Nota del Bloguista de Baracutey Cubano y no de Esteban Fernández
Tengo la opinión que la chusmería es hija LEGÍTIMA de la Revolución
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POPULACHO, PLEBE Y GUARICANDILLAS
Por Esteban Fernández
7 de febrero de 2014
¿Todos somos iguales? De eso nada, esa es una de las grandes mentiras que circula a nivel internacional desde que el mundo es mundo. ¿Qué todos debemos tener las mismas oportunidades en la vida para triunfar? Eso es muy diferente y es harina de otro costal. Con eso si estoy de acuerdo.
Y traigo esto a colación por la sencilla razón de que últimamente estoy escuchando de nuevo esa matraquilla demagógica de "la desigualdad social y de la repartición de la riqueza" y "esa película ya la vimos los cubanos" porque ustedes perfectamente recordarán que esa fue una de las primeras maquiavélicas consignas castristas en 1959. Hasta el cansancio repetían que “Ahora todos somos iguales” y esa falacia iba seguida por otra que decía: “¡Aquí todo es del pueblo!”
Lo cierto es que NO TODOS SOMOS IGUALES, hay gente buena, noble, decente, considerada, limpia, emprendedora, inteligente, obediente de las leyes y de las reglas sociales, y hay otras inmorales, chusmas, envidiosas, groseras, faltas de respeto, calcañal de indígenas y orine de camello con tos ferina.
Bueno, pero lo cierto es que al principio (antes de que los Castro y su corte se convirtieran en la nueva clase y dueños de vidas y haciendas) dieron señales cargadas de hipocresía de que iban a tratar de cumplir con sus palabras y hacer buena la majomía de lograr la igualdad social. Y les dieron entrada a la morralla y a los guaricandillas a los Clubes Sociales de la nación. "¡Qué bueno, ya era hora!" pensaron muchos.
Pero, permítanme decirles que antes del triunfo de los ñangaras yo tuve la suerte de visitar -invitado por Oscar Fonseca y su esposa Nélida Couto- al Casino Español de La Habana. Oscar, que vivía en Luyanó, era hijo del Concejal habanero Avelino Fonseca y tenía acceso a esos lugares de lujo.
Yo me quedé pasmado y admirado ante la belleza, la organización y la pulcritud del lugar. El verdor del césped no tenía nada que envidiarle a los mejores que he visto en los Estados Unidos. Las piscinas eran olímpicas, lindas, limpias, profundas, donde los nadadores podían tirarse de trampolines a montones de pies de altura.
Los baños estaban inmaculados. Había “lockers” para guardar la ropa y los zapatos. Un empleado me entregó unas toallas blancas para secarme después de haber nadado y bañado en unas potentes duchas.
Pero resulta que a principios del año 60 un día en que yo estaba alardeando en el parque de mi visita a esa sociedad alguien me dijo: “¡Chico, pues si quieres nos vamos un grupo para allá este fin de semana porque ya no necesitamos ser miembros ni ser invitados por socios!” Y a las ocho de la mañana del domingo estábamos en la salida del pueblo pidiendo “botella” para que alguien nos llevara a la capital.
Desde que entramos a la afamada institución ya mis acompañantes me miraron desconfiados y me decían: "¿Dé esta basura es de la que tú has estado presumiendo hace mucho tiempo?" No, mis estimados lectores, aquello no se parecía ni remotamente a la magnificencia que yo había visitado con anterioridad. El sitio lucía una pocilga. Un verdadero chiquero.
El lugar “no era del pueblo” sino que “era de la metralla”. Tuve que taparme la nariz para poder entrar al baño. Las tazas de los inodoros rebosantes de heces fecales, las toallas que fueron blancas ahora no teníamos ni la menor idea de qué color eran y estaban amontonadas en el piso mugriento.
El agua de la piscina era completamente turbia y en la superficie había como 20 pañales cochambrosos. Había un escándalo de padre y muy señor mío, por todas partes se escuchaban a grupos tocando tumbadoras mientras un montón de tipos en camisetas empercudidas estaban jugando dominó… Uno de mis amigos me dijo: “Oye, me parece que trasladaron el Solar del Reverbero para acá” y otro contestó: “Qué va, si una vez yo estuve allí y la gente actuaba con más cordura que este desastre que estamos presenciando aquí”.
Moraleja: Quizás Dios intentó hacernos iguales a todos, pero no hay dudas que la plebe se descarrió ipso facto. A mí me parece que Abel le dijo a Caín “¿Cómo estás hoy mi querido hermano?”… Y este le respondió: “Asere, aquí en el tibiri tabara”… Y al final de la jornada el populacho ha convertido a la Isla en pleno en un gigantesco potrero. Les recomiendo a todos que lean el escrito "La chusmería: hija bastarda de la revolución" de Miriam Celaya.
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