Ramón Humberto Colás: Los viejos buenos, la llave y una ciudad. Los viejos cubanos
Los viejos buenos, la llave y una ciudad
Por Ramón Humberto Colás
11 de marzo de 2017
Los muros que sitiaban las antiguas urbes tenían varias puertas y cerraban a ciertas horas para evitar los ataques de vándalos. Allí, las llaves, justificaban su función. Que una ciudad moderna tenga la suya, suena raro. Sin embargo, ahí están, como un símbolo de cierto valor, convertidos en regalos para homenajear a los personajes del momento. Miami, un lugar que funda su esplendor y glamour gracias a los primeros cubanos que llegaron a partir de 1959, entrega su llave con periodicidad. Ahora mismo, Gente de Zona, un dúo muy popular entre jóvenes, que morirá con el tiempo por su mediocridad, recibe el galardón y surge una pregunta. ¿Qué han hecho para merecerla más que un preso político o una heroína que dio su hijo a la causa de la libertad de Cuba?
Miami, es una urbe que se pudre por dentro por lo que recibe de afuera. Para ser exacto, de Cuba (la verdad es desnuda) arriban por montones muchachos (con suerte) que pisan el orgullo de los primeros, a los que llaman malos, adjetivo aprendido en los magisterios revolucionarios de Fidel, con deseos de superar todos los sueños americanos. Es curioso, que no lo pueden ocultar porque el apego mental a los dogmas del castrismo brota a flor de piel, acompañado del lenguaje pernicioso que poseen.
Son los cruzados de estos tiempos. Ignoran la historia de donde vienen y viven y están dispuestos a borrar un pasado que repudian y no les pertenece. Atacan a los buenos y viejos cubanos de la ciudad como si fueran albigenses o cátaros que deben a morir por voluntad expresa de un Rey habanero. La Habana, no se adecúa a la larga y firme verticalidad de la resistencia de estos miamenses. Y aparecen, como por arte de magia, visibilizándose en los medios con orgullo insustancial por la ocasión, los cómplices de siempre. Aquellos que miran a las montañas y sólo ven árboles. Pueden ser alcaldes, comisionados, directivos exitosos o gente de a pie. Todos, por sus entusiasmos ardorosos e incapacidad para medir, confunden las malas intenciones con propuestas buenas. Miami, es una ciudad amenazada por el contagio de quienes imponen, en silencio y a gritos, el estilo de vida del solar, del comité, las federadas y los delatores (perdón, quise decir chivatos)
La isla, ya lo sabemos, vive sin la historia de ayer. En Miami, muchos quieren escribir la de esta ciudad borrando las huellas de los que pisaron antes sus calles. A la vista de todos, actúan, con absoluta impunidad y como perros por sus casas, porque intentan rescindir el último reducto de dignidad que tiene Cuba. Lo hacen para sofocar sus voces en los medios, arrinconarlos en la nostalgia, convencerlos que están equivocados y asegurarles que jamás volverán.
¡Vaya castigo para los que hicieron el camino!
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A muchos, sobre todo a los jóvenes, les cuesta entender que en la década de 1950, incluso con la dictadura batistiana, Cuba era un mejor lugar para vivir que Estados Unidos.
En lo social. En lo económico. En lo humano. Acostumbrados a una cultura mediterránea en todo su esplendor y tolerancia, con una creciente permeabilidad entre clases, razas y credos, no es difícil imaginar el desgarramiento, el temor y la amargura de aquellos exiliados que al buscar apartamento tropezaban con un letrero de “No Cubans”, “No pets”.
La más pujante clase media de América Latina recogiendo tomates y aguacates en Kendall y Homestead. Miami, que hoy es un campo de contradicciones, era un campo a secas. El rencor desfigura.
Esa primera década de refundación a partir de cero debió constituir una descomunal prueba para un pueblo que ya casi tenía en sus manos un porvenir envidiable. Basta mirar las ruinas para comprobar lo que estaba en pie.
Pasamos la página del álbum y vemos a nuestros héroes con carro del año, casa propia y los hijos a punto de entrar a la universidad. La bonanza de un lento sacrificio. Y las arrugas prematuras. Y la consternación de las ilusiones que se fueron en sobrevivir con dos trabajos. En morderse la lengua en inglés y español. En poner las dos mejillas muchas veces. Ya pérdida la esperanza de volver.
Es natural, pues, que odien a Fidel con saña inmisericorde y fanática. Y que ese odio con frecuencia paralice su razón. Porque la razón que les toca comprender es salvajemente injusta.
Sobre esos hombros encorvados se levanta una callada y preservadora lección. Del pastel de guayaba a la devoción constitucional, del taburete a la guayabera, esas canas coronan una larga batalla por nuestra identidad.
(1965: Exiliados cubanos del éxodo de Camarioca en el Refugio, hoy Torre de la Libertad.)
Académicos, campesinos, comerciantes, artistas, médicos, pícaros y mártires, soñadores y pragmáticos, ricos y pobres, restituyeron a la nación el patrimonio dilapidado por Fidel.
A ratos, el país de sus sueños es más concreto que el país real. Ellos guardaron la receta y recordaron la canción.
En la última página del álbum, con el cuello almidonado y el pelo fragante a agua de colonia, tienen el candor de las piedras lavadas por la tormenta.
Los viejos cubanos: clave y aliento. Ellos horadaron en la roca, con uñas y dientes, las puertas que yo encontré abiertas. Ellos protagonizaron, a noventa millas, toda una epopeya de reafirmación nacional. Déjalos quejarse.
Déjalos refugiarse en sus pesares. La taza de café se les demora en las manos mientras leen las noticias de la isla. Y vuelven a oler las magnolias de desaparecidos patios. Y en el frío cristal de la tarde vuelven a tocar el rostro de sus muertos.
Los viejos cubanos, curtidos a la intemperie. Déjalos que sean como son. ¡Por qué es la sal de nuestra tierra!
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