lunes, junio 23, 2008

FIDEL CASTRO Y LA CIENCIA EN CUBA

http://penultimosdias.com/2008/06/23/castro-y-la-ciencia-en-cuba


Castro y la ciencia en Cuba

Por César Reynel Aguilera
Montreal

Hace ya muchos años le pregunté a un científico cubano por qué, a pesar de tantos esfuerzos y recursos invertidos, la ciencia de nuestro país se negaba a dar el salto de calidad correspondiente y seguía aferrada a una visión tercermundista. La respuesta que me dio fue: “Aquí la ciencia es de ensayo… y ensayo, el Comandante no acepta errores”.

Como muchos tiranos del siglo XX, Fidel Castro también descubrió que la actividad científica podía ser un excelente instrumento de propaganda. A pesar de sus aplicaciones bélicas, y de un número cada vez más creciente de pifias y desaciertos, la inmensa mayoría de los seres humanos todavía mira a la ciencia como una causa noble; y las revoluciones, ya sabemos, viven de masticar y escupir noblezas.

Castro I concibió la ciencia como una maquinaria perfecta, hermética a la lógica del conocimiento popular, rodeada de una aureola de discreción y de secreto militar, que iba desde el diseño de sus instalaciones hasta la selección de sus empleados. La lealtad de los reclutados siempre ha sido más importante que sus capacidades. Los objetivos de la campaña se trazan de antemano. Los hombres de ciencia se lanzan entonces, como peones, al ataque de unos reductos que anuncian la “genialidad” del Gran Jefe. Quienes se niegan a marchar en el sentido de esas cruzadas, ya sea porque quieren dedicarse a las ciencias puras o porque tienen reservas éticas o intelectuales, son considerados innobles y, en consecuencia, reprimidos.

Esto es algo que podemos comprobar cuando miramos, desde una perspectiva adecuada, la evolución de las más importantes instituciones científicas de la Cuba post-revolucionaria.

El Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CENIC) puede identificarse con la etapa eufórica de un cabecilla que siempre tuvo, para el pensamiento abstracto, la misma capacidad que un mosquito lobotomizado, pero que se sintió con el derecho a dirigir unas columnas científicas que llevarían al país hacia la victoria inobjetable sobre el hambre y a producir, por ejemplo, más leche que Holanda.

En unos pocos años, el CENIC demostró que la famosa solución del hambre no saldría de sus laboratorios. Lo que sí salió fue un pujante grupo de investigadores que logró atrapar la atención del Comandante en Jefe y convencerlo, en campaña de guerrilla victoriosa, para que construyera el Centro Nacional de Salud Animal (CENSA). Los argumentos utilizados por estos científicos se basaron más en la exquisita paranoia de Castro I que en cualquier otra cosa. Gracias a esa limitación psicológica pudieron hacerle creer, con experimentos sin controles, consignas políticas y tesis de doctorado discutidas a puertas cerradas, que las epidemias que azotaban al ganado porcino, lejos de ser consecuencia de las malas condiciones sanitarias del país, de un fenómeno epidemiológico antiguo y recurrente, o de los escasos controles aduanales, se debía a unos ataques de la CIA que resultan absurdos si tomamos en cuenta la escasa distancia que existe entre Cuba y el sur de los Estados Unidos.

En cuanto el globo del CENSA empezó a desinflarse, surgió, en un oscuro laboratorio del otrora resplandeciente CENIC, una nueva guerrillita que decidió explotar esa coyuntura, tan interesante, que empezaba a producirse entre la proverbial megalomanía de Castro I y su inobjetable envejecimiento. La bala mágica que utilizó esta tercera columna invasora fue el famoso Interferón, compuesto que presentaron como algo cercano a la cura perfecta de cuanto cáncer pudiera surgir en el tejido sagrado de la patria. El único inconveniente que presentaba esta droga era que, para tenerla en cantidades adecuadas, había que producirla de forma recombinante, o sea, mediante la ingeniería genética. Así fue como surgió, a un costo de ochenta millones de dólares, el flamante Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología (CIGB), un complejo de edificios que (como dijo alguien una vez en una reunión) consumen tanta electricidad como el municipio Diez de Octubre. Una institución hecha para botar el dinero, que fue dirigida, en sus años de esperanza, por un mulato jacarandoso del que se decía a sotto voce, “pobrecito, si se cae en el piso come Interferón”, y cuya cara es la imagen que todavía hoy me viene a la mente cuando alguien intenta convencerme que Cuba es, y será, un país de jineteros.

