lunes, julio 29, 2013

Dos puntos de vista sobre la estafa del Castrismo. Juan Antonio Blanco: La Gran Estafa. Gastón Baquero: texto en el Diario de la Marina, 19.4.1959


 La Gran Estafa

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El mayor estafador de estos tiempos no es el financiero Bernard Madoff. Ha sido Fidel Castro por más de cincuenta años.
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Por Juan Antonio Blanco
29 de diciembre de 2008


Es cierto que todo proceso político convoca a una mezcla de genuinos creyentes con elementos oportunistas e inescrupulosos. Sin olvidar el modo en que contribuyeron las circunstancias históricas de la época, sería inapropiado menospreciar el papel jugado por las habilidades de este personaje para atraer personas o multitudes colmadas de buenas intenciones. Muchos todavía no se han enterado, o no tienen siquiera idea, de la magnitud del engaño del que han sido víctimas. Otros no desean enterarse. Es duro llegar a la vejez habiendo extraviado el sentido de la existencia y perdido el tiempo de vida en pos de una farsa. Se requiere lucidez y coraje para admitir el error y ser leal a valores humanistas permanentes en lugar de a aquellas instituciones, líderes y consignas que se apropiaron de ellos.

Aun cuando otras muy graves acciones se le imputan al todavía Primer Secretario del Partido Comunista de Cuba, es pertinente, en el cincuenta aniversario de su ascenso al poder absoluto, repasar su récord como estafador de primera línea.

Entre los timados se encuentran:

Aquellos luchadores contra el dictador Fulgencio Batista que no siendo comunistas creyeron arriesgar su vida para restablecer y hacer cumplir a plenitud la Constitución de 1940 -socialmente la más avanzada de la región en aquel tiempo- siendo después de 1959 brutalmente encarcelados, fusilados o desterrados, cuando denunciaron el nuevo rumbo que se imprimía al proceso.

Los religiosos, a los que persiguió y discriminó a pesar de que él ostentó crucifijos y rosarios en la Sierra Maestra y asistió a misa de acción de gracias en los primeros días de enero de 1959.

Los que lo siguieron apoyando, aun después de declararse marxista leninista en 1961, creyendo que implantaría un socialismo “diferente” y libertario, siendo luego reprimidos, políticamente excluidos o socialmente marginados.

Los nacionalistas cubanos, a quienes se presentó como paladín de la soberanía frente a la ideología anexionista –simbolizada, al nacer la República, por la aceptación de la Enmienda Platt y la instalación de la Base Naval de Guantánamo- para luego ceder el uso del territorio nacional a diversas bases militares soviéticas desde 1962 hasta el 2002 e imponer la cláusula constitucional de 1976 que obligaba a la eterna alianza con la URSS.

El pueblo, al que prometió “libertad con pan y pan sin terror”, fórmula de la que hasta hoy sólo garantizó el último componente después de tres reformas agrarias, la creación del Cordón de La Habana, la Brigada Invasora Che Guevara, el Cordón Lechero, las UBPC, los organopónicos urbanos y los experimentos con Ubre Blanca.

La familia cubana, a la que prometió que no se vería dividida nunca más por la necesidad de emigrar, para luego escindirla y enfrentarla por motivos ideológicos, lo que en una sociedad sin libertades y signada por la escasez crónica alentó sucesivas olas migratorias a las que impuso el destierro mediante la “salida definitiva del país”.

Los países y empresas -socialistas y capitalistas- a los que solicitó créditos y recursos, que nunca tuvo la intención de pagar, por un monto similar o superior al estafado por Madoff.

Los funcionarios, académicos e intelectuales cubanos que creyeron- cuando se transformó la geopolítica mundial al caer la URSS- en su disposición a reorientar el país hacia un socialismo democrático, participativo y eficiente, siendo luego anatematizados por sus propuestas aperturistas al rebasarse lo peor de la crisis.

Los organismos multilaterales, a los que nutre de estadísticas manipuladas que ocultan los actuales niveles de pobreza, retraso y desigualdad existentes en Cuba así como el actual desastre de la educación y salud pública en la isla.

