Rebelión en la hacienda
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'Imaginemos, no cuesta mucho trabajo, que hemos retrocedido al siglo XIX y estamos en una plantación azucarera...'
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Por Francisco Almagro Domínguez
Miami
24 Jul 2020
Imaginemos, no cuesta mucho trabajo, que hemos retrocedido al siglo XIX y estamos en una plantación azucarera. Según nos cuenta Manuel Moreno Fraginals en esa joya llamada
El Ingenio, complejo económico social cubano del azúcar (Editorial Crítica, S.L, Barcelona 2001), el ingenio era todo un sistema socioeconómico. Convivían allí esclavos de distintos oficios: unos dedicados al corte y las labores del ingenio. Otros trabajaban en la casa-hacienda.
Nos cuenta ese hombre erudito, ocurrente y simpático que fue Moreno, de la diferenciación de esclavos según labores y posición respecto al señor. A medida que los negros estaban más cerca de los amos, sus privilegios eran mayores en comparación al resto. Otro nivel de vida era la del mayoral y sus ayudantes, los especialistas de azúcar y del trapiche, los encargados del ganado vacuno y equino, dentro de los límites de la propiedad.
Un esclavo bueno, como una bestia, era caro. Por eso su alimentación, salud y cierta instrucción básica para que aprendiera las voces de mando en castellano se llevaban una parte considerable del presupuesto. La firma de los mejores médicos de la Isla está asentada en los libros de los ingenios. Los dueños no podían darse el lujo de perder a sus esclavos o de que quedaran lisiados. La alimentación de un esclavo era asunto serio: varias libras de carnes o pescado salado al día, viandas y frutas.
Imaginemos, como sucedió entonces, que los esclavos maltratados comienzan a boicotear la producción, a romper y esconder los instrumentos, y cuando no pueden más, escapan monte adentro, se apalencan. Detrás dejan hijos y mujeres, pues no deben arriesgarlos por la crueldad y sagacidad de los rancheadores, y porque la vida en el palenque —lo cuenta el cimarrón Esteban Montejo en la novela-testimonio escrita por Miguel Barnet— es muy dura. Aun así, los palenques fueron comunidades muy productivas, quizás el más famoso por su resistencia y cantidad de cimarrones fue el brasileño Palenque de los Palmares.
Imaginemos, no es mucho pedir, que, entre el cimarronaje, la huelga de brazos caídos e instrumentos rotos, la hacienda va a la quiebra. Lo primero que hará el amo será reducir las cuotas de alimentación. El mayoral tendrá la orden de aplacar el disenso a fuerza de cepo y bichoebuey.
El descontento seguirá, porque la producción continuará cayendo, y los esclavos desafiarán a los rancheadores y sus perros, estos últimos también mal alimentados. Los cautivos de la plantación oyen rumores que vienen del palenque. Es duro allí, dicen, pero esto no es vida. En sus mentes el monte es el Paraíso. Necesitan soñar en las noches en el barracón con los cuentos de un Juan Candela, pues como dice un personaje de Onelio Jorge, eso es lo único que nadie les puede quitar.
Un día, para más desgracia, la plantación es atacada por una plaga. Puede ser fiebre amarilla, cólera, paludismo. Y como todavía nuestro gran Carlos Juan Finlay no ha tenido suerte en demostrar que un pequeño vector es el asesino por encargo, comienzan a morir y a enfermar los que producen el azúcar que en el mundo endulza el café y el té.
Y en todo este desastre perfecto, alguien aconseja al amo cambiar las reglas del juego. Si hasta ese instante la hacienda perseguía y castigaba a los cimarrones, ahora serán bienvenidos pues son los únicos que producen. Los esclavos huidos podrán traer a sus familias calabazas, cerdos salvajes, gallinas y aves del monte, hierbas curativas. La única condición será que, de nuevo, sea el mayoral quien corte el bacalao.
Imaginemos, no será difícil, que en una reunión en el palenque unos cimarrones protestan. Eso es un chantaje, dicen. Los amos quieren aprovecharse de lo logrado en libertad por los perseguidos, los ninguneados. Y otros cimarrones dirán que no van a permitir que sus familiares mueran de hambre y enfermedad: hay que bajar la cabeza y regresar a la hacienda porque la vida de los suyos está primero que cualquier resentimiento. De esa manera, el palenque que sobrevivió al frío, el embate de los rancheadores y a las estaciones de lluvias y de seca, queda infelizmente dividido.