Ya en el segundo lustro de los años ochenta, ante el desmerengamiento del bloque comunista, y aterrado por más de tres décadas de despilfarro económico, Castro I le dio la orden a sus científicos de conquistar una cota desconocida y absurda: la rentabilidad. Ante esa exigencia surgió, del interior del CIGB, otro grupo guerrillero que dijo estar dispuesto a lograrlo… o perecer en el intento. Esa facción enarboló como solución económica una vacuna contra el meningococo del grupo B, con ella lograron convencer al comandante -a pesar de que las pruebas bactericidas todavía no eran concluyentes, y los estudios de efectividad no habían sido validados- para que construyera, al costo de otras decenas de millones de dólares, un centro de producción de vacunas que hoy se conoce con el nombre de Instituto Finlay. Justo es decir que este es el único de los centros del llamado Polo Científico que ha logrado pagar su propia inversión.

( Dos recordistas del Libro Guinness: Fidel Castro y Ubre Blanca )

Algo que confirma el carácter eminentemente guerrillero de la ciencia castrista es su uso de la vieja máxima “las armas se le arrebatan al enemigo”. Todos estos grandes centros del oeste de la capital cubana tienen como fuente original de sus “descubrimientos” a científicos extranjeros. Así, el CENIC puede ser identificado con Voisin o con cualquiera de los técnicos que decidieron ir a darle su ayuda desinteresada al pueblo cubano; el CIGB es hijo de Kary Cantell; y el Instituto Finlay de un americano, cuyo nombre ahora no recuerdo, que propuso conjugar las proteínas y los polisacáridos de la pared celular del meningococo, para aumentar la antigenicidad de la famosa vacuna.

Hoy día, casi cincuenta años después de ensayos y ensayos, el saldo que nos deja la supuesta ciencia del castrismo es mucho más triste que una colección de edificios descascarados, instituciones en decadencia, o científicos envejecidos que rumian sueños antiguos, a sabiendas de que pudieron ser alcanzados. Lo peor de esta experiencia es que muchos creen ver en ella la confirmación de que Cuba es un país hecho para el turismo, una tierra de rumberas y camareros alérgicos al pensamiento.

Esta opinión necesita olvidar la enorme cantidad de científicos cubanos, nacidos después de la revolución, que han logrado construir excelentes carreras profesionales en las mejores universidades del mundo. Estos investigadores, que representan a escala todos los estratos, sexos, y razas de la sociedad cubana, coinciden en un punto: en algún momento de sus vidas se percataron del circo que significaba la ciencia castrista y decidieron partir, con toda la carga de coraje existencial que eso implica, a probarse en sitios donde el rigor y la libertad se convierten en acicates intelectuales.

Por desgracia para Castro I, y para aquellos que lo utilizan como demostración de que somos un pueblo condenado a la rumba, existe un ejemplo que demuestra cuan factible y necesario es, para un país en vías de desarrollo, crear una infraestructura científica que esté a la par de sus homólogas en el mundo desarrollado. Me refiero a Israel, un pueblo, una nación, que empezó a construir su primera universidad en Jerusalén, y su primer instituto de investigaciones en Rehovoth, décadas antes de ser un Estado. Las dificultades políticas, sociales e intelectuales que enfrentaron lo colonos judíos cuando decidieron iniciar, en la segunda mitad de la década del treinta, el desarrollo científico de Palestina, fueron inconmensurablemente superiores a las que pudo haber encontrado la Revolución cubana en sus inicios. Sin embargo, hoy día la ciencia israelí tiene un nivel internacional sobresaliente, mientras que la cubana, para poder sobrevivir, tiene que buscar refugio fuera de sus fronteras.


Montreal