NUNCA HE HABLADO CON UN COMUNISTA
Por Esteban Fernández
Esto no es un alarde sino una realidad y es UNA GRAN SUERTE QUE YO HE TENIDO. Quizás usted no me lo va a creer, pero yo me siento muy contento de no haber entrado nunca en una plática con un comunista ni con un castrista. Ni he discutido, ni he tratado de conversar ni llegar a un careo con ellos, ni en el exilio ni en Cuba.
Estuve detenido varias veces por insignificancias y durante cada interrogatorio respondía con un monosílabo: “Sí” o “No”. Y cuando los miembros del G2 me preguntaban quién había cooperado conmigo, respondí: “Moisés el mulatico que trabaja en la tintorería”. Yo sabía que era él quien me había chivateado.
Al presentar mis papeles en la Jefatura de la Policía para poder salir de Cuba, mi padre me acompañaba y fue mi viejo quien contestaba a las preguntas pertinentes. Yo ni los miraba. Nada de entrar en confianza, ni una sola sonrisa para ellos. Nada de “tener dos caras, ni usar doble moral”
Al salir de Cuba, en el aeropuerto de Rancho Boyeros, un esbirro sentado detrás de un buró me dijo escuetamente: “¿Qué tiempo piensa estar de visita en Estados Unidos”, lo miré seriamente y le dije tres palabras: “Yo regreso pronto” Eso fue todo, hasta ahí se extienden mis contactos con los castro-comunistas.
Es justo reconocer que me puse dichoso porque allá en Güines, los apapipios no tuvieron el más mínimo deseo, ni la más ligera intención de hablar conmigo ni de ser mis amigos. Mi odio y mis críticas contra el recién estrenado gobierno me hacían parecer ante ellos -y todavía hoy parezco- como un leproso o como un ser detestable y despreciable. Hasta cuando dos primos míos se vistieron de milicianos dejaron de ser mis parientes.
Dejé de hablarle a todo el que simpatizó con la nueva dictadura y viceversa. Un íntimo amigo mío que estuvo preso en la cárcel para menores de Torrens, aceptó el plan de rehabilitación que le ofrecieron y cuando regresó a mi pueblo me retiró la palabra. Parece que no hablarle a los contrarrevolucionarios era parte de las advertencias recibidas para poder ser puesto en libertad. Recuerden que les hablé de mi encuentro con el Comandante Enrique Borbonet, pero cuando supe que era Borbonet ahí mismo le retiré la palabra a pesar de que me convenía que me sacara de ese atolladero.
Fui tan dichoso en eso que otros dos pobres diablos, conocidos míos que se incorporaron al régimen, también dejaron de dirigirme la palabra. ¡Qué bueno! Tenía a mi favor que como era menor de edad, no trabajaba y no tenía que entrar en contacto ni debatir con jefes ni con empleados militantes de la tiranía. Y del Instituto de Segunda Enseñanza de Güines me expulsaron, así que eso eliminó cualquier necesidad de intercambiar con castristas que estudiaran o trabajaran allí.
Algunos dirán con muchísima razón: “Es que saliste muy temprano de Cuba y te puedes dar el lujo de decir eso”. De acuerdo, pero en el exilio tampoco me he relacionado, ni he conversado con ningún castrista. Muchas veces he sido invitado a programas de radio y de televisión para discutir con los enemigos, pero he rechazado todas las invitaciones. Yo no tengo nada que discutir con los comunistas y a cada uno de ellos sólo puedo decirle cuatro palabras: “Váyase usted al carajo”.
Un día tuve una sorpresa, que después de todo fue agradable. Fui invitado al programa radial de Agustín Tamargo en Miami. Al entrar en la cabina junto a Carlos Hurtado me encontré que el ex castrista José Cohen sería entrevistado junto conmigo. Pensé que la cosa terminaría como la fiesta del Guatao, pero resultó que Cohen atacó al régimen igual o más que yo, y además, pidió disculpas por haber participado en aquella basura. Llegó hasta criticar el grave error cometido por sus padres por haber apoyado al desgobierno cubano.
Acepto que he conocido a compatriotas que se han pasado como anticastristas, que hemos participado juntos en la lucha, que hemos entablado cierto compañerismo y que con el paso del tiempo nos hemos dado cuenta que siempre fueron infiltrados. Con esos he hablado sólo por ingenuidad, nada más que hasta el momento en que se descubrieron.
Hay personas que les encantan pelear o congraciarse con los fidelistas y que tratan de convencerlos o engatusarlos o polemizar con ellos; a mí no me interesa eso, ni allá ni aquí. Los defensores del régimen no merecen que yo gaste con ellos ni tres palabras, ni dos gotas de saliva.
Hubo un individuo que participaba en un grupo donde nos reuníamos todos los días para echarle con el rayo a Fidel Castro. El 20 de abril del año 61 me quedé frío cuando nos tropezamos en la calle Soparda. Él venía vestido con un recién estrenado uniforme verde olivo satinado y en sus manos traía un rifle F.A.L. Al enfrentarnos él bajó la mirada como con cierta pena. Diez años más tarde me llamó desde Miami. Al contestar el teléfono le reconocí la voz y colgué el auricular sin decirle una sola palabra. Hasta el día de hoy.
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