Cuba: agonía de una revolución
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En la isla hubo un intento, una esperanza y una pretensión que no deben olvidarse. Pero el sueño que encarnó la llegada de Fidel Castro al poder hace 60 años agoniza sin remedio
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Por Patricio Fernández
17 FEB 2019
Muchos extranjeros han comprado propiedades a nombre de cubanos en los últimos años en La Habana porque aún no está permitido que lo hagan por sí mismos. Los precios se han multiplicado. En el barrio del Vedado abundan las mansiones y departamentos en restauración. En la zona de Miramar existen pubs donde los únicos negros que hay adentro son los guardias de seguridad: tipos grandes y macizos como los que custodian las discotecas neoyorquinas o parisienses. Meses atrás fui a uno de esos —el Mio & Tuyo—, y cuando quise llegar al área donde se encontraban las mujeres más admirables, uno de esos porteros me detuvo poniendo su brazo en mi hombro: “De aquí para allá es vip”, me dijo. “Para pasar debes comprar una botella de whisky Chivas Regal o ser socio del club”, agregó. Y yo pensé: terminó la revolución.
Al menos 30 movimientos guerrilleros surgieron en América Latina desde que triunfó la revolución cubana hasta fines de los años ochenta. Actualmente no queda ninguno, salvo el ELN de Colombia, convertido en organización delictual. La revolución —ese fantasma que hoy parece abandonar el continente— cautivó a los mejores políticos, artistas e intelectuales de su época, y una novelística esplendorosa brotó bajo su sombra. Hasta el cristianismo participó de su embrujo justiciero con la teología de la liberación. Pero esa fe hoy parece terminar su reinado. De ella quedan, cuando mucho, discursos vacíos, promesas y consignas que de tanto repetirse, sin nunca realizarse, han perdido su sentido.
Para esos que combatieron siempre la revolución, porque desde un comienzo atentó contra sus intereses y los tuvo por enemigos declarados, su muerte es motivo de festejos. A ellos les conviene, no obstante, mantener viva la idea de su amenaza, para así presentarse como guardianes de las mayorías y conservar el poder. Para quienes, en cambio, creyeron que otro mundo era posible y que la fraternidad podía imponerse al egoísmo, constatar que sus deseos abonaron la intolerancia, el abuso y la pobreza duele y quita el habla. Ha de ser por eso que hoy la izquierda honesta está muda.
Los cubanos suelen discutir sobre cuándo la revolución perdió su encanto. Algunos dicen que a comienzos de los setenta, tras el caso Padilla, con la sovietización del llamado Quinquenio Gris, cuando hasta los edificios se diseñaron con los planos de Jruschov y se instaló el concepto de “diversionismo ideológico” para todo aquel que pensara o deseara algo fuera de la norma establecida. Según otros, fue en 1989 con la Causa Número 1 —que terminó con el fusilamiento del general Ochoa, uno de los tipos más respetados de la revolución— y la caída de la URSS. Lo que vino después, el Periodo Especial, a los cubanos no se les olvidó más. Desapareció el petróleo y era tan
breve el tiempo que tenían luz eléctrica que, en lugar de hablar de apagones, hablaban de “alumbrones”. Hasta gatos salían a cazar para comer.
( Imagen del documental 'Rebeldes de Sierra Maestra' (1957). Bettmann Archive Bettmann GETTY IMAGES)
El petróleo y la comida volvieron a Cuba con la llegada de Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela. Chávez vio en Fidel la figura de un padre, de un modelo, de un guía. Quiso seguir sus pasos y revivir a su manera el sueño de revolución que agonizaba agregándole el apellido de “bolivariana”. Compró Gobiernos en toda América Latina mientras el precio del crudo estaba por las nubes y los sumó al llamado socialismo del siglo XXI, cuando lo cierto es que el capitalismo ya había triunfado y lo suyo no era más que la triste caricatura de un hecho histórico que se apagaba. La revolución ya no tenía artistas, ni intelectuales, ni poesía, ni fe.
