Donald Trump y el imperativo histórico
Por Jorge Ríopedre
Mayo 14, 2018
El 15 de septiembre de 1938, el primer ministro británico, Neville Chamberlain, se reunió con Adolfo Hitler para negociar un acuerdo que evitara la guerra. El Pacto de Munich fue suscrito dos semanas más tarde por Francia e Inglaterra, aceptando la demanda alemana de que se le entregara una zona de Checoslovaquia poblada por alemanes. Los checos se sintieron traicionados porque el convenio se hizo “acerca de nosotros, sin nosotros y contra nosotros”. Winston Churchill se limitó a valorar la acción de Chamberlain con la siguiente admonición: “Se te ofreció elegir entre la deshonra y la guerra y elegiste la deshonra, y también tendrás la guerra”.
Durante décadas, presidentes demócratas y republicanos se han plegado a la política de apaciguamiento chamberleana. La vacilación de John F. Kennedy tal vez ha ocasionado más daño a las Américas que todas las intervenciones de Estados Unidos juntas. Jimmy Carter toleró el deplorable espectáculo de los rehenes norteamericanos en Teherán. George W. Bush sacó a Corea del Norte de la lista de países que patrocinan el terrorismo. Barack Obama restó importancia a la humillación de marinos estadounidenses arrodillados en una embarcación detenida por iraníes y accedió a un controvertido acuerdo con Irán. Tanta beatería debilita la imagen de Estados Unidos dentro y fuera de sus fronteras.
En este complicado marco de política exterior era difícil imaginar qué otra cosa podía hacer Donald Trump, un hombre sin experiencia política o diplomática formado en una áspera cultura neoyorquina donde no se toman prisioneros. Peor aún, al derrotar a Hillary Clinton se convirtió en el asesino de la
abeja reina de los medios de prensa y la mitad de la población estadounidense, falta imperdonable que no prescribe ni aunque descubra la piedra filosofal.
Pese a todo, Trump se las ha agenciado para anotarse algunos puntos que quizá le aseguren un lugar en los libros de historia: la reforma fiscal, el traslado de la embajada norteamericana a Jerusalén y sobre todo las negociaciones de paz con Corea del Norte. En este lance puede que se defina la reelección de Trump, a menos que él decida volver a la vida privada o los demócratas encuentren la fórmula para forzar su salida del poder. Ahora bien, si Trump sobrevive y va a la reelección, su base política parece estar dispuesta a que continúe residiendo en la Avenida Pennsylvania.
Esto me lleva a reiterar la conclusión a la que llegué en mayo de 2016 (siete meses antes de los comicios) luego de escuchar por radio un comentario del veterano político Maurice Ferré, en el que predijo que las elecciones presidenciales de aquel año las decidiría el voto blanco. Otras fuentes confirmaron la predicción. Barack Obama ganó la reelección en 2012 a pesar de haber recibido 5 millones de votos blancos menos que en 2008. Estos cinco millones que no votaron por Obama tampoco votaron por Mitt Romney, se quedaron en sus casas, de modo que si Trump lograba movilizar esa masa abstencionista la victoria sería suya, como hubo de suceder.
Por consiguiente, los republicanos podrían conservar la Casa Blanca si logran recuperar de nuevo un estimado de entre 5 y 10 millones de votantes blancos descontentos que no votaron en 2012, además de obtener el apoyo de blancos que votan tradicionalmente por el Partido Demócrata. Si tal cosa ocurre, los republicanos podrían volver a ganar las elecciones con alguna ayuda del voto hispano, sobre todo el voto cubano en un Estado clave como la Florida. Sin embargo, los demócratas no deben desanimarse, dentro de pocos años los blancos pasarán a ser la minoría y entonces ellos podrán cambiar la cerradura de la Casa Blanca. Sólo tienen que esperar por el resultado inexorable del cambio demográfico.
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