LOS PRIMEROS PASOS EN EL EXILIO
Por Esteban Fernández
Soy simplemente un exiliado cubano y la historia comienza así: Al llegar al aeropuerto y bajar por la escalerilla del avión de la Pan American sentí un calor raro, inmediatamente me imaginé que el verano de Miami era más violento que el de Güines.
Retrospectivamente creo que el motivo era que traía puesto un pantalón de lana gris. Algo absurdo pero como yo obedecía ciegamente los mandatos de mis viejos le hice caso a mi madre cuando me dijo: “Llévate puesto el mejor pantalón que tu tengas”. Sin embargo, los desobedecí al llevarme puesta mi manilla de plata con mi nombre grabado. El miliciano me la quitó y me dijo: “Te la devolvemos cuando regreses”. Y ahí me mordí la lengua para no mentarle la madre en alta voz y que se me chivara la salida. Me sonreí al pensar: “¡Si algún día regreso y de lejos me divisas, mandate a correr!”
En la mano traía una maleta larga que si mal no recuerdo le llamaban “chorizo” o “jabuco”. Venía prácticamente vacía, adentro traía solamente dos pantalones más, dos camisas, dos calzoncillos y dos pares de medias. No traía nada de aseo personal ni maquinita de afeitar porque era casi un imberbe en ese momento aunque tenía unos incipientes pies de patilla tratando de imitar a Elvis Presley.
Allá arriba en la distancia, en algo que me pareció ser un balcón, vi a mi amigo Milton Sorí que venía a recogerme, lo saludé de lejos pero se tuvo que ir sin llevarme porque a todos nos trasladaron para un centro de investigaciones.
Ahí me demoré más de lo acostumbrado porque mientras la mayoría evitaba dar informaciones para salir del mal rato rápido, yo me di gusto denunciando y echando pa’lante a cuanto castrista había en mí pueblo. Total fue por gusto porque al final de la jornada no hicieron nada con las informaciones y muchos de esos esbirros andan desde hace rato por Miami.
Me sorprendió que el hombre que me entrevistaba (que era a todas luces un norteamericano hablándome en español con tremendo acento) sabía tanto o más de los fidelistas de Güines que yo. Recuerdo que pensé: “¡Ñoo, estos americanos se las saben todas!”. En realidad ellos sólo sabían lo que los cubanos les contábamos.
Un tremendo fallo mío fue que siendo menor de edad al preguntarme si yo tenía familiares en Florida mentí y respondí que “sí” y no recibí ningún tipo de ayuda. Era mi desespero por salir de allí e incorporarme a una invasión imaginaria e inexistente para regresar a Cuba con las armas en las manos.
Al abandonar ese pedante lugar me monté en una guagua sin rumbo fijo durante varios kilómetros (en ese tiempo yo no utilizaba la palabra “millas”) y me tiré del ómnibus cuando vi un teléfono público, en el bolsillo traía un papelito con el número telefónico de Milton. Lo llamé y le dije: “Oye, socio, le pregunté al guaguero y me dijo que me estaba bajando en jilia”. Le llevó como cinco minutos poder comprender que yo estaba en Hialeah.
Me recogió, me dio asilo en su casa. Lavé una tonga de platos en un hotel de Miami Beach, muy mal debo haber lucido cuando en el elevador una anciana cubana me regaló un dólar, hasta que recibí una carta de otro amigo de la infancia llamado Máximo Gómez Valdivia que me decía: “Ven para New York y al otro día de llegar comienzas a trabajar conmigo en una fábrica de ventanas de aluminio en New Jersey”.
El padre de mi amigo Milton llamado Rafael Sorí, director de la afamada orquesta güinera Swing Casino, me llevó al Refugio (a ese mismo lugar donde hace unos días Marco Rubio anunció su candidatura para presidente) y logré que me entregaran un pasaje de avión para Nueva York.
Dos meses más tarde me ilusioné creyendo que se cumplirían mis deseos de participar en una invasión a Cuba, y Máximo y yo nos fuimos y nos integramos. Y ya ustedes saben que no hubo un desembarco sino que fue uno de los primeros embarques de marca mayor.
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