Si en Cuba hubo generaciones que se rompieron las palmas cortando caña, en Venezuela se predicaba con fajos de billetes en la mano. Si Chávez vio en Fidel a un padre legitimador, Fidel encontró en Chávez a un hijo como el que muchos cubanos tienen en el exterior, desde donde les mandan dinero para sobrevivir. Por duro que resulte reconocerlo, el sueño del socialismo y de la dignidad cubana estuvo siempre financiado por otros.
Pero si la revolución cubana perpetuó en el poder a ese grupo que lo conquistó a fines de la década de 1950, dando lugar a una gerontocracia inmune a los cambios, no generó una élite de millonarios, como el chavismo. En un comienzo se les llamó boliburgueses y hoy se les conoce como enchufados. Comerciando petróleo, droga, oro y diamantes nacionales, amasaron fortunas inconmensurables, al mismo tiempo que vociferaban contra los ricos y a favor del pueblo. Hoy son ellos los principales clientes de los pocos restaurantes de lujo que quedan en Caracas, mientras en los barrios se multiplican los comedores solidarios (ollas comunes) para combatir la desnutrición. Las cajas CLAP (del Comité Local de Abastecimiento y Producción) que reparte el Gobierno para paliar la crisis alimentaria, según bromean quienes las reciben, “son como el periodo, porque llegan una vez al mes y duran una semana”. La pobreza y la desigualdad han aumentado notoriamente bajo el Gobierno de Nicolás Maduro.
La Iglesia revolucionaria cubana está colmada de sacerdotes profesionales que ya perdieron la fe y de gestos que, desprovistos de significado, hoy parecen morisquetas. Nadie vive ahí ni de la tarjeta de abastecimiento mensual ni del sueldo que el Estado paga. Algunos lo resumen así: “Aquí unos hacen como que trabajan y otros hacen como que les pagan”. Con unos 26 euros mensuales —el equivalente al salario oficial—, se mueren de hambre. La mayor parte de la economía nacional se desarrolla fuera de esa estructura socialista. Quienes trabajan para una empresa estatal lo hacen principalmente para tener acceso a los bienes que pasan por ahí: los camioneros al petróleo, los panaderos a la harina, los albañiles al cemento… Luego lo roban como hormigas y lo venden en el mercado negro. Es una costumbre adquirida, de modo que ningún cubano juzga a otro por hacerlo. Si hubiera que describir el grueso del funcionamiento de la economía cubana, habría que decir que se trata de un capitalismo salvaje, desregulado y libre de impuestos.
El proceso de degradación no es nuevo, pero ahora se encuentra en una etapa terminal. Nadie habla de socialismo. Es notorio el renacer de una nueva burguesía. Aunque las condiciones de vida de la inmensa mayoría siguen siendo muy precarias, ese pequeño grupo que está protagonizando los cambios viaja, tiene Internet en sus casas (hay empresas piratas que lo instalan) y le sirve de fachada a dineros provenientes de fuera.
A estas alturas es un régimen político en el que nadie cree. Lo mató el orgullo, el autoritarismo, la burocracia. El iluminismo, la arrogancia, el control. Quiso ser el mundo nuevo y devino un mundo viejo. Desde hace tiempo su objetivo no es la justicia, sino la supervivencia. No salen en su defensa los espíritus atrevidos e irrespetuosos. Eso que alguna vez encarnaron los barbudos de la Sierra Maestra, hoy les apunta con el dedo y los condena. Me dijo un rastafari, en el parque Céspedes de Santiago de Cuba: “¿Cómo pueden seguir hablando estos viejos de revolución si luchan día y noche para que nada cambie?”.
