Por Alexander A. Ricardo
24/10/2015
Gracias a su padre Gulliver junior viaja bastante seguido. Se le ve de gigante disfrutando en costas del Mediterráneo, o de enano aventurero sin problema en su vida, en su visa.
Zarpa a comparar si el azul de otros cielos es tan intenso como el suyo. Navegar en la flota de papá es un privilegio hereditario. Mientras transita por mares calmados, allá en su tierra, otros marineros solo ven pasar las gaviotas. Posee “barcos fantasmas” poderosos. Muy pocos logran verlos pasar.
Cientos de pergaminos narran las vivencias del elegido. Noches pausadas en las márgenes del Aomori. Barriles de vinos abiertos en playas hawaianas. Tardes de pesca en la bahía de Sidney.
El joven primogénito tiene libros coleccionando hojas de rutas; y siembra rosas náuticas al culminar cada travesía.
Una vez en casa no cuenta nada. Engaña a los coterráneos con anécdotas sobre naufragios. Describe olas enormes, tormentas interminables, criaturas marinas y las sirenas que cantan; luego agarra el saco y guarda el botín. Los trabajadores del muelle le llaman “mar-tirio”.
Quien fabricó su brújula no conoce nuevos horizontes. Pareciera resignado a seguir un único rumbo. Las manos de unos tejen las velas de otros.
Vuelve a levar el ancla, esta vez parte al norte, donde la frialdad del clima lo distanciaba tiempo atrás. Está bien abrigado y rodeado por secuaces. Abre el mapa y señala el destino. Mira a las estrellas en busca de buenos augurios, porque cuando niño nunca aprendió a nadar.
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