El papa Francisco en México
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A base de telenovelas, balompié, basílicas y visitas papales se mantiene en un limbo a un gran segmento de la población mexicana
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Por Félix Luis Viera
México DF
15/02/2016
Desde hace unos 20 días la artillería mediática le ha dado con todo a esta noticia. Desde varios puntos de la república azteca han viajado miles de personas a los sitios donde el Papa oficiará misa o simplemente hará acto de presencia, durante su visita del 12 al 18 de este febrero. Y también han arribado mexicanos y no mexicanos de otros países a encontrarse con él.
Los medios de comunicación, desde hace unas tres semanas, decía, hacen su agosto. Se inundan de cursilerías y los conductores y locutores se muestran como católicos de “hueso colorao”, tonterías mediante, a la par que citan posibles “milagros terrenales” del Santo Padre.
Se asegura que México es uno de los países más católicos de Latinoamérica, con un 83 % de sus habitantes inmersos en esta doctrina. Lo cual es ya mucho decir: justamente en las naciones más pobres, donde reina la miseria y la falta de educación es donde más se enraíza el catolicismo más rancio; resulta lógico.
En los países más desarrollados los católicos resultan más light, más amateurs digo.
Cuando en la Ciudad de México vemos a una indígena raquítica pidiendo limosnas en las calles —un espectáculo que abunda— mientras lleva de la mano a dos niños raquíticos, otro igual de raquítico cargado y otro más, que será raquítico, en el vientre, no lo duden: el padre cura, el párroco, su hermana, o su madre, o alguien en fin le reiteró debidamente que su misión en esta tierra de Dios es “Creced y multiplicaos”. No importa que ni el mago más hacendoso pueda sugerirle dónde hallará el sustento para la multiplicación in crescendo.
Si es cierto que México es el país más católico de América Latina, la pregunta es: ¿Entonces por qué está tan jodido? ¿Por qué su tasa de pobreza alcanza a casi la mitad de la población, y por qué el Gobierno ha debido iniciar hace dos años la “famosa” Cruzada contra el Hambre, que hasta ahora poca hambre ha matado, según se sabe? ¿Por qué, en fin, una buena parte de su población no puede gozar de
la multiplicación de los panes y los peces?
“La ignorancia mata a los pueblos, por eso es preciso matar a la ignorancia”, avisó José Martí.
Y ahí está el detalle: a base de telenovelas, balompié, basílicas y visitas papales, mantienen en el limbo a un gran segmento de la población mexicana. De este segmento la inmensa la mayoría está compuesta por ciudadanos que padecen de ignorancia. Y la ignorancia, la falta de instrucción, la incultura, valdría aclarar, es la fuente que nutre la sed de los poderosos; una sed, en muchos casos, inagotable.
Pensar que cuando vamos a la Catedral de México y el obispo auxiliar nos recibe rociándonos con agua “bendita”... Pensar, digo, que esa agua es bendita, y no agua común y corriente, de la llave, es el primer acto de barbarie con que podríamos ofender a una deidad de verdadero empaque.
Pensar, reitero, que un ser humano está capacitado por algún halo divino para bendecir el agua o un barco o una casa o un cajón de limpiabotas, es hacerse uno demasiado pequeño, demasiada poca cosa ante un semejante.
Creer a estas alturas en Adán, Eva, la Serpiente, la Manzana, Abel y Caín, etcétera, es negar los tantos descubrimientos y avances que el hombre, con esfuerzo sumo, ha conseguido hasta hoy.
Podemos estar seguros de que muchos de los varones y las damas de alcurnia que asisten a misa en una y otra latitud, lo hacen para cumplir un ritual, un hecho de Sociedad. Ellos no creen en que todos los hombres somos iguales ante Dios; o sea, ellos están conscientes de que son “más iguales” que otros.
La Iglesia católica, como entidad, como empresa, sigue jugando un papel importantísimo en el mundo Occidental de hoy. La Iglesia es capaz de aliviar entuertos sociales y políticos. Y aun tiene la posibilidad de combatir tiranías, desmantelar regímenes autocráticos. Eso es indudable. Es muy necesaria.
Pero pensar que el padre cura es un ministro de Dios, resulta demasiado.
Del mismo modo que pensar que el Papa es un Santo Padre y que una bendición de él hará más llevadera la vida de alguien.
La Iglesia Católica, como otras religiones bíblicas, se parecen al comunismo en lo siguiente: Basan su poder en el terror. A Dios se le teme, al régimen comunista también.
“La religión es el opio de los pueblos”, sentenció Carlos Marx.
Solo ocurre que el comunismo, nadie lo duda, es peor.
¿Y entonces?
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