A pesar de todo, en Cuba hubo un intento, un atrevimiento, una esperanza y una pretensión que más temprano que tarde debiera volver a encararnos, porque el ser humano puede renacer tras el fracaso, pero la renuncia a toda ilusión lo mata para siempre. La tarea de mantener vivo el espíritu de una comunidad, de hacer que cada hombre sea también responsable de los otros, y lograr que la libertad de cada individuo no sea enemiga de la libertad de los demás sigue en pie. Para hacerla creíble es requisito indispensable atreverse a pensar de nuevo. Dejar atrás sin complejos aquella izquierda fracasada y pervertida. Terminar con ese matrimonio envenenado, para poder enamorarse auténticamente otra vez.
Patricio Fernández es fundador y director del semanario chileno ‘The Clinic’. Su último libro, ‘Cuba. Viaje al fin de la revolución’, ha sido publicado por Debate el 24 de enero.
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Nota del Bloguista de
Baracutey Cubano
En Cuba no era necesaria una revolución política, económica ni social.
En el documental ¡Viva la República! , del director de
cine Pastor Vega (conformada mediante documentales robados a principios
de la Robolución al afamado cineasta Alonso ) se vilipendia a la
República de Cuba; uno de los guionista de ese documental fue Jesús
Díaz. quién posteriormente funda en España la revista Encuentro de la Cultura Cubana. Años después de escribir el guión de dicho documental, Jesús Díaz cambió
totalmente su perspectiva sobre la República de Cuba y eso se puede
verificar en el número 24 de dicha revista que es un homenaje a la
República de Cuba por su centenario. Un fragmento escrito por Jesús Díaz
dice:
¨Más allá de sombras, contradicciones y tensiones cuentan los
resultados. Y locierto es que la República partió de una realidad
terrible en 1902 y que, como prueban varios de los trabajos que
publicamos, en 1959 la Cuba republicana estaba situada no solo entre los
primeros países de América Latina en muchos de los principales
indicadores de desarrollo económico, social y cultural, sino que tam-
bién superaba en algunos de ellos a países europeos como España,
Portugal, Gre- cia o la propia Italia. La Cuba republicana era una
nación que acogía inmigrantes —españoles, chinos, judíos, árabes,
italianos, jamaiquinos, haitianos—; la Cuba actual, en cambio, es desde
hace años y años una fuente inagotable de exiliados que emigran hacia
los más diversos países con la esperanza de encontrar en ellos lo que el
nuestro les niega¨
En el libro La verdadera República de Cuba, escrito por el Dr.
Andrés Cao Mendiguren, uno de los mejores libros sobre la república
cubana (1902-1958 ) que se ja escrito (quizás el mejor de los que he
leido en mi vida), incluyendo la monumental obra en 10 tomos Historia de la Nación Cubana, aunque este último incluye el período colonial y llega hasta el año 1952, se lee:
¨Cabe
decir que aquellos pensamientos de 1913 expresaban una realidad porque
esa nación se alcanzó muy pronto en décadas posteriores, aunque en
1959 fue demolida por los que usurparon el poder, y ha sido
vilipendeada por una oleada de intelectuales comprometidos o
mediocres. El testimonio de ello es que Cuba ocupaba las primeras
posiciones en todos los renglones de los anuarios de las Naciones
Unidas para la América Latina. Y hay que reconocer que estos logros
tan destacados no se hubieran podido conseguir si nuestros
gobernantes, y a pesar de sus errores, no hubieran tenido interés y
acierto para resolver los problemas de la sociedad cubana, si nuestros
legisladores no nos hubieran dado una legislación avanzada y moderna, o
si el pueblo cubano no hubiera estudiado y trabajado para superarse.