La opinión pública latinoamericana, a la que sigue presentándose como líder de la “heroica resistencia al feroz bloqueo yanqui” cuando el “país enemigo” es hoy su quinto socio comercial y principal suministrador de alimentos a la isla, que hoy importa alrededor del 80% de sus necesidades en ese campo.

Los liberales norteamericanos, a los que ha hecho creer que el embargo se ha mantenido sólo por las gestiones políticas del exilio, cuando él, para asegurar su vigencia, ha saboteado en varias ocasiones y de forma deliberada diversas posibilidades reales de distensión con Washington.

Los académicos, periodistas, políticos, artistas y escritores de cualquier latitud geográfica o ideológica, a quienes ha hecho creer que todavía existe una Revolución Cubana, próxima a cumplir 50 años de edad, cuando el proceso que triunfó en 1959 fue sustituido hace varias décadas por una sociedad posrevolucionaria y totalitaria.

El país que despertó aquel primero de enero de 1959 funcionaba, prosperaba, expandía sus clases medias, y ocupaba un lugar cimero en la región por sus índices de urbanización y consumo, así como por tener avanzadas tecnologías de comunicaciones y una amplia infraestructura y transporte. También contaba con una sociedad civil compleja y vibrante. Incluso algunos de los significativos problemas sociales existentes (desigualdad de oportunidades, índices de analfabetismo y mortalidad infantil, racismo, elevado desempleo, corrupción administrativa) eran en aquel momento de menor magnitud a los que entonces mostraban muchos otros países latinoamericanos y del Caribe. Los desafíos estructurales –excesiva dependencia de Estados Unidos para el comercio, inversiones y tecnologías- requerían nuevas políticas de diversificación económica enmarcadas en un plan de desarrollo nacional, en un país donde el capital nativo había crecido hasta el punto de que ya comenzaba a ser exportado.

Lo que esperaba el pueblo no era que una camarilla de supuestos iluminados destruyera los mecanismos de creación de riquezas, centralizara todo el poder y suprimiese el pluralismo y la democracia. Se creía haber luchado para que el proceso revolucionario, tras poner fin a la dictadura batistiana, hiciera valer la soberanía nacional entendida como la libérrima expresión de la voluntad popular. En cambio, Fidel Castro trajo a Cuba la variante totalitaria del socialismo de Estado no por razones dogmáticas ni con el afán de equilibrar la balanza frente a Estados Unidos, sino por ambiciones y egoísmo personales que sólo pueden ser satisfechos con el disfrute de un poder totalmente centralizado y omnímodo. Fue por ello que sustituyó la soberanía popular por su poder absoluto y el pluralismo por el imperio de sus caprichos personales.

No hay que esperar por la Historia para juzgar el legado de Fidel Castro. Las nuevas generaciones de cubanos – incluidos los hijos de muchos de los dirigentes históricos del proceso de 1959- han emitido ya su voto con los pies. No se marchan sólo porque el presente es insoportable sino porque no creen que la isla tenga porvenir bajo el sistema actual. No ven la viabilidad del país después de sacrificios innombrables e incontables pagados puntualmente por sus padres y abuelos. Quieren, simplemente, escapar del paraíso prometido a sus antecesores hace cincuenta años. Desean vivir en libertad y disfrutar las oportunidades que ofrece una sociedad moderna que refleje el cambio de época que hoy experimenta la humanidad. Su proyecto personal no es vegetar hasta hacerse viejos en una burbuja de totalitarismo y retraso en medio del siglo XXI.

Fidel Castro se apropió -para servir sus propios fines- de los legítimos sueños, sacrificios y esperanzas de millones de personas que alguna vez depositaron su fe en él. Estafa y robo de tal magnitud es imperdonable y no admite comparaciones. No sólo ha arruinado por medio siglo al país, sino que todavía representa hoy el principal obstáculo a cualquier cambio, sea humanitario o sustantivo, para abrir las verjas del futuro.

A todos los afectados de uno u otro modo por este personaje, les deseo un feliz 2009. 
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Texto de Gastón Baquero, Diario de la Marina, 19.4.1959



Al iniciar un viaje que por muchos motivos puede denominarse de vacaciones, consideramos obligado ofrecer a los lectores amigos los otros se lo explican todo a su manera algunas consideraciones sobre la actitud de este columnista antes y después del 1º de Enero.

