El escritor William Navarrete entrevista a la profesora Leonor Lobo Montalvo, hija de Julio Lobo, magnate y zar azucarero cubano de origen venezolano al que la Robolución le robó sus propiedades incluyendo colecciones de arte y de carácter histórico
Tomado de https://www.cubanet.org/
“Todo lo que se exhibe en el Museo Napoleónico son los objetos que nos robaron”
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El escritor William Navarrete entrevista a la profesora Leonor Lobo Montalvo, hija del magnate azucarero cubano Julio Lobo.
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Por William Navarrete
30 D de julio, 2024
VERO BEACH, Estados Unidos. – Todos los cubanos sabemos que Julio Lobo fue el hombre más rico de Cuba antes de 1959. Su imperio, fundado en el azúcar, cubría unos 16 centrales azucareros repartidos en las seis provincias de la Isla: Agabama, Pilón, Tinguaro, San Cristóbal, Fidencia, Unión Central, Perseverancia, Caracas, Niquero, La Francia, Tánamo, El Pilar, Araújo, Hershey, San Antonio y Rosario. ¡Si con solo tener uno bastaba para tener yates y aviones privados, cualquiera puede imaginarse lo que significaba tener 16! También organizó el Banco Financiero, del que era el mayor accionista, y poseía las navieras Cubana del Atlántico S.A. y Cubamar S.A., la línea de navegación Golfo Cuba S.A. y la operadora marítima Unión S.A.
Pero, “quien tiene amigos tiene un central”, dice el dicho cubano, y Lobo tenía los dos porque no solo se dedicaba al mundo empresarial, sino que fue un gran apasionado de la vida y obra de Napoleón Bonaparte y, por esta razón, había logrado atesorar la colección de documentos, libros y objetos de arte más grande fuera de Francia relacionada con la vida del emperador de los franceses. A su salida de Cuba, esta colección fue confiscada y colocada en La Dolce Dimora, la mansión también confiscada de Orestes Ferrara para exhibirla en una nueva institución que el Gobierno cubano llamó Museo Napoleónico.
Fue Grace Piney, editora de una de mis novelas hoy establecida en Miami, quien me habló de Leonor Lobo Montalvo, hija ya nonagenaria del acaudalado cubano. Me dijo que vivía en Vero Beach (centro de Florida) desde hacía cinco décadas y que valía la pena visitarla para entrevistarla. Me sirvió prácticamente de cicerón en esta tarea ―Vero Beach no queda tan cerca de Miami como pensaba― el artista Claudio Castillo, emparentado además con la familia, quien me ayudó a reunir las fotos y limar la entrevista porque a Leonor le gusta que las cosas queden bien y es muy cuidadosa con todo lo que publica. De hecho, no suele dar entrevistas largas como esta.
Durante nuestras conversaciones me di cuenta enseguida de que es alguien que habla el español perfectamente, que no olvida sus raíces y posee una jerga dicharachera de la Cuba de otros tiempos que es una delicia. Su memoria es excelente, y la manera en que permanece alerta con cada detalle admirable.
―Cuéntenos de sus orígenes, de sus padres y abuelos, y de los primeros recuerdos de Cuba.
―Nací en La Habana, exactamente en El Vedado, el 29 de enero de 1933. Mi padre, Julio Lobo Olavarría, poseía varios centrales azucareros. Pero era un hombre de pasiones y una de ellas lo llevó a atesorar miles de objetos relacionados con Napoleón Bonaparte, el emperador de los franceses. Mis abuelos paternos eran Heriberto Lobo Senior, originario de Willemstad, isla holandesa de Curazao, pero establecido desde joven en Caracas (Venezuela), y Virginia Olavarría, de una eminente familia venezolana. A mi padre la fortuna no le venía exclusivamente por su padre, sino que trabajó mucho para fundar su propio imperio. Mi abuelo tenía algún dinero, era de clase acomodada, pues a los 18 años entró a trabajar en un banco caraqueño, y a los 20 ya era el gerente de este.
Curiosamente, mi abuelo Heriberto se exilió en Cuba expulsado de su país por un militar y presidente venezolano llamado Cipriano Castro, quien gobernó entre 1899 y 1908. Cipriano quiso obligarlo a abrirle las bóvedas del banco que él presidía y don Heriberto se negó. Lo mismo sucedería con nosotros, sus descendientes, pero con otro Castro, medio siglo después.