El pueblo cubano era exigente y siempre aspiraba a lo mejor, pero
tenemos que acusarnos de un pecado, y es que cuando no lo lográbamos
plenamente, en vez de analizar los fallos y aplaudir lo logrado,
prodigábamos una crítica irresponsable.¨ (Cao, 2008, p. 87)
Lo que sucedió en Cuba fue lo que ya había advertido la Comisión
Truslow en las conclusiones de su informe al hacer un estudio, a
petición del Presidente Prío Socarrás, para la dinamización de la
economía cubana; veamos:
En 1950 la Misión Truslow, comisión
internacional solicitada al Banco Internacional de Reconstrucción y
Fomento (BIRF) por el gobierno presidido por el Dr. Carlos Prío Socarrás
para que hiciera un diagnóstico de la economía cubana y recomendara
medidas para dinamizarla, planteó, entre otras cosas, que Cuba debía
diversificar su economía teniendo al azúcar como punto de partida y que
Cuba poseía los recursos humanos, financieros y materiales necesarios
para ello salvo el combustible; alertó que la prosperidad bélica (II
Guerra Mundial y Guerra de Corea) había propiciado nuevos niveles de
vida para muchas personas y que el actual crecimiento económico no
satisfacía las necesidades de su creciente población y que si la
economía era incapaz de sostener ese nivel en tiempos menos prósperos,
sobrevendría una gran tirantez política (Zuaznábar, 19 y 20). Como
elemento conclusivo planteó:
¨Si los líderes se han descuidado
en prever esta posibilidad, la opinión pública los inculpará. Y si ello
ocurriera, el control podría pasar a manos subversivas y engañosas,
como ha ocurrido en otros países donde los líderes no se han dado cuenta
de las corrientes de estos tiempos. ¨ (Zuaznábar, 20)
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SUPUESTA CARTA DE MIGUEL ÁNGEL QUEVEDO ANTES DE SUICIDARSE
Sr. Ernesto Montaner
Miami,
Florida
Querido Ernesto:
Cuando
recibas esta carta ya te habrás enterado por la radio de la noticia de
mi muerte. Ya me habré suicidado —¡al fin!— sin que nadie pudiera
impedírmelo, como me lo impidieron tú y Agustín Alles el 21 de enero de
1965.
( Miguel Ángel Quevedo )
Sé
que después de muerto llevarán sobre mi tumba montañas de
inculpaciones. Que querrán presentarme como «el único culpable» de la
desgracia de Cuba. Y no niego mis errores ni mi culpabilidad; lo que sí
niego es que fuera «el único culpable». Culpables fuimos todos, en mayor
o menor grado de responsabilidad.
Culpables
fuimos todos. Los periodistas que llenaban mi mesa de artículos
demoledores, arremetiendo contra todos los gobernantes. Buscadores de
aplausos que, por satisfacer el morbo infecundo y brutal de la multitud,
por sentirse halagados por la aprobación de la plebe. vestían el odioso
uniforme que no se quitaban nunca. No importa quien fuera el
presidente. Ni las cosas buenas que estuviese realizando a favor de
Cuba. Había que atacarlos, y había que destruirlos. El mismo pueblo que
los elegía, pedía a gritos sus cabezas en la plaza pública. El pueblo
también fue culpable. El pueblo que quería a Guiteras. El pueblo que
quería a Chibás. El pueblo que aplaudía a Pardo Llada. El pueblo que
compraba
Bohemia, porque
Bohemia era vocero de ese pueblo. El pueblo que acompañó a
Fidel desde Oriente hasta el campamento de Columbia.
Fidel
no es más que el resultado del estallido de la demagogia y de la
insensatez. Todos contribuimos a crearlo. Y todos, por resentidos, por
demagogos, por estúpidos o por malvados, somos culpables de que llegara
al poder. Los periodistas que conociendo la hoja de Fidel, su
participación en el Bogotazo Comunista, el asesinato de Manolo Castro y
su conducta gansteril en la Universidad de la Habana, pedíamos una
amnistía para él y sus cómplices en el asalto al Cuartel Moncada, cuando
se encontraba en prisión.
Fue
culpable el Congreso que aprobó la Ley de Amnistía. Los comentaristas
de radio y televisión que la colmaron de elogios. Y la chusma que la
aplaudió delirantemente en las graderías del Congreso de la República.
