¿ES CUBA UN PARAÍSO PARA LOS ANCIANOS?
Por Oscar Mario González
Playa, La Habana, 4 de junio de 2009, (SDP) El recién concluido VII Congreso Internacional Longevidad Satisfactoria terminó sus sesiones el pasado 21 de mayo tras 3 días de debates y deliberaciones.
El evento, según la prensa oficialista, se efectuó a iniciativas del convaleciente ex mandatario Fidel Castro y durante su clausura tuvo lugar un encuentro con un grupo de centenarios.
Según datos que aporta el gobierno cubano la esperanza de vida de los cubanos al nacer es de 77,97 años: 80 las mujeres y 76 los hombres. Según las mismas fuentes, en nuestro país viven actualmente 1 488 centenarios con predominio del sexo femenino.
Cuba, de acuerdo con el diario Granma, es el primer país que realiza una investigación de toda su población mayor de 100 años. No dudamos de este dato ofrecido por el rotativo, si se tiene en cuenta el control que se ejerce sobre los ciudadano. Estamos seguros de que, en lo referente a investigar la vida particular de cada isleño, el cubano está controlado aún antes de salir del vientre materno.
Por supuesto allí se dijo, reafirmó y “demostró”, que nuestros viejos son los más felices y satisfechos del mundo por la dicha inconmensurable de vivir en un país en que lo tienen todo con inclusión de una asistencia médica gratuita. Al abrigo del Estado socialista y siempre al socaire del Comandante que, como buen padrecito de la patria, vela por todos con un amor que trasciende lo humano y raya en lo divino. Un amor que abarca lo colectivo y llega a cada uno de los ancianitos desvalidos.
Pero la realidad de cada día es bien distinta a la idealización que de ella hace el régimen mediante sus medios de comunicación destinados, sin excepción, a comunicar lo que el Estado y el Partido quieren que se comunique y decir lo que el gobierno les permite y ordena que digan.
Mas del 50% de estos hombres, muchos de los cuales ofrecieron sus mejores años a la consecución de una idea y al sueño de forjar una patria diferente, hoy deambulan por las calles y venden baratijas para poder subsistir, siempre bajo el acoso y la animosidad de las autoridades que suelen imponerles multas y decomisarles la mercancía.
Estos hombres, que por derecho propio debieran recoger los frutos de una vida laboriosa, ahora, al final del camino vivido, han de aceptar el reto que les impone la necesidad de supervivencia. Y lo aceptan en claro desafío. Ya sea al ejercer el oficio del cual se jubilaron o cuando revenden cualquier artículo. A veces se les ve desde el fondo del oscuro solar o cuartería reparar zapatos y chancletas de baño; en el portal de la casa, rellenan fosforeras; agazapados en el apartamento, venden huevos a tres pesos la unidad.
Tienen una pensión garantizada, sí. Pero con 200 pesos no se puede vivir porque tal presupuesto no está en consonancia con los precios, porque todo, hasta lo más mínimo cuesta más de un peso. Con menos de un peso, no se hace nada como no sea comprarle un pirulí casero al nieto o adquirir un limón para quitarle el tufo a muerto pasado de tiempo tiene el picadillo de soya que venden por la libreta de racionamiento.
Los asilos de ancianos sólo son acogedores cuando se les muestra por la televisión o cuando se les acondiciona para un chequeo del nivel superior. Mientras no sea por estas razones o alguna que otra circunstancia especial, enseñarán su verdadero rostro como emporios donde se almacena la carne humana avejentada en medio de carencias, estrecheces, insalubridad y sobre todo, ausencia de cariño y delicadeza humana. Los asilos de ancianos solo tienen dos puertas, la de entrada por donde se arriba por primera y única vez y la de salida como garante de un viaje pronto y definitivo al cementerio
Los únicos asilos a tono con los deseos, añoranzas y necesidades de los ancianos; donde parece ser que el alma humana encuentra sosiego y la dosis de cariño y amor indispensables; donde el trato y la atención andan acordes con las exigencias del decoro humano, son los hogares de ancianos a cargo de la iglesia. Precisamente es allí donde los miembros de la alta nomenclatura prefieren tener a sus familiares ancianos.
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