Mi padre nació en Caracas, en 1898, pero llegó a Cuba a los dos años de edad. Dos de sus hermanos, Jacobo y Elena, nacieron en la Isla, en donde mi abuelo fue presidente de una sucursal de la North American Trust Company, además de ocuparse de la importación y exportación de granos. Mi padre no quiso dedicarse a lo mismo y le planteó a mi abuelo que deseaba estudiar Agronomía y trabajar en el ámbito del azúcar, por eso fue enviado a Estados Unidos, en donde se graduó de ingeniero agrónomo en Louisiana State University, en 1919.
Como hacendado, mi padre tuvo tierras en todas las provincias y fue propietario único o mayoritario de unos 16 centrales azucareros, empezando por el Agabama, que se encontraba en Las Villas. Este fue el primero que visité a los seis años de edad, en 1939. Los tres últimos centrales que adquirió se los compró a la compañía Hershey en 1957. A mi padre se le conoce también por su enorme colección napoleónica, pero se olvida a menudo que tenía la mayor biblioteca existente en el mundo sobre el azúcar, robada por el gobierno de Fidel Castro y trasladada completamente a la Biblioteca Nacional cuando Julio Lobo se exilió.
En cuanto a mi madre, María de la Esperanza Montalvo Lasa, era cubana y de padres cubanos. Una niña nacida en el seno de una familia de la aristocracia cubana, a la que no enviaron nunca a un colegio para que no se mezclara con otras niñas, y que recibió solo una educación a base de institutrices y tutores que venían a su casa. Mi abuelo materno fue Eduardo Montalvo Morales y mi abuela María Esperanza Lasa del Río Noriega, muy católica, al punto que vivió con mucho desasosiego el escándalo que en la época representó para la sociedad habanera la relación bígama y posterior divorcio de Catalina Lasa, su hermana, con Luis Estévez Abreu, así como su partida a París con su amante Juan Pedro Baró. Ambos fueron los “Romeo y Julieta” cubanos del siglo XX.
―Nace en cuna de oro y como tal la educan…
―En realidad, nací en la calle 4, entre 11 y 13 de El Vedado, al lado de la casona de mis abuelos paternos (actual Ministerio de Cultura) y a la que no nos mudamos hasta la muerte de estos. A los seis años de edad nos fuimos a una casa en la Quinta Avenida de Miramar pues mi madre no se llevaba bien con sus suegros. Hay que decir que mi abuela paterna era de armas tomar, una mujer que sabía cocinar y hacer de todo, mientras que a mi madre, muy poquita cosa, le gustaba dormir las mañanas, algo que escandalizaba a su suegra. Mi padre al nacer no era tan poderoso como lo fue después. En realidad, su fortuna empezó a crecer en la década de 1940.
Yo estudié primero el kínder en el colegio Margot Párraga, una institución en El Vedado, para niñas de la sociedad y luego me mandaron al Ruston, en donde recibíamos casi toda la educación en inglés. Después me pusieron en el Baldor, también en El Vedado y, por último, me enviaron a un colegio en Connecticut (Estados Unidos). Me gradué del Radcliffe-Harvard, en Cambridge (Massachussets) con una licenciatura en Letras. Por cierto, he seguido estudiando en esta universidad, en cursos de otoño, ya octogenaria. He sido oyente por cuatro años y seguido cursos de Filosofía China, Literatura Rusa y otras materias.
Cuando me gradué regresé a La Habana en 1955. Ese mismo verano conocí a mi esposo, Jorge González Díez, originario de Jerez de la Frontera (Andalucía) y cuya familia tenía y tiene todavía una destilería, la González Byass, y fabrica vinos entre los que se encuentra el famoso jerez Tío Pepe. Conocí a Jorge porque estaba casualmente en La Habana visitando a uno de sus tíos. Nos casamos en 1957.
―A Julio Lobo, su padre, le fascinaba todo lo relacionado con Napoleón. ¿Puede hablarnos de esto?
―Una vez me dijo que a él lo que le fascinaba de Napoleón no era su genio militar sino su genio como estadista. También la manera en que sacó a Europa de la Edad Media pues, a pesar de que transcurría ya el siglo XIX, persistía el espíritu medieval en muchos ámbitos de la vida del Viejo Continente. Su pasión por Napoleón comenzó cuando a los 10 años su padre le regaló un autógrafo del emperador. La colección fue creciendo poco a poco gracias a la compra en subastas de muchos de los objetos que la conformaron. Lo acompañé a varias subastas en Londres y París. Esta colección empezó a atesorarla en la casa de El Vedado. En cuanto a la biblioteca, encargó a la bibliotecaria María Teresa Freyre de Andrade el procesamiento y clasificación de las obras que iba adquiriendo.