Bohemia no era más que un eco de la calle. Aquella calle contaminada por el odio que aplaudió a Bohemia cuando inventó «los veinte mil muertos». Invención diabólica del dipsómano Enriquito de la Osa, que sabía que Bohemia era un eco de la calle, pero que también la calle se hacía eco de lo que publicaba Bohemia.
Fueron
culpables los millonarios que llenaron de dinero a Fidel para que
derribara al régimen. Los miles de traidores que se vendieron al barbudo
criminal. Y los que se ocuparon más del contrabando y del robo que de
las acciones de la Sierra Maestra. Fueron culpables los curas de sotanas
rojas que mandaban a los jóvenes para la Sierra a servir a Castro y sus
guerrilleros. Y el clero, oficialmente, que respaldaba a la revolución
comunista con aquellas pastorales encendidas, conminando al Gobierno a
entregar el poder.
Fue
culpable Estados Unidos de América, que incautó las armas destinadas a
las fuerzas armadas de Cuba en su lucha contra los guerrilleros.
Y fue culpable el State Department, que respaldó la conjura internacional dirigida por los comunistas para adueñarse de Cuba.
Fueron
culpables el Gobierno y su oposición, cuando el diálogo cívico, por no
ceder y llegar a un acuerdo decoroso, pacífico y patriótico. Los
infiltrados por Fidel en aquella gestión para sabotearla y hacerla
fracasar como lo hicieron.
Fueron
culpables los políticos abstencionistas, que cerraron las puertas a
todos los cambios electoralistas. Y los periódicos que como Bohemia, le hicieron el juego a los abstencionistas, negándose a publicar nada relacionado con aquellas elecciones.
Todos
fuimos culpables. Todos. Por acción u omisión. Viejos y jóvenes. Ricos y
pobres. Blancos y negros. Honrados y ladrones. Virtuosos y pecadores.
Claro, que nos faltaba por aprender la lección increíble y amarga: que
los más «virtuosos» y los más «honrados» eran los pobres.
Muero
asqueado. Solo. Proscrito. Desterrado. Y traicionado y abandonado por
amigos a quienes brindé generosamente mi apoyo moral y económico en días
muy difíciles. Como
Rómulo Betancourt,
Figueres, Muñoz Marín. Los titanes de esa «Izquierda Democrática» que
tan poco tiene de «democrática» y tanto de «izquierda». Todos
deshumanizados y fríos me abandonaron en la caída. Cuando se
convencieron de que yo era anticomunista, me demostraron que ellos eran
antiquevedistas. Son los presuntos fundadores del Tercer Mundo. El mundo
de Mao Tse Tung.
Ojalá
mi muerte sea fecunda. Y obligue a la meditación. Para que los que
pueden aprendan la lección. Y los periódicos y los periodistas no
vuelvan a decir jamás lo que las turbas incultas y desenfrenadas quieran
que ellos digan. Para que la prensa no sea más un eco de la calle, sino
un faro de orientación para esa propia calle. Para que los millonarios
no den más sus dineros a quienes después los despojan de todo. Para que
los anunciantes no llenen de poderío con sus anuncios a publicaciones
tendenciosas, sembradoras de odio y de infamia, capaces de destruir
hasta la integridad física y moral de una nación, o de un destierro. Y
para que el pueblo recapacite y repudie esos voceros de odio, cuyas
frutas hemos visto que no podían ser más amargas.
Fuimos
un pueblo cegado por el odio. Y todos éramos víctimas de esa ceguera.
Nuestros pecados pesaron más que nuestras virtudes. Nos olvidamos de
Nuñez de Arce cuando dijo:
Cuando un pueblo olvida sus virtudes, lleva en sus propios vicios su tirano.
Adiós.
Éste es mi último adiós. Y dile a todos mis compatriotas que yo perdono
con los brazos en cruz sobre mi pecho, para que me perdonen todo el mal
que he hecho.
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