viernes, julio 19, 2013

José Prats Sariol sobre Cuba: Confieso mis intolerancias. ¿Por qué aceptar una transición con los mismísimos demoledores del país?

Nota del Bloguista de Baracutey Cubano

Excelente artículo de José ¨Pepe¨Prats Sariol.!

Un amigo que visitó Cuba recientemente me comentó:

Estaba autorizado a visitar el país, una gran ironía si se mira objetivamente; pero con mucha carga de propaganda política para usarnos a todos como portavoces involuntarios de las "reformas" que no reforman nada. Llegué allá un poco bastante asustado, la entrada fue razonablemente bien, si excluimos un par de oficiales, de esas que te miran los pasaportes, con trato somnoliento y aire de superioridad y/o indiferencia. e. En la calle la gente tan amable y amigable como siempre, esa es una característica nacional.

Centro Habana en ruinas y la parte turistica de la Habana Vieja muy arreglada, el resto no turístico, por ejemplo donde vivía mi papá en la Habana Vieja, en ruinas y total abandono. La gente tratando de salir adelante y de ganarse sus pesitos, pero no puedo tener una idea de todas las gentes,  pues los que se acercaron a mi evidentemente eran esos que estaban "luchando el baro". Si ha cambiado la mentalidad de la gente,no se siente esa barrera con los que se fueron incluso por parte de gente que anteriormente "se comía en tanque en marcha atrás", no me refiero a la política del gobierno que es eso, polítiquería, sino a la gente en la calle, la gente común. Lo digo por los que trabajaban conmigo, a los que visité y en otros casos los que  se enteraron que estaba y me fueron a visitar. Yo sentí que la gente está cambiando y que ahora cada día que pasa hay menos marcha atrás, claro que es muy probable que el futuro sea con un status como el de Rusia o China...
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Confieso mis intolerancias

Por José Prats Sariol
 Miami

18 Jul 2013

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¿Por qué tendríamos que creer en una rectificación de fondo? ¿Por qué aceptar una transición con los mismísimos demoledores del país?
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Ahora resulta que las víctimas somos intolerantes: no aplaudimos el reformismo del castrismo tardío como solución para Cuba. Daría risa, si no fuera diabólico.

El último truco es un grotesco monumento a la astucia. Tan grotesco como los nuevos apellidos del "patriciado criollo": los Castro Espín y los Castro Soto del Valle, los Guevara, los Cienfuegos…, dignos bocados para cierto historiador heráldico, de rimbombante estilo.

Y se han lanzado con todo: cónsules dando conferencias en Miami sobre repatriaciones y compras de casas, autos e inversiones en cooperativas; giras autorizadas para disidentes, con suave aterrizaje y vigilada tolerancia; apoyo a evangelizaciones conciliatorias de la Iglesia Católica y otras congregaciones cristianas, con el "amor todo lo puede" de bandera para incautos; invitaciones a artistas, escritores y deportistas residentes en el extranjero; mensajes a Washington sobre control policíaco y mediático de las masas y seguridad caribeña contra los narcos y capitales sucios…

La élite del poder apuesta a que su continuidad parezca el menor de los males. Y lo está haciendo muy bien. Por lo pronto sus oponentes aparecemos como conservadores de una confrontación antigua, intolerantes de los nuevos tiempos, aires, arreglos jugando golf, donde tal vez hay invitaciones para apellidos llenos de pátina o riqueza: Céspedes y García Menocal, Bacardí, Saladrigas, Díaz Balart, Lobo, Zayas, Mas, Goizueta, Fanjul

En realidad, no me gusta ni el sustantivo (tolerancia) ni el verbo (tolerar). Suelen alojar un barniz hipócrita que tapa prejuicios, dogmas, discriminaciones. Sacan una pezuña demagógica por debajo de la saya de la abuelita buena, como ahora Raúl Castro y sus "Lineamientos"; como puede leerse en el discurso de Díaz-Canel al clausurar el congreso de la Unión de Periodistas, donde repite lo de dentro de la revolución todo, es decir, un nuevo ropaje para la anciana censura, tras una poco verosímil autocrítica al Partido.

