LA MESA 13
Por Esteban Fernández
Agosto 27 2015
Esta es una información apenas conocida ni reconocida por el exilio cubano, ni por los que llegan hoy ni por los que llegaron hace 50 años. Esto no lo sabe casi nadie. Por lo tanto son muy contados los que lo agradecen.
Y ese secreto es que todas las agrupaciones anticastristas, combativas, sociales, culturales y fraternales -por lo menos en California- han contado siempre con una minoría de patriotas desinteresados quienes a través de muchas décadas han tenido que servir de bartenders, de camareros, mozos de limpiezas de los locales utilizados, acomodadores de sillas, sirviéndoles de voluntarios anfitriones a los demás cubanos -entre ellos a muchos mal agradecidos- que logren a regañadientes llevar a una fiesta, un baile, o un acto recaudatorios de fondos para la causa.
No sé cúando fue el momento triste y decepcionante en que los militantes comprendieron que para conseguir que un grupo de compatriotas fuera a escuchar discursos y a dar dinero había que brindarles comida, cerveza, y pachanga. Pero fue así. Y si se conseguía que un artista o cantante famoso viniera y actuara gratuitamente entonces si se llenaba de gente la reunión.
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Lo primero que tenían que hacer era rogarles a los demás compatriotas que les compraran una papeleta para asistir al banquete, darle coba a la gente y decirles que “de Miami vendría un conocido orador y que se serviría lechón, moros y yuca, postre y café cubano”.
Había que decorar el lugar, poner en la pared las banderas norteamericana y cubana, buscar los himnos nacionales y lo único fácil era conseguir un maestro de ceremonia porque siempre se contaba con Efrén Besanilla para hacer esa labor impecable y profesionalmente bien.
Y los militantes eran los que se ocupaban de servir la comida, de actuar como meseros y en la cantina siempre estaba -y ya tiene más de 90 años y sigue al pie del cañón- el viejo Antonio Rotella trabajando como un caballo. Y hay que quitarse el sombrero ante la eterna actuación de Nino y Maria Cardoso, Yolanda Tallón, Gilberto “Varadero” Pérez, Pedro Castillo y el incansable Yoel Borges. Pero lo peor, lo más difícil de sobrellevar era tener que escuchar las quejas y críticas de los comensales.
Desde luego, quede claro, yo estoy muy agradecido a esas quejas porque inmediatamente quedé puesto y convidado. Y llegué a la conclusión de que si la libertad de Cuba dependía de que yo les sirviera de criado a unos desconsiderados tomadores de Heineken la cosa iba para largo.
Y le agradezco mucho a un matrimonio cubano que rápidamente me hizo comprender que yo no servía para eso. Se trataba de una reunión bailable de una conocida organización anticastrista en busca de recursos. Y yo -joven, fuerte, lleno de entusiasmo- me brindé de voluntario para hacer cualquier cosa.
Creo que me dieron supuestamente la labor más sencilla, me pusieron en una mesita a la entrada del local cobrando las entradas. Todo iba más o menos bien hasta que llegó esa pareja de cubanos, pagaron y les dije: “Los voy a situar en la mesa 13”. El hombre me contestó: “¡Ñooo, chico, no me des la 13 que yo soy un poquito supersticioso!” Y le dije: “Está bien, no se preocupen, aquí estamos para ayudarlos, los pongo en la nueve”
A los cinco minutos regresa el señor y me dice: “Oye, mi socio, mi mujer está brava porque no conoce a nadie en la mesa nueve ¿quiénes son los guajiros esos, compadre?”.
“O.K. chico, váyanse para la 24, mira ahí todo el mundo está riéndose y lucen muy contentos”. Se va para allá, y al rato vuelve. Quede claro que en el ínterin todavía la mujer no ha soltado la cartera ni se ha sentado en ninguna de las mesas. Y me dice el compatriota: “¡No fastidies, me pusiste al lado de la orquesta y el ruido es infernal!”
Ya medio molesto le digo: “Vete para la 17”. El hombre mira para la 17 y sin ir para allá me dice “Qué va, la 17 está al lado del baño, estoy seguro que la peste a orine nos va a llegar hasta la mesa nuestra”
De pronto se nos acerca la esposa risueña y de lo más alegre dice “Viejo, en el lobby me encontré con María Cristina mi amiga de la infancia, pídele al empleado (el “empleado” soy yo) sentarnos con ella”. Yo miro para mi lista y veo que María Cristina y su marido están en la mesa 13. Y para allá se fueron felices y contentos. El tipo se tragó su superstición pero a la hora vuelve y me dice: “¡Esto aquí es un desastre, la cerveza que me sirvieron no está completamente fría!”.
Y es en ese preciso instante que Dios me ilumina y le pido a alguien mucho más patriota que yo para que asuma mi labor altruista y me fui pal’diablo. Hasta el día de hoy.
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