Manuel Cuesta Morúa desde Cuba: El castrismo cultural (Primera parte)
Mi punto de partida es la definición de cultura dada por Webster, esto es, la cultura como el complejo de creencias, realizaciones, tradiciones, etc., distintivas, que constituyen el "telón de fondo" de una sociedad. Generalmente han sido excluidas del uso tradicional del término "realizaciones" como la destrucción y el crimen y "tradiciones" como la crueldad y el fanatismo; yo seguiré este uso, aunque puede mostrarse necesario reintroducir: estas cualidades en la definición ...
HERBERT MARCUSE
Qué es el castrismo cultural? El castrismo cultural lo defino como la matriz de rasgos de comportamiento, mentalidad, visión y estilos de vida que, conectados con su origen en la Galicia rural, entra como uno de los torrentes formativos de la nacionalidad cubana, se reestructura con elementos de la tradición hispánica medieval y se petrifica, sin fluir, en medio del proceso mismo de formación de nuestra nacionalidad.
La historiografía cubana es vasta en todos los campos tradicionales del quehacer y pensar históricos. Sus debilidades están centradas, sin embargo, en la historia social, en la historia de las mentalidades y en los estudios culturales. Esto no es casual. Dado el peso que tuvo en Cuba la tradición estatista en el flujo social y cultural, a diferencia de otros lugares, la nación y la nacionalidad han sido miradas siempre desde los puntos de vista de la guerra, la política y el Estado. También desde la economía. No obstante, la idea de que sin azúcar no había país refleja más bien la visión de una clase que sabía que su poder de inserción mundial dependía de la economía, que la de una visión y una conciencia de lo que podía ser la nación.
Esta se intenta construir desde la política y desde el Estado, a ratos desde la estética poética, en contraposición estructural con el país de la economía. Pero el elemento fundamental desde el cual se estructura una nación: el elemento cultural, nunca ha sido objeto de análisis de rango. En ese sentido la historiografía cubana ha seguido el curso de la narrativa del poder y no se ha proyectado a una imaginación estratégica sobre la nación. Algo que no puede hacerse descontando los valores culturales. Como se sabe hoy con mayor claridad, y como lo demuestra la existencia misma del castrismo, la cultura es lo que importa en términos de qué pautas estructuran una sociedad.
Sin embargo, si es cierto que sin economía no hay país, es más exacto todavía el axioma de que sin cultura compartida no hay nación. Entendiendo, claro está, que país y nación no son la misma cosa. Y el castrismo cultural es exactamente la hegemonía de uno de los torrentes culturales de la nación, no precisamente el más actualizado ni dinámico, pero sí el más agresivo, sobre el resto de los torrentes o componentes que venían dando entidad a la nacionalidad cultural de Cuba. Diría más: el castrismo cultural —como resumen de una tradición— estaba a punto de diluirse justo en el momento en el que logra detener ese difícil proceso de conformación de la Cuba cultural. La síntesis de ese proceso en el ámbito literario la expresaba muy bien Virgilio Piñera. Pero el triunfo del castrismo cultural tiene su correlato, a pesar de las contradicciones, en el triunfo de otro movimiento literario: el origenismo ―con su preeminencia católica―, en la versión “revolucionaria” de Cintio Vitier.
En la década del 50 del siglo pasado, cuando este proceso de la nación cultural está a punto de cuajar, e incluso cuando ya la burguesía cubana se da cuenta que es importante ser nacionalista, aparece con fuerza hegemónica el castrismo cultural: la versión menos cubana de la hispanidad gallega.
De hecho y en rigor antropológico, el castrismo no es cubano. Quien lee detenidamente el libro Todo el tiempo de los cedros, esa mezcla de hagiografía y patrística sobre Fidel Castro escrita por la periodista cubana Katiuska Blanco, tendrá la excelente ocasión de analizar un típico texto de antropología involuntaria. Lancara, la unidad territorial de la Galicia interior que da inicio a la saga, está más cercana a ciertos espacios de Birán en el oriente cubano, de lo que podría estar Birán de Santiago de Cuba en términos culturales.
Ciertamente haber nacido en Cuba en la década del 20 del siglo pasado, y haberse formado en los contextos culturales propios de los años 30 y 40 no garantiza la nacionalidad cubana entendida como cultura. Sin duda alguna se es francés o alemán si se nace en la misma época en los respectivos países, pero no se es cubano necesariamente —reitero: entendida la cubanidad como cultura— si se nace en Cuba en 1926. El flujo de inmigración a Cuba de la época retarda el proceso endógeno de cimentación cultural y pasma abruptamente el ajiaco del que mucho escribió el etnólogo cubano Fernando Ortiz.
De modo que el castrismo cultural triunfa en 1959 y tiene que hacerlo de manera hegemónica y arrolladora para sobrevivir. Y su hegemonía provoca un desplazamiento histórico sin precedentes en el núcleo cultural diverso sobre el que Cuba viene conformando trabajosamente su nacionalidad.
¿Cuáles son los rasgos del castrismo cultural? Sin orden de importancia voy a resumir los que me parecen fundamentales, en contraste con el proceso de formación de la nación cubana. Estos rasgos, algunos simbólicos, otros estructurales, merecen un estudio más exhaustivo. De modo que lo que aquí expondré debe pasar por el tamiz de un mayor rigor sociológico, antropológico y de teoría de los símbolos.
Empiezo por la concepción burocrático-militar del Estado y su concepto y conducta marciales. Esto es típicamente hispánico y se conecta con la idea de imperio y dominio que el castrismo cultural introduce en la idea y realidad de Cuba. Los orígenes guerreros del modelo, contrario a los orígenes cívicos del proyecto de nación, para el cual la guerra es una imposición de la realidad, no parte del rito fundacional, facilitan este desarrollo. Pero la cultura política cubana tiende, por su origen fundacional y su permanente definición contra la España imperial, al republicanismo, al ciudadano y a lo cívico. El militarismo es una consecuencia de la prolongada guerra por la independencia, pero no entra en la concepción de ninguno de los que idearon la noción de una Cuba que rompe su cordón umbilical. La facilidad con la que se disuelve el ejército en 1901 es algo más que una ingenuidad política: da la medida exacta de que el modelo burocrático-militar es ajeno al proyecto de nación, aunque no extraño en Cuba.
Otro rasgo es el de la visión rentista del Estado y de la sociedad. Desde Félix Varela hasta 1959, la crítica esencial a los sectores pudientes en Cuba tiene que ver con su afán productivista y economicista. La mentalidad misma de que sin azúcar no había país es un reflejo de que Cuba estaba siendo pensada y concebida como una unidad económica de primer orden, lo que se alimenta de, y determina los rasgos pragmáticos de la cultura, la flexibilidad como paradigma del comportamiento, el sentido de independencia social y la capacidad de contraste con su propia realidad —la corrupción en Cuba hoy tiene mucho que ver con la tensión entre la estructura represiva del Estado y esa planta flexible del modelo cultural. El hecho de parasitar unidades económicas externas, —la ex Unión Soviética, China, Venezuela, los Estados Unidos, etc.— tal como hizo la España imperial con sus colonias, fomentando así una mentalidad insegura y dependiente, es también ajena al núcleo cultural de Cuba.
Un tercer rasgo es el de la estrechez en la visión del mundo. En esto tiene mucho que ver la educación jesuítica de la época, una educación de elite y desconectada de la diversidad de componentes de la Cuba cultural, pero más con la estrechez de mundo del espacio rural infinito, poco poblado y sin confines claros. Se ha dicho y se dice que el castrismo es intolerante. Puede ser verdad como frase tópica, pero bien visto, estamos frente a algo anterior a la naturaleza de la intolerancia. La intolerancia aparece cuando se convive con otros mundos que no admitimos, no se asimilan y se rechazan.
En cierto sentido el intolerante sabe que aquellos existen pero no los reconoce. Pero el castrismo cultural es la creencia de que no existen esos otros mundos porque no los concibe. Esto es algo más primario y de algún modo peor que la intolerancia. Condiciona por tanto la actitud de negación de otros horizontes como corresponde a sus orígenes típicamente rurales. Y esto explica muy bien la violencia administrativa, pública y racionalizada que el castrismo cultural despliega contra las ideas pacíficamente expresadas. Ya esto no es cubano. En la Cuba cultural la pluralidad de ideas puede generar intolerancia, distanciamiento y choteo pero no visión estrecha del mundo.
El cuarto de los rasgos es el antinacionalismo. Dicho a estas alturas resultará raro y escandaloso pero el castrismo es antinorteamericanismo, no nacionalismo. En este sentido es muy cierto que en alguna medida Fidel Castro Ruz es el último español decimonónico de la Cuba cultural y política, pasado por la escuela jesuita, la de la Civilta Cattolica, que enseñaba que los hombres elegidos despliegan su misión en el mundo, no atados a valores estrictamente nacionales.
Como el último español, Fidel Castro niega a José Martí en dos puntos esenciales: el republicanismo cívico y el rechazo a los militares. Lo aprovecha bien, no obstante, y exagerándolo, en la vena crítica de Martí hacia el expansionismo norteamericano y en la apropiación romántica que este último hace del concepto total y abstracto de humanidad como plataforma para la acción política. Hasta aquí. La conclusión lógica de todo nacionalismo, la que le da contenido positivo una vez que se define frente a potencias externas, nada tiene que ver con el castrismo cultural. Y esta conclusión lógica es la exaltación y defensa de los nacionales, independientemente de sus diferencias, por encima de cualquier otro sujeto externo. Los nacionalismos tienen algo de mala literatura justamente porque ponen la propia etnia por encima de otras etnias políticas. Todo nacionalista auténtico se acerca para decirnos: yo y lo mío primeros.
El castrismo cultural es la corrección disminuida de cualquier vena nacionalista por defecto. No equilibra el nacionalismo a través del concepto total de humanidad, en cuyo caso extranjeros y cubanos seríamos iguales en Cuba y frente al poder, sino que desciende lo cubano y a los cubanos a una escala inferior, gestionando la nación en tres direcciones: la de dominio sobre los seres humanos posibles: los cubanos, la de imperio desde el centro territorial posible: Cuba, y la de imagen “perfecta” frente a toda la humanidad. Esta última dirección explica por qué el castrismo se desvive por satisfacer a los extranjeros en detrimento de los cubanos y por qué priva a los nacionales hasta de lo más elemental para preservar su imagen y compromiso con los de afuera. Y es verdad que muchos cubanos se sienten a gusto con esta distorsión. Pero el nacionalista no hace esperar a los suyos, por el contrario, siempre hace esperar a los demás, y en los peores casos les hace sufrir para contentar a su propia gente.
El nacionalismo nunca permitiría entender, entre otras cosas, los misiles rusos, el tipo de gestión a la crisis de estos misiles en 1962, las tempranas guerrillas en América Latina, Asia, Medio Oriente y África, las campañas militares en este último continente, la pleitesía rendida a otro país en la primera versión de la Carta Magna revolucionaria (1976), el turismo para extranjeros, las dos monedas, la gestión capitalista externa que conforma y estructura una clase media alta residente, formada solo por extranjeros; los dos sistemas de salud y de educación; las donaciones, de lo que se recibe precisamente como donación, a los ciudadanos de otros países en detrimento de los suyos; la tolerancia del uso de la bandera para acompañar otros símbolos que nada tienen que ver con la formación de la nacionalidad, como es el caso de Ernesto Guevara de la Serna, o para satisfacer las banalidades aparentemente iconoclastas del reguetón; mucho menos la idea-traición que alguna vez se puso en marcha de unir Cuba a un proceso político externo, representado por el chavismo. Tampoco, la preeminencia de la voz de los extranjeros por encima de la voz de los nacionales. Ahora bien, esto sí se puede entender desde los dos conceptos básicos que estructuran el castrismo cultural: el dominio y el imperio. El hecho de que la estructura burocrático-militar cubana esté copando las instancias de poder en Venezuela es un ejemplo claro de esta vieja idea de imperio que no descansa.
El antinorteamericanismo, que les ha parecido a muchos un nacionalismo, corresponde a esta doble lógica cultural: el odio imperial a los Estados Unidos, heredado de la vieja España, y la actualización del concepto de imperio desde la última de sus colonias: Cuba. La conexión cultural es indiscutible y permite entender lo que de otro modo parecería ridículo: Cuba estableciendo un pulso mundial con los Estados Unidos en otras tierras del mundo. Esto no tiene ni tradición ni antecedentes en el proyecto de Cuba como nación. Sí en la España del imperio.
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