jueves, abril 25, 2013

Enrique del Risco: El legado de Alfredo Guevara




El legado de Alfredo Guevara

Por Enrique del Risco
New York

24 de abril

La famosa anécdota que cuenta que cuando al Primer Ministro chino Zhou Enlai le preguntaron qué pensaba de la Revolución Francesa respondió que todavía era demasiado pronto para opinar de ella no aplica para el caso de Alfredo Guevara por las mismas razones que en los de Fidel Castro o Alicia Alonso: su larguísima existencia más que física, geológica, ya permite tomar la suficiente distancia para evaluar sus acciones. A esta altura puede determinarse que la herencia más duradera del fundador del ICAIC no es ni dicha institución, ni esa mezcla de pretensiones “artísticas” y chabacanería que es el cine cubano o ni siquiera su manera singular de colgarse la chaqueta de los hombros que pese a su insistencia nunca llegó a adquirir el rango de moda. Su mayor legado, el que sospecho más persistente y duradero, es de cierta concepción de la cultura cubana o más valdría decir de la Alta Cultura de la Revolución Cubana (dicho sea con mayúsculas para que ese conjunto de meras palabras parezca importante) que puede notarse en polémicas tan apartadas en el tiempo como las que rodearon al documental “PM” en 1961 o al reguetón al inicio de la segunda década del siglo XXI.

La famosa polémica que precedió las “Palabras a los intelectuales” fue, además de una lucha por el poder (cinematográfico) entre el grupo de Lunes de Revolución y el del ICAIC, una riña estética: la de cineastas forjados en una de las escuela europeas más pujantes del momento, la italiana, a donde habían ido a estudiar el núcleo de fundadores del ICAIC frente la más anglosajona o directamente filonorteamericana lidereada por Guillermo Cabrera Infante, Néstor Almendros y otros que habían pasado fructíferas etapas de formación en los Estados Unidos. Si fue Fidel Castro quien se encargó de fijar de una vez y para siempre los límites de la política cultural (el dentro y el contra, el todo y la nada) fue este Guevara quien se encargó de infundirle un tono: ese que se pretendía refinado pero que encarnó en la forma más vulgar del elitismo, la que representa al pueblo por el curioso procedimiento de darle la espalda y suplantarlo con una versión épica o romántica pero escandalosamente falsa.

 Frente a los borrachitos de “PM” el ICAIC enarbolaba campesinos infelices o jubilosos de acuerdo a la temporada de la Historia que se tratara, a milicianos enérgicos, a brigadistas dispuestos y obedientes hasta en sus desobediencias, a chivatos glorificados por el martirologio. No es de extrañar que la película más emblemática del cine cubano tenga por protagonista a un burgués frustrado y distante observador en funciones. Una cultura que se había “nacionalizado” a partir del reconocimiento de sus raíces por parte de las vanguardias locales desde las décadas del veinte y del treinta se reeuropeizaba en nombre de la batalla entre el socialismo y el capitalismo, entre el arte verdadero y el comercialismo, entre los rezagos del pasado y el futuro luminoso. Así como lo popular se rebajó a turístico y decadente, todo el cine cubano anterior a 1959 desapareció por decreto y Alfredo Guevara devino en fundador del cine nacional en una transición sin escalas de los hermanos Lumiere al ICAIC. De un cine sobrecargado de números musicales y cantantes y comediantes de moda se saltó sin transición al de imágenes de una severidad recién conquistada acompañadas con música electroacústica o cantautores quejosos pero combativos. Y a eso se le llamó progreso.

Habría que reconocer que como jefe de proyeccionistas Alfredo Guevara tuvo más fortuna que como pastor de cineastas. Se impuso, gracias a la intervención de su viejo cómplice en la universidad –el entonces primer Ministro Fidel Castro-, en una polémica con la ortodoxia de los viejos comunistas lo que permitió que en los años siguientes además del cine “socialista” se pudieran estrenar en Cuba producciones del capitalismo decadente. Su gran mérito fue defender que entre una y otra muestra del realismo socialista se pudiesen ver películas de Fellini o Antonioni. Pese a las potencialidades norcoreanas del comunismo criollo las pantallas habaneras fueron siempre mucho más abiertas que las de Pyongyang o hasta las de Moscú. Fue así cómo Alfredo Guevara se convirtió en un modelo a seguir de intelectual liberal sin ser lo uno ni lo otro.

En cuanto a la producción de cine se encargó de remedar los experimentos de Fidel en la ganadería con resultados parecidos: híbridos que reunían lo peor de sus fuentes de inspiración con uno que otro ejemplar que trataba de redimir a la manada. Decidir cuál sería la Ubre Blanca del cine cubano es tarea algo más difícil. En cambio si alguien le echa en cara su esterilidad cinematográfica yo seré el primero en defender su contención. Cualquiera que se haya asomado a sus libros sabe lo mucho que le debemos agradecer por tanto silencio.

El crítico Justo J. Sánchez intentó en estos días un epitafio: “Vivió en el poder absoluto la contradicción de ser Oscar Wilde en tierra de los Van Van”. La frase es sin embargo más rotunda que precisa. No sólo porque un homosexual con aspiraciones artísticas está tan cerca de Wilde como cualquier bizco con resabios filosóficos de Jean Paul Sastre sino porque Cuba antes de ser la tierra de los Van Van fue la de Matamoros, Piñeiro, Lecuona, Arsenio Rodríguez y Benny Moré. Los Van Van, Buenavista Social Club o el reguetón es lo que todavía puede producir el país a pesar de medio siglo de intervencionismo estatal, de ofensivas contra los “rezagos del pasado” y de experimentación diversa con la cultura nacional atendiendo a caprichos personales convertidos en ley.

Sería fácil y hasta útil emprenderla contra el gusto más o menos kitsch de Alfredo Guevara que propició tanta cursilería con ínfulas, contra su rechazo a la vitalidad de la cultura en nombre de la corrección (ya fuera política o estética), contra su confusión entre arte y propaganda, cultura y festivales pero todo esto oscurecería el sentido (¿profundo?) de su legado. Su herencia se hace presente cada vez que un funcionario de la cultura trata de darle un aspecto liberal a la obediencia estricta de las órdenes de los que mandan como intentó hacerlo Abel Prieto, quizás su ajustado discípulo, hoy ya pasado a retiro. El legado de Guevara consistió sobre todo en que la destrucción de una cultura y de un país completo adquiriera un aire renovador de manera que en medio de las ruinas todavía se consiga hablar de una ganancia espiritual, la del espíritu de la Revolución o de cualquier otro. Atendiendo a sus deseos cremaron su cuerpo y las cenizas resultantes fueron esparcidas en la escalinata de la universidad de La Habana. Su espíritu en cambio está por todas partes.