Para recibir a los esclavos dominados por los sentimientos, el amo enterró rápidamente a los muertos. Los enfermos fueron confinados a un barracón lejano. El mayoral recibirá con una mano los regalos del palenque, y los distribuirá como desee; con la otra mano enseña el látigo, y lo hace sonar a cada rato, como pidiendo cuero nuevo.
En la hacienda también habrá quien ha perdido toda esperanza. Su única fantasía es poder escapar, y como esos cimarrones, un día traer comida y medicina silvestre a sus familias. Lo que no saben los esclavos soñadores de la hacienda es el precio que pagan quienes los ayudan: en la dureza del monte no hay mayoral que los alimente ni médico gratis que los cure. Todo depende de ellos mismos.
Lo que tampoco sabe el amo, y menosprecia el mayoral con el estómago lleno, es que un día cualquiera, sin que nadie lo sepa con certeza, no podrán controlar el hambre de espíritu y la libertad de los cautivos. Se preguntarán ambos, expulsados al camino o antes de ser colgados en una guásima, por qué los esclavos han sido tan ingratos con ellos si les han dado dos libras de arroz adicionales, una libra de pollo y media de embutido.
Imaginemos, sin ningún esfuerzo, donde podría suceder esa historia en el siglo XXI.
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Un palenque llamado Miami
De Cuba uno escapa, huye, se refugia en sitios desconocidos, cual un antiguo cimarrón
Por Francisco Almagro
Miami
14/08/2013
Casi todo el mundo se inventa un símil, un parecido, una analogía para comprender ciertas cosas que, por su complejidad y muchas aristas, escapan a una comprensión total, sencilla. Solemos decir “es como si” o “se parece a”. En mi caso me ha sucedido que tras salir ce Cuba en ciertas circunstancias y fijar residencia en esta ciudad floridana, hasta ahora no he encontrado nada mejor que decir he salido de la Plantación o Hacienda, y he llegado a un Palenque o Quilombo.
Quisiera evitar toda connotación peyorativa hacia ambas orillas o territorios. Pero no sería honesto si no digo que de Cuba uno se escapa, huye, se refugia en sitios desconocidos cual antiguos cimarrones. Y al permanecer, al quedarse en la Isla-Hacienda, se debe cumplir desde hace más de medio siglo la voluntad de un cada día más reducido grupo de personas que encarnan —ensartadosen la carne, no hay mejor palabra— el Mayoralato o Patronato. Maniqueo y triste destino del cubano al nacer: o escapas de la Plantación y sufres los riesgos de todo cimarronaje —inseguridad poco más o menos absoluta— o permaneces en ella, y aceptas sin chistar lo que los patrones deciden debes tener.
Esta situación binaria parece empieza a cambiar gracias a una flexibilización de la leyes migratorias cubanas. Hoy puedes visitar el Palenque-Miami inclusive por dos años y regresar; y en la Isla-Hacienda, alquilar el machete por ese mismo tiempo o vender hasta la hamaca. Sin embargo, eso no ha cambiado aun la circunstancia de quienes llevan en el pasaporte —carta de libertad— las palabras salida definitiva o en el carne de identidad cubano —apellido del Patrón— el número de barraca donde debes ser encontrado.
Para comprender el Palenque Mayor, Miami, hay que vivir en él y con él. En cada fugitivo hay una historia particular, alguna más dramática que otra, pero todas lacerantes, propias de quienes, como diría Jorge Valls, han sufrido ese naufragio que es el exilio. El primer cimarrón escapado medio siglo atrás, dejó detrás familia y pertenencias en la barraca sin saber cuando volvería a saber de sus parientes, o la fecha de finitud del hacendado.
El cimarrón primigenio llegó a un sitio inhóspito; sufrió no pocas incomprensiones de los nativos de estas tierras –los escribanos de la Hacienda mienten: ni niños, ni perros ni cubanos. Aquel primer cimarrón tuvo el coraje de levantar la empalizada y empezar de cero, y con su sobrevivencia, dar testimonio de libertad a otros que quedaron en la Plantación, atrapados entre media libra de tasajo y un seguro techo de guano. Aquellos cimarrones originales fueron perseguidos con denuedo; en sus cuerpos y sus mentes aun están las cicatrices de la travesía. Algunos jamás llegaron a ese espacio del monte donde ya no tenían tumba pero tampoco tenían amo. De ellos, los sobrevivientes que sí saben a quién deben la sobrevida, ya quedan muy pocos, y bien haríamos en recordarles y agradecerles pues sin ellos no hay pasado, no habría presente y no habrá futuro.