―Tengo entendido que usted fue la primera mujer que escaló el Pico Turquino, el más alto de la Isla. ¿Puede contarnos esta aventura?
―En el colegio Baldor tenía malas notas. No era una alumna aplicada. Mi padre estaba analizando enviarnos a estudiar, a mi hermana María Luisa y a mí, a Estados Unidos, pero con aquellas notas no íbamos a poder entrar a ningún colegio norteamericano. Mi padre me dijo: “Saca buenas notas y te complaceré en lo que quieras”. Y yo, muy campechana, le dije: “Me gustaría subir el Pico Turquino”.
El Pico Turquino quedaba cerca de uno de los ingenios de mi padre: el Pilón, en Cabo Cruz (provincia de Oriente). Allí había un empleado del central, un negro cultísimo llamado Juan Vázquez que de niña me contaba leyendas increíbles del pico. Mi padre le encargaba que nos paseara a caballo a mi hermana y a mí, para que no anduviéramos solas por las faldas montañosas y los campos circundantes. Ese mismo hombre fue el que me habló del Pico Turquino como de un lugar de ensueños y por eso, en mi imaginación, había quedado como un sitio que tenía que escalar.
Mi padre organizó entonces la expedición. Viajamos de La Habana a Cabo Cruz, y una vez en el batey fue a ver al Dr. Manuel Sánchez, el padre de Celia Sánchez Manduley, por si quería que alguna de sus hijas se sumara a nuestra aventura. A eso el doctor respondió que sus hijas no eran marimachas ni se pondrían nunca pantalones. ¡Ironías de la vida, visto en lo que se convertiría pocos años después la propia Celia! Esta familia le tenía mucha consideración a mi padre, porque él siempre satisfizo todas las necesidades de ellos, y para que Manuel ejerciera correctamente su profesión de médico le enviaba desde La Habana todo lo que necesitaba. Es por eso que, en 1960, Celia fue la persona que ayudó a mi padre a salir del país.
Cuando llegamos al batey de Cabo Cruz había una huelga. Éramos un grupo de ocho personas y para que no nos impidieran salir de la casona familiar lo hicimos de madrugada. El central y la casa quedaban a poca distancia del mar. Embarcamos todos en una lanchita hasta un poblado al pie del Pico Turquino llamado Bella Pluma. Aquel caserío me provocó gran impresión porque sus habitantes eran indios, no sabían leer, y tenían encerrado a un individuo en una jaula. Cuando les pregunté a los escasos moradores del lugar la razón, me respondieron que lo habían enjaulado porque estaba loco y no sabían qué hacer con él.
Juan Vázquez indagó quienes querían sumarse a nuestro grupo para que nos sirvieran de guía y fueron dos los que se apuntaron y firmaron el documento con una cruz. Nos dijeron que hacía mucho tiempo nadie había subido y que los últimos en hacerlo habían sido gentes de la Sociedad Espeleológica de Cuba encabezada por Antonio Núñez Jiménez. Los trillos estaban en muy mal estado y había que abrirse paso en medio de la maleza con machetes. A mitad de la ascensión, mi hermana y mi padre no pudieron seguir y abandonaron la marcha. Pero yo dije que ya que estábamos en medio del camino quería continuar. Así fue como logré subir hasta el mismísimo pico y sacar del cofre que se conservaba debajo de una piedra en lo alto el documento que, por tradición, dejaban siempre los últimos en subirlo retirando el de sus predecesores. Sacamos entonces el documento de Núñez Jiménez y su grupo y colocamos el nuestro. Cuento esto porque cuando regresé a La Habana en avión desde Santiago me esperaba una cantidad impresionante de escolares y personas para dar vítores por la hazaña. Exhibían banderolas que decían que era una heroína. Fui famosa por dos semanas y hasta impartí conferencias en el Lyceum de El Vedado; el propio Núñez Jiménez me invitó a la Sociedad Espeleológica para que narrara mi experiencia. Lo cuento porque este mismo señor, que me agasajó tanto entonces, fue el que años después ocupó el cargo de jefe de la Reforma Agraria y nos confiscó todas las tierras que poseíamos.
Hoy en día, toda mi papelería sobre este hecho de mi vida la doné a la Universidad de Miami y puede ser consultada incluso a través de la web de esta institución.
―¿Todo fue confiscado cuando salieron del país tras el triunfo del castrismo?
―Pasaron muchas cosas. La colección que el Gobierno cubano muestra ahora se encuentra en lo que ellos llaman el Museo Napoleónico, instalado en la que fue la casa del senador Orestes Ferrara, en la calle Ronda y San Miguel, detrás de la Universidad de La Habana. Sigue siendo la colección de este tema más importante fuera de Francia por la gran cantidad de objetos, obras de arte, libros, documentos, mapas, periódicos, diarios de campaña, entre otras piezas relativas a Napoleón que la conforman.
Cuando se precipitaron los acontecimientos con la llegada del castrismo, Jorge, con quien ya estaba casada, y yo intentamos salvar cientos de manuscritos y documentos. Hicimos cosas de locura porque una noche a las 3:00 a.m. le tocamos la puerta al embajador de Gran Bretaña, un solterón que daba muchas fiestas y asistía siempre a las nuestras, y quien ya me había invitado a tocar a su puerta en caso de aprietos. El caso fue que, aquella noche, literalmente se la tocamos y salió una criadita asustada que me dijo que a esa hora ella no podía despertar al embajador. Entonces le solté dos o tres malas palabras y la conminé para que lo despertara, cosa que finalmente hizo, y el embajador bajó al fin envuelto en una bata escocesa para recibirnos. Cuando le dijimos que habíamos metido en cajas que parecían de armamentos cientos de documentos de la colección de mi padre y que necesitaba que nos los cuidara para sacarlos del país, se aterrorizó y dijo que de ninguna manera podía ayudarnos. Entonces, como a pocas cuadras quedaba la residencia del embajador de Francia, acudimos a él. Y a esa hora repetimos la gestión de tocarle la puerta y, muy amablemente, el francés accedió a guardarnos aquellos valiosos documentos de la colección. El caso fue que nunca más supimos de la caja ni de su contenido, y todo se perdió definitivamente.
Así y todo, pudimos sacar cientos de cartas y otros papeles a través de un hombre de color, Norberto, empleado que se movía entre dos aguas, o sea, del lado de los fidelistas, pero que a la vez conservaba vínculos con muchas de las familias de la burguesía porque había trabajado para la Bacardí y de noche como mayordomo en fiestas y recepciones elegantes de antes de 1959. No sé cómo lo logró, pero gracias a él pude sacar hacia España muchas de estas cosas.
―¿Cómo logran salir de Cuba?
―El primero en salir fue Julio Lobo, mi padre. Nosotros lo acompañamos al aeropuerto, un 13 de octubre de 1960, en que tomó un avión con destino a Nueva York. El Che lo había convocado a su despacho y le propuso que se convirtiera en gerente general de la industria azucarera o algo así y de todas sus propiedades y centrales; le dejaban el usufructo del Tinguaro (en Perico, provincia de Matanzas), que era su preferido, y en donde había recibido a decenas de huéspedes ilustres desde Esther Williams y Maurice Chevalier hasta Ginger Rogers, Joan Fontaine y Richard Burton, sin contar las fastuosas fiestas que había dado en este sitio. Mi padre le preguntó qué sucedería si se negaba, a lo que el Che le respondió: “Te dejo desnudo”. Y mi padre le dijo: “Los mejores momentos de mi vida los he pasado desnudo”. Aquella misma noche mi padre llegó a la casa a las 3:00 a.m. y nos dijo: “Comiencen a empacar”.
Como mi esposo era español, nosotros nos creíamos protegidos, pero eso no fue así. Decidimos escondernos en casa de una prima lejana y llamamos a Norberto, pues sabíamos que él hacía maromas para sacar a las personas del país y, como ya dije, los objetos y las cosas personales también. Norberto nos preguntó que hacia dónde deseábamos irnos, y yo le dije que, a cualquier sitio, hasta la mismísima Conchinchina, por tal de irnos de Cuba. Entonces nos dijo: “Mañana se van para el aeropuerto, discretamente, con una maleta pequeña. Yo me reuniré con ustedes allí”.
Lo obedecimos y cuando llegamos el aeropuerto de Rancho Boyeros estaba abarrotado. Nos pusimos en la fila y nos dimos cuenta de que, al final, justo antes de salir para la pista, había una funcionaria del G-2 que verificaba los papeles y hacía preguntas a cada persona que pretendía viajar. En eso estábamos cuando por la megafonía anunciaron que si en la sala había alguien llamado Jorge González que se presentara porque esa persona no podía viajar. Imagínate, se trataba de mi esposo, de modo que decidimos hacernos los chivos con tontera y seguir en la cola. Mirábamos para todas partes, buscando a Norberto, quien nos había prometido que estaría allí por si se nos presentaba alguna complicación, pero no aparecía. Nos daba mala espina no verlo, pero ya no podíamos dar marcha atrás. Llevábamos a nuestro hijo Boris, con solo año y medio, quien no paraba de llorar y gritar. Entonces, justo cuando llegamos a la mujer apareció Norberto. La agente de la Seguridad al descubrir la identidad de Jorge dijo que esa persona, tal y como habían anunciado, no podía viajar. Fue entonces que Norberto le dijo: “Chica, este no es el Jorge que están buscando, Jorge González hay miles, y al que están buscando es cubano y este señor como ves es español”. La funcionaria titubeó, pero Norberto la convenció y nos dejó salir a la pista y subir, al fin, al avión.
En la cabina había un calor horrible, nos tuvieron sin aire acondicionado hora y media, y yo aterrorizada con la idea de que nos bajaran. Incluso, estando ya todos los pasajeros sentados, un militar dio una patada y penetró en la cabina. Nosotros pensábamos que era a nosotros a quien venía a buscar, pero fue directo hacia un anciano y lo bajaron dando gritos del avión. Al fin el avión despegó y cuando aterrizamos en Fort Lauderdale rompí en llanto. Era libre, habíamos logrado escapar de aquel infierno, y poner fin a tantas angustias.
―¿Cómo fueron los primeros años en el exilio?
―Nos fuimos inmediatamente a Nueva York, donde ya estaban instalados mis padres. No había cubano en el exilio que no creyera que en tres semanas estaríamos de regreso a la Isla. El tiempo fue pasando y cuando ocurrió el fracaso de la invasión de bahía de Cochinos nos dimos cuenta de que aquello era para largo. Vivimos en Nueva York hasta 1966, pero a mi esposo le propusieron un buen puesto en Madrid y nos mudamos a España. También mi padre se fue a España, y allí vivió el resto de su exilio hasta su muerte en 1983, a los 84 años, en la capital española, en donde fundó el Centro Cubano y estuvo muy vinculado a las actividades de los exiliados. Fue enterrado en la catedral de La Almudena, junto a su hermana Elena.
―Pero tengo entendido que usted termina instalándose en Florida…
―En efecto. Mi padre nos había regalado a mi hermana María Luisa y a mí por nuestros matrimonios lo que yo llamo un pantano, en el centro de Florida, en Vero Beach. Eran 535 acres de manglares y pantanos inutilizables. En 1969 un abogado amigo de la familia nos advirtió que el administrador de aquellas tierras estaba haciendo muy mal trabajo y hasta había falsificado mi firma para apropiarse de no sé cuántos acres. Entonces Jorge decidió tomar cartas en el asunto y viajar a Florida para que pudiéramos ocuparnos de este asunto en el terreno.
Cuando llegamos en 1971 y vi el lugar me quiso dar un infarto. Allí no había nada, era un paisaje árido y casi lunar. Pero a mi esposo, que rehuía las grandes ciudades, le encantó. Se dio cuenta del potencial del sitio en el que todo estaba por construir, pero ante mi insistencia de que regresáramos a Madrid empezó a entretenerme y a hacerme el cuento de que él se estaba ocupando de dejar todo arreglado antes del regreso.
El caso fue que, conocí al director de Saint Edward’s, una escuela privada que era la primera de aquel lugar, pegada a The Moorings, y me propuso que me convirtiera en profesora de Literatura, y luego en presidenta del Departamento de Inglés. Al final, me gustó tanto lo que hacía, mi relación con los alumnos y lo que aprendía enseñando que ni cuenta me di de que habían pasado seis años en aquel lugar en el que me sentía tan a gusto, pero tuve que dimitir para terminar un máster en la Universidad de Middlebury. Mientras tanto, Jorge urbanizó todo aquello. The Moorings fue dragado y convertido entre 1971 y 1984 por mi esposo en lo que es hoy, una comunidad próspera con casas familiares de lujo y marinas para yates. Así fue como cursé un máster y me quedé trabajando en ese sitio. Poco después me impliqué en la fundación del museo de arte local, el Vero Beach Museum of Art, una labor titánica, que es, hoy por hoy, la principal atracción del sitio en que ya he vivido los últimos 55 años de mi vida.
―¿Volvió alguna vez a Cuba?
―En 2016 cuando Barack Obama restableció las relaciones de Estados Unidos con Cuba, quise mostrarle a mi hijo el país en que nació y del que se fue con año y medio. En realidad, yo no pensaba hacerlo, ni volver nunca, pero me dije que el día en que yo muriera mi hijo iba a ir sin mí, al menos por curiosidad, y que para que cualquiera le hiciera otro cuento prefería mostrarle yo los sitios afectivos que tenían que ver con nuestra historia familiar.
Recuerdo que en el taxi que nos conducía del aeropuerto al hotel Saratoga, en frente del Capitolio, en que nos alojamos, iba tratando de reconocer los sitios. Quedé tan asombrada de la destrucción que le pregunté al chofer si habían sufrido un bombardeo reciente. “Bombardeo no, chica, lo que ves es una Habana que se desplomó”, afirmó.
Nos quedamos en el hotel que dije, pero a los pocos días nos sacaron de allí porque era donde se iba a quedar Barack Obama y su séquito. Entonces nos trasladaron al palacete de los condes de Santovenia, cerca de la bahía, en La Habana Vieja.
Por cierto, tuve la misma impresión que cuando visité San Petersburgo porque habían colocado tarjas de homenaje o recordatorio de personajes ilustres que ellos mismos habían despojado de sus bienes o condenado al exilio. En el caso de mi padre, una tarja recordaba el lugar en donde había tenido su oficina antes de que le expoliaran todos sus bienes. Y en otras partes, como en el cementerio Colón, sucedió lo contrario: arrancaron la tarja de la tumba de mi familia para poner otra con nombres diferentes en su lugar. Tengo fotos de todos esos sitios.
―¿Qué visitó y qué impresiones tuvo?
―De más está decirte que todo daba grima. Nada funcionaba. Los hoteles muy bonitos pero los inodoros tupidos. Todo sucio. Nos pusieron una especie de guía, muy amable, que nos acompañó a varios lugares. Quise llevar a Boris a ver el central Hershey, unos de los más hermosos que poseía mi padre, y me encontré un campo de ruinas. Solo quedaban chatarra y pedazos de hierro. Los mayores, cuando se enteraron de que éramos la hija y el nieto de Julio Lobo, nos decían: “Ay, ¡por qué no regresan y se ocupan de todo esto como antes!”.
Yo había salido de Cuba a los 27 años, de modo que tenía una memoria vívida de la Isla. Fuimos a Varadero, y en este balneario que antes era un crisol estuvimos en la Villa Xanadu, la antigua casa de Irénée Dupont de Nemours, que yo conocía muy bien por haber estado allí mismo almorzando con mi padre y su propietario. Imagínate que las ventanas se habían perdido y cuando les pregunté qué hacían cuando llovía, me dijeron que tapaban los huecos con lonas o planchas de madera.
No es por despecho, sino que realmente todo daba asco. La mediocridad general era galopante. En esas condiciones no quise ni siquiera visitar el Museo Napoleónico. Todo lo que exhiben allí son los objetos que nos robaron y temía que me diera un ataque de rabia.
En cuanto a mi hijo, él no tiene las mismas referencias que yo. Y como hombre de negocios, al salir de Cuba, me dijo: “Este sitio es un buen lugar porque todo, absolutamente todo, está por hacer”.
Etiquetas: azúcar, cartel de Medellín. entrevista, centrales, cuba, cubana. Napoleón, familia, industria azucarera, Julio Lobo, Leonor Lobo Montalvo, museo, propiedades, Revolución, robo, Vero Beach, William Navarrete
1 Comments:
Julio Lobo......hombre de negocios y gran capital, acusado por los comunistas de explotador
de sus empleados y trabajadores en sus industrias....como de costumbre los "cuentos de camino"
de los admiradores de Marx, Lenin y Stalin, trataron de dar una falsa imagen este poderoso
Industrial...negando siempre su dedicacion al engrandecimiento de la economia Cubana, creando nuevas industrias y produciendo miles de empleos que apuntalaron solidamente esa economia.
Los comunistas no pueden tapar el Sol con un dedo, y menos cuando ese dedo esta embarrado
de sangre, crimenes y la verdadera explotacion del esclavizado pueblo Cubano.
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