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En 1952, el brillante escritor colombiano Germán Arciniegas Angueyra, hijo por cