Esteban Fernández : La madre cubana
La madre cubana
Por Esteban Fernández
Yo, con 16 años de nacido, en el Aeropuerto de La Habana, metido en la “pecera”, allá a lo lejos veía a mi madre con un pañuelito de seda en una mano secándose las lágrimas y con la otra diciéndome adiós. Era la mejor madre del mundo. Pero la verdad es que todos los cubanos consideramos que poseemos la “mejor madre” del mundo. Y eso es verdad. Siempre bella para sus hijos, aunque tenga 100 años, protectora, halagadora, ciega ante cualquier defecto de su prole, enfermera, consejera, adivina, altruista y abnegada.
Para empezar, la madre cubana -cuando su hijo se porta mal- casi nunca puede decir eso de “espera a que llegue tu padre de la calle para que te de dos nalgadas” porque a los padres cubanos no nos gusta mucho eso de hacer el papel de “ogro”, y le dejamos a la mamá la labor de imponer disciplina en la casa. Pero la madre cubana sabe mezclar los regaños con tremendo amor, con dulzura y con consentir al niño en todo lo que este quiere.
El hijo puede tener 40 años y todavía para ella sigue siendo “el nené” de la casa. La madre puede cocinar una comida deliciosa y si el hijo la echa hacia un lado despreciativo enseguida la madre le dice: “Mi amor ¿tu quieres que te haga otra cosa, tu quieres que fría un par de huevitos?”
La madre cubana presume de ser muy buena suegra, y trata por todos los medios de “no meterse en la vida privada y conyugal de su hijo”. Sí, trata con todas sus fuerzas y hasta logra convencer a todos de eso. Sin embargo, la verdad es que considera (y es cierto) que nadie, ninguna mujer, puede tratar a su hijo de la misma forma en que siempre lo ha tratado ella. Yo creo que hasta si un joven cubano se hubiera casado con la Madre Teresa de Calcuta, esta jamás hubiera cuidado ni le hubiera dado los mimos que su madre le ha dado y está dispuesta a darle eternamente a ese muchacho.
Cuando el hijo se enferma, siendo un muchachito, la madre cubana prefiere (y lo dice y lo hace patente) que “la enferma fuera ella”. La madre cubana ni espera a que el muchachito se enferme sino que desde que el niño comienza a portarse bien, se sienta calladito delante del televisor “amodorrado”, ya ella comienza a preocuparse y a ponerle la mano en la frente tratando de ver si le ha subido un solitario grado de fiebre. Le pone un termómetro y si la fiebre subió minimamente dice “Yo lo sabía, este niño tiene “destemplanza”, yo estaba segura, él nunca se porta tan bien, él tiene que estar enfermo” y ahí comienzan un millón de remedios caseros que van desde ponerle dos frazadas por encima a su hijito para “que sude la fiebre” hasta embadurnarle el pecho con Vicks Vaporub.
Estas atenciones iniciales de nuestras madres nos persiguen por el resto de nuestras vidas, nos acostumbramos completamente a ellas y hasta cuando el cubano tiene 80 años, y coge un tremendo catarro, todavía ( a esas alturas de su vida) se acuerda y extraña a su madre que en paz descanse. Increíblemente yo he escuchado a un anciano cubano diciendo: “¡Que falta me hace mi madre todavía!” Cuando la muchacha cubana se casa con un compatriota odia que su marido se enferme o que añore la sopita de pollo que hacía su madre, y detesta cuando su esposo dice “¡La verdad es que nadie hace los frijoles negros como mi madre!”. Desde luego, enseguida que la cubanita es madre es cuando comprende lo que ser madre cubana significa y hasta le pide consejos a su suegra de cómo tratar a su hijo…
La madre cubana casi nunca disfruta los deportes que hace su hijo sino que los “sufre en carne propia” anticipando siempre que “se va a partir una pierna tirándose en segunda base”. Hasta montar una simple bicicleta puede resultar una preocupación para la madre cubana. Mi madre me gritaba: “¡Ponte ropa interior limpia por si acaso te caes y tienes que ir a la Clínica!” ¿Usted nunca ha escuchado a una suegra cubana diciéndole a su nuera: “María, por casualidad ¿tú has olvidado darle su Emulsión de Scott y Jarabe de Yododanico a mi hijo José por las mañanas?” Y la muchacha le responde: “Sí, y se los estoy dando a mi hijo Pepito también”… Me imagino que todas las madres del mundo actuarán de la misma manera, porque “el ser madre es una devoción para toda la vida”.
Nunca olvidaré un día en que mi maestra de Kindergarten llamada Violeta Espinosa nos leyó un versito que decía: ”Cuando una madre da un beso
se oye el sonido de dos; con ese beso tan santo otro beso imprime Dios”.
En agosto del 62 me monté en el avión, por la ventanilla todavía podía ver a Ana María Gómez llorando. Jamás volví a verla. Pero de mi mente nunca se ha borrado el recuerdo de sus lágrimas.
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