Cada cimarrón ha traído al Palenque Mayor un pedazo de la Hacienda que dejo atrás o que aún lleva en su interior. Tal vez los que fundaron este espacio no entienden muy bien de que se trata. En medio siglo, el trapiche, la técnica de corte y los mayorales han cambiado aunque el Hacendado siga siendo el mismo o de la misma familia. Jamás podríamos exigirle a un escapado de la Plantación que llegó al Palenque por veredas y caminos empedrados que piense como aquel que tuvo que luchar contra el monte salvaje, contra los perros y los rancheadores ladrándole detrás. Los segundos y terceros en llegar tal vez han entregado menos, y aunque eso no los hace en esta tierra menos libre, su sentido de pertenencia es, con toda lógica, menor. En este grupo de ariscos, está quien no logra cambiar el switch: vivir en el Palenque como vivía en la Plantación: simulando, rompiendo la guataca y el machete para no trabajar, robando comida, haciéndose el enfermo para no ir al corte.
Algunos de estos escapados pueden ir de visita a la Hacienda, ver el cepo, el trapiche donde doblaron el lomo, incluso saludar con una sonrisa al mayoral que tanto daño les hizo. Para algunos apalencados es simple venganza: soy libre y ahora puedo pasear por la Hacienda como me da la gana. A veces no entendemos que detrás de ir al sitio del que un día se escapó hay sórdidas motivaciones y un desquite algo perturbado.
Hay otro espécimen de cimarrón que incluso viviendo en el Palenque por muchos años, desea regresar a la Hacienda. No es que quiera al Hacendado o extrañe el barracón. Es que no se adapta a vivir en la zozobra de la libertad. La libertad, dice, es muy dura. Y tiene mucha razón. En la Hacienda, mal que bien, desayunaba medio vaso de café con aguardiente y comía carne, y el Día de Reyes lo dejaban fiestear hasta el amanecer. Cuando enfermaba, los mejores médicos eran traídos de la ciudad, y si tenía suerte, sus hijos irían a la Casona, y aprenderían un oficio de calesero, cocinero, herrero. En la hacienda siempre el mayoral sabe qué hacer. Y el Señor, el Dueño, es sabio, es bueno, es indulgente pues ama a quienes producen su bienestar. Cuando castigaba a un esclavo era porque se lo merecía.
En el monte, en el Palenque, la vida diaria en una lucha a brazo partido con la Naturaleza y sus caprichos. A veces aparece miel de abejas, un jabalí, una jutia. Otras, solo para comer hay un fruto silvestre, un cangre de yuca tierna. Se suelen compartir algunas cosas, pero los más diestros son los que mejor se alimentan o alimentan a sus familias. En el Palenque cada uno está en lo suyo. Si te enfermas, solo hay hojas, frutos y palos para curar las dolencias. No hay jefes, o hay muchos, y organizar algo es un desastre. Sin Alguien que te diga que es lo bueno y lo malo, que es lo que se debe y no se debe hacer puede ser difícil vivir. Pero, mucho cuidado con el cimarrón superlibre : de tanto creer que la libertad es existir sin compromiso, sin darse, sin el Otro, puede llegar a parecerse al Hacendado del que un día pudo escapar.
Hay otra categoría de cimarrones que ya no son tales pues nacieron en el Palenque, y técnicamente son hombres y mujeres libres, aunque sus mayores les cuenten a la luz de la lumbre los sacrificios con los cuales llegaron hasta aquí. Pueden estar emocionalmente conectados a los verdaderos cimarrones pero están —tal vez por fortuna— espiritualmente alejados de las penurias de la Hacienda. No pueden entender cómo se llagan las manos, el Sol que revienta el pellejo, la sed y el hambre en medio de la noche mientras allá lejos, en la Casona, un bacanal desborda todos los sentidos.
La convivencia de tantos tipos y circunstancias en un espacio reducido —el Palenque llamado Miami es apenas un punto en la inmensa geografía— hace que puedan darse todo tipo de cosas, desde increíbles muestras de solidaridad y humanismo hasta ruines, bochornosos egoísmos. Por ser el Palenque cada día una realidad humana que escapa, como el verso de Lezama, al momento de su definición mejor, el peligro es que los apalencados se olviden de donde vinieron y entonces comiencen a parecerse a los hacendados de los cuales escaparon. Sentir orgullo de sobrevivir en el Palenque es el único antídoto a esa desmemoria suicida.
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