Veníamos en silencio, sin escribir, desde la aparición de la censura. Meses y meses previos al desenlace de una etapa histórica, nos vieron callados, y posiblemente interpretados por algunos frívolos o por algunos ciegos apasionados como indiferentes a un dolor patrio o como partícipes de la mentalidad y ejecutoria que producía esos dolores. A cada cual su juicio, su interpretación, su creencia, que sólo puede modificarla el tiempo. Es inútil razonar contra los prejuicios.

Las personas de nuestra manera de pensar nos veíamos cada día más arrojadas a un callejón sin salida. Estábamos contra el crimen y la violencia, pero no podíamos irnos con la revolución. Comprendíamos que ya la tragedia cubana avanzaba con violencia arrasadora y que no tenía nada que hacer la voz del periodista, y menos si éste pertenecía a la ideología conservadora. Se habían gastado las palabras persuasivas, los llamamientos al cese de la lucha, las apelaciones a buscar una salida incruenta. La palabra pertenecía a las armas, que no se han hecho para propiciar el entendimiento. A quienes no podíamos ni aplaudir lo que ocurría, ni dar por bueno lo que venía, no nos quedaba otra postura que la del silencio. Y al silencio fuimos.

Los tiempos cubanos, como los de casi todos los países en esta hora del mundo, se inclinaban visiblemente hacia las soluciones extremas. Muchos creían que se gestaba simplemente la caída del gobierno con su reemplazo por otro mejor, pero adscrito en definitiva a una línea jurídica, económica, social, política, dentro de una tradición inaugurada en la Carta Magna de 1940. Quienes veíamos que la nueva generación iba mucho más allá, y propugnaba una revolución y no un simple cambio de gobernantes abogábamos, por no tener fe en las revoluciones, por salidas de otro tipo, que eliminaran el gobierno malo, pero que no abrieran la terrible incógnita de una revolución social siempre más radical y profunda de lo que ¨afortunada o desdichadamente¨ Cuba puede y debe intentar en esta hora.

¿Y por qué no tenemos fe en las revoluciones? No es porque ellas produzcan trastornos, lesionen intereses, vuelquen las costumbres. No tenemos fe en ellas porque siempre se fijan tareas que requerirían la asistencia de grandes genios, la milagrosa autoridad de ángeles y santos para cambiar de la noche a la mañana la naturaleza humana. Las revoluciones quieren hacer por decreto que en un instante se precipite el progreso, y nazca el hombre nuevo y surja por encanto la ciudad soñada. Su gran paradoja consiste en que no quiere dar al tiempo lo que es del tiempo, ni al hombre lo que es del hombre, sino que intenta saltar, a pies juntillas, por encima del tiempo y del hombre para llegar de una vez a la meta teóricamente fijada. Provocan sufrimientos y conmociones que alteran a fondo y por mucho tiempo el desarrollo normal y seguro, el avance lógico y humano hacia el mejoramiento constante de las formas de vida. Quiere la perfección de la noche a la mañana y es en definitiva una noble pero trágica terquedad ideológica, soberbia intelectual, que quiere desconocer la naturaleza humana y piensa que las grandes ideas, el afán por la justicia, la sed de verdad, no han aparecido en el mundo porque a éste le han faltado revolucionarios. La historia muestra que los revolucionarios han contribuido como nadie a la aparición de nuevas ideas, de mejoramiento y de justicia, pero que los revolucionarios, cuando triunfan, ya no saben sino saltar hacia el porvenir, de un golpe, ignorando la dura materia del tiempo y la fuerte resistencia del hombre. Mientras no llegan al poder son un bien, pues traen el fermento de la inquietud y el aguijón del progreso.

(Gastón Baquero en su Exilio en Madrid)

El progreso cubano culminó, como se sabe, en la fuga del dictador, en la impotencia de la junta militar, y en el ascenso al poder de la juventud partidaria de la revolución. Los caracteres ideológicos de ésta no fueron nunca disfrazados por sus dirigentes. En el manifiesto dado por el Dr. Fidel Castro en diciembre de 1957, al desembarcar en Cuba, están contenidas todas las ideas que hoy se van convirtiendo en leyes. (Nota de Mons. Carlos M. de Céspedes: el desembarco del Granma tuvo lugar el 2 de diciembre de 1956, no de 1957; a qué manifiesto se está refiriendo Gastón, ¿no será acaso a La Historia me absolverá, manifiesto pronunciado por el Dr. Fidel Castro en el juicio por el asalto al Cuartel Moncada y al Cuartel Carlos Manuel de Céspedes, en 1953?). Si algún capitalista se engañó, fue porque quiso; si algún propietario pensó que todo terminaría al caer el régimen, pensó mal, porque claramente se le dijo por el Dr. Castro que todo comenzaría al caer el régimen; y si alguna persona alérgica a las grandes conmociones económicas y sociales siguió y ayudó al Movimiento, creyendo que éste venía solamente a tumbar a Batista, pero no a cambiar costumbres muy arraigadas en la organización económica y social, se equivocaron totalmente o no leyó con atención aquel manifiesto. El Dr. Castro no ha engañado a nadie, aunque mucha gente conservadora y enemiga de las convulsiones le siguieron sin preguntarse detenidamente hacia donde la llevaban.

Y como este columnista no fue ni es partidario de las revoluciones, ni de las transformaciones violentas de la estructura social (lo que no quiere decir que permanezca indiferente ante los males y renuncie a la superación de estos por medios que le parecen menos dañinos y más duraderos), no creyó nunca que se debió abandonar los esfuerzos para poner fin pacífico y no revolucionario a los horrores que Cuba padecía. Por supuesto que esta idea no sólo fue derrotada por los hechos lo que es mortal para una idea sino que se prestó y se presta a las interpretaciones más agresivas y mortificantes sobre el origen de la actitud.

Al triunfar la revolución no faltaron los atolondrados que seguían creyendo que por haber sido más o menos antibatistianos eran ya suficientemente revolucionarios. No veían que el 1º de enero, volado ya el posible puente de una junta militar delicia de los que querían dinamitar la casa, pero sin derribar las paredes ni el techo, Cuba entraba a vivir una etapa histórica absolutamente distinta. Esta etapa iba a requerir una nueva mentalidad en las clases, en los ciudadanos, en el Estado, en las costumbres, pero muy pocos lo sospechaban.

Al principio, todo fue júbilo. La caída de una dictadura que cometió tan terribles errores y realizó tantos horrores, fue ocasión justificada para el desbordamiento oceánico de alegría pura y sincera, sin diferencia de clases ni de individuos. Todos eran felices porque había caído la tiranía; pero muchos no sospechaban siquiera que recibían entre palmas una revolución social. Ya de Batista estaban hasta la coronilla los más tenaces batistianos. El río de sangre, la inseguridad para la vida y la propiedad, la censura de prensa, el imperio del terror como norma de gobierno, habían llegado a sensibilizar hasta a los reacios al dolor ajeno. Cuba había apurado el límite de la resistencia física y de la resistencia moral. De todos sus sufrimientos parecía librarse, en jubilosa catarsis, cuando ofrecía enardecida a los revolucionarios victoriosos el laurel de la gratitud y el aplauso de la admiración. Y como en 1902, como en 1933, como en 1944, el pueblo cubano se dispuso a iniciar de nuevo el camino hacia la honradez administrativa, la libertad ciudadana, el respeto a los derechos, la desaparición de los privilegios, y la vida reglada por la paz, la cultura y el progreso.

¿Cuál era la actitud correcta de quienes no creímos en la revolución y no hicimos por ella nada, aunque tampoco hicimos, en conciencia, nada contra ella? A nuestro juicio, lo decoroso, lo justo, era el silencio. Fácil nos hubiera sido, de quererlo, y pese al riesgo de esa burla, presentarnos en pose demagógica, arrojando flores al paso de los vencedores. ¿No es esto lo usual?¿ No hemos presenciado el desfile ignominioso de los incorporados, de los revolucionarios del 2 de Enero, de los radicales que no tienen mucho que perder y de los conservadores y hasta reaccionarios disfrazados de dantones? Quienes comprendimos que el 1º de Enero se iniciaba en Cuba una etapa de gran conmoción social, de renovación que iba mucho más allá de lo imaginado por tantos y tantos que confunden revolución con antibatistismo y sentíamos que esas nuevas ideas triunfantes no eran las nuestras, no podíamos hacer otra cosa que callarnos y dejar que la revolución misma se abriese paso entre las clases sociales, perfilando su real fisonomía y declarando paladinamente a quienes aún vivían engañados cuáles eran sus verdaderas proyecciones.

Ahora nos encontramos en el ápice del despertar. Aquella señora que compró sus bonitos del 26, no soñó que la revolución le iba a rebajar el 50% de sus rentas por alquileres; aquel industrial que por ideología o por miedo abrió sus arcas, creyó que tenía adquiridos títulos revolucionarios y subsiguiente influencia; aquel sacerdote que hizo de su sotana un manto de piedad para salvar vidas de jóvenes acosados y de su Iglesia un centro de conspiración, creyó que se tendría en cuenta su filosofía de la sociedad y de la vida. Cuantas ilusiones, esperanzas, elucubraciones y cálculos han fallado. Pues llegó la revolución de veras, radical, inflexible, sin compromiso ante sus ojos y anhelosa de llevar a cabo un enorme cambio, un programa descomunal de contenido económico y social, que ha venido gestándose en la mente de los cubanos revolucionarios desde los mismos años inaugurales de la República. Llegó la revolución en la que no tienen cabida el perdón de los errores, el pensamiento conservador, la doctrina tradicionalista ni el conformismo acomodaticio que, es cierto, ha frustrado tantas esperanzas del cubano.

Al chocar frente a frente con la realidad, muchos se han asustado. No sabían que una revolución era así. Pues así, y más, son las revoluciones. Por eso ante ellas, quienes no tenemos vocación política y no nos inclinamos a participar en movimientos contrarrevolucionarios por mucho que la revolución nos persiga, no sabemos hacer otra cosa que ponernos al margen, dejar pasar el poderoso torrente y desear, sin el menor resentimiento, que triunfe y se consolide cuanto sea bueno para Cuba, y que se disuelva rápidamente en el vacío cuanto pueda ser un mal para esta tierra de la cual pueden incluso hasta arrojarnos, pero no pueden impedir que la amemos con la misma pasión que pueda amarla el más revolucionario de sus hijos.

Al iniciar este viaje, lector, dejamos en manos de nuestro querido Director y amigo, José Ignacio Rivero, hombre cristiano, hombre de carácter, nuestro cargo en el DIARIO DE LA MARINA, de Jefe de Redacción, que tanta honra nos deja para siempre. Comprendemos que hay momentos en los cuales pueden ser confundidas, con daño para lo que más importa que es el DIARIO, las actitudes personales, las ideas propias, con las actitudes del periódico. En medio de la pasión, del asombro de las clases, del choque ideológico inesperado, tiene por ahora poco que hacer un periodista verticalmente conservador, un derechista en tiempos de derrota para las derechas. Cabe la adaptación sinuosa, o cabe el combate. Aquella es lo innoble y éste es lo absurdo. Desde lejos hablaremos, en tanto Dios provea otra cosa si nos da venia para ello el Director y si no se oponen ciertos defensores de la libertad de pensamiento¨, de otras tierras, de otros cielos, de otros personajes. Posiblemente, con toda posibilidad, volveremos de un modo o de otro a defender aquellas ideas en las cuales creemos sobre la sociedad, la economía, las relaciones humanas, la libertad frente al comunismo esclavizador, ideas de las que nos sentimos orgullosos, por maltratadas, incomprendidas y vilipendiadas que hoy se hallen. El mundo las necesita, aunque no quiera verlo. El miedo a defender las ideas que van contra la corriente o que son estigmatizadas como nocivas, es la mayor de las cobardías. Vale más morir junto a una idea vencida, en la cual se cree todavía, que uncirse al primer carro victorioso que pasa, renunciando a tener ideas, a defender una ideología, a proclamar la visión propia y sincera que se tiene de los hombres y del mundo.