Prefiero encasquetarle el prefijo: Soy intolerante con las religiones fundamentalistas, las dictaduras y caudillos, la pederastia, el racismo, la homofobia, el sexismo en sus vertientes machistas o feministas, los fanatismos políticos de cualquier signo, las leyes injustas, las salvajes desigualdades económicas que avergüenzan al planeta. Y no me da pena, más bien todo lo contrario, defender mis tajantes intolerancias: Decir que con ellos —los Castro y su pelotón— nada.

Como apenas me represento a mí mismo, puedo darme ese lujo, por lo general no apto para políticos, empresarios, diplomáticos, funcionarios. Pago, desde luego, el precio. A veces muy caro, como el exilio cuyas letras aún me cobran.

No toleré a un viejo amigo gay, lingüista noruego, cuando comenzó a andar en Cuba con menores de edad, allá por los 90 del siglo pasado. Rompí la amistad. Pongo mis límites morales, cercas donde no dejo pasar al único partido que su misma ley autoriza, fronteras a quienes transitan a un capitalismo despiadado, sin sindicatos autónomos.

Me fui de una casa en Puebla, en México, cuando el dueño habló de los pobres como haraganes, indios churrosos y analfabetos que están así por falta de voluntad y apego a sus costumbres enfermizas. Me fui tras decirle que su punto de vista era intolerable.

No tolero en silencio el actual disfraz reformista de la dictadura cubana. Señalo a los guerrilleros sobrevivientes, generales y familia cercana, como nuevos empresarios inescrupulosos. Pero entiendo a los que por necesidad, oportunismo, creencia o ingenuidad, aceptan, sonríen o celebran el engaño final, el colofón al estilo ruso o sandinista.

¿Por qué tendríamos que creer en una rectificación de fondo, de extirpar las raíces del sistema, cuando ni siquiera ellos lo dicen? ¿Por qué aceptar una transición con los mismísimos demoledores del país? ¿Por qué en las postrimerías sí y en medio siglo no?

Soy un intolerante. No permito que me tupan las entendederas con argumentos donde al final va a resultar —como dice Raúl Castro en sus últimos discursos a públicos cautivos—que la "revolución" ha sido víctima de la ingratitud, la picardía, la vulgaridad y la siesta de los cubanos.

Ah no. Entiendo a los gobiernos que circundan a Cuba, muy en particular al de los Estados Unidos y al de México. Sus intereses —se sabe— son los suyos, incluyendo negocios turísticos, agrícolas, industriales. Razono los de la comunidad cubana de Miami, cuyos cambios sociales, económicos, demográficos y culturales en las dos últimas décadas, giran hacia el fin del embargo, constituirse en una emigración como la mexicana de Los Ángeles, de pachucos a yucas, boniatos, ñames.

Comprendo la amenaza de un baño de sangre o un éxodo masivo tras una crisis de gobernabilidad. Comprendo la miseria del arroz con averigua y el espanto de las venganzas, la diferencia entre lo real y lo anhelado. Pero me asquean las negociaciones donde tú me manipulas a mí y yo a ti, hasta que nos ponemos de acuerdo en cómo manipular a la mayoría.

Ese toma y daca recuerda el "Aé, aé, aé la Chambelona", el choteo caracterizado por Jorge Mañach que asoma en algunas estampas de Eladio Secades. Infecta, desmemoriza, se parece a aquellas historias de Inglaterra que Chesterton ridiculizara.

Va a ocurrir. Quizás ya está ocurriendo. Tal vez sea el mal menor. Pero no me pidan que calle. Mucho menos que salude. No sé jugar golf. No podría colar la bolita ni en Varadero ni en Miami Springs. Confieso un apego cariñoso, testarudo, a mis intolerancias.