IDENTIDAD Y CEBOLLA
Identidad y cebolla
Por Andrés Reynaldo
El Nuevo Herald.com
Hace años me invitaban a las fiestas de la heredera de una de las grandes fortunas de la Cuba prerrevolucionaria. A escala de Key Biscayne, en aquella casa se reproducía, con ocasional encanto, el ambiente que debió regir en los predios de la oligarquía cubana, con sus genealogías cruzadas, sus anécdotas cultivadas de generación en generación y sus fechas rituales. Siempre, al final de la velada, me entristecía la certeza de que la isla había perdido algo irremplazable al barrer con esas ancianas que encargaban a las mejores joyerías de París prendedores con el escudo nacional o guardaban como tesoro familiar la invitación al primer concierto de Hubert de Blanck a fines de 1882.
Algunos amigos que vivieron la época me hablan de la banalidad, la tontería y el provinciano cinismo endémicos en lugares como el Miramar Yatch Club y otros enclaves de los magnates de la república. Bueno, en todo caso, también entre los pobres suelen cocinarse esas habas. Sin embargo, con frecuencia pasamos por alto que la gente rica no sólo crea sino que también preserva. Y Cuba necesitaba preservar más de una virtud (y quién sabe si hasta más de un defecto) de aquella clase que, en general, se sintió comprometida con los destinos de la nación. Por no entrar en comparaciones con la reemplazante oligarquía castrista, mucho menos educada, mucho menos solidaria con los desposeídos y, en el fondo, mucho menos cubana.
Nadie pensaría que en esas fiestas donde se hablaba de fondos de inversión y compras de ingenios azucareros entre bandejas de ma-
languitas fritas y mojitos de cinco estrellas, abundaban herederos simpatizantes de Fidel Castro. Entendámonos, no es que fueran comunistas. Pero había una predisposición a comprender los horrores del proceso que excedía el marco de la comprensión. Cualquier discusión se agotaba rápidamente en el terreno de la lógica para extenderse a la sicología. No faltaban entre ellos, incluso, quienes pagaron por recuperar propiedades confiscadas a su familia tras el triunfo revolucionario. Al parecer, los doctorados en Londres, las ganancias en la Bolsa de Nueva York y una educación liberal de primer orden habían privado a estos muchachos de los instrumentos para razonar con rigor, decencia y respeto ante la pérdida de sus mayores.
Me preguntaba qué pensarían estos niños bitongos de haber chocado con el castrismo concreto y cotidiano. Aquel gordito de ricitos dorados, ¿hubiera sobrevivido en una remota unidad de radares durante el Servicio Militar Obligatorio en Isla de Pinos? ¿Aquella periodista hubiera sucumbido ante ''el pensamiento estratégico de Fidel'' de haberse visto obligada a sembrar cebolla en plenas tardes de agosto con sus manicuradas uñas trozadas hasta la raíz? Ya lo sé. La experiencia es intransferible. Puedo hacerme una idea de Auschwitz. Pero nadie me culparía si esa idea se diluye tres segundos después frente a un comercial de Pepsi. Eso sí, sería un verdadero canalla si interpretara el fenómeno de los campos de concentración pasando por alto la perspectiva de las víctimas.
Esta es, en definitiva, la escandalosa fractura moral de algunos cubanoamericanos que le dan al castrismo el beneficio de la duda, cuando no le sirven de ciegos alcahuetes. Arrastrados al exilio de pequeños, marcados por las contradicciones de una doble identidad, han sido incapaces de entender la tragedia de sus padres. Hablan de diálogo, reencuentro, cambios, en una segunda lengua dictada por la trivialidad, la prisa, la moda y el desfigurado afán de escapar de esa horripilante tierra media entre lo seudoamericano y lo seudocubano.
Para ellos, Cuba era una conversación con nombres desconocidos a la hora de la comida y las fotos desparramadas en las gavetas. Luego, intentaron conocerla yendo en su propio yate a Barlovento y escuchando los discos de Silvio. De conocerla mal pasaron a conocerla peor. Donde decía dolor leyeron intolerancia. Y se aprestan a desembarcar en La Habana como nuevos cómplices de una vieja farsa. Hijos así le parten el corazón a cualquiera.
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