedió sino que le pidió a Caignet que eliminara el personaje y Caignet lo que hizo fue producirle un “stroke” y quitarle el habla. Yo tenía cinco años pero recuerdo que se sentían unos sonidos guturales que increíblemente le dieron más radioescuchas a la novela.
Y, dicho sea de paso, no saben ustedes lo mucho que he tenido que discutir por estos lares asegurando vehementemente que esa novela no es mexicana ni creada por Ernesto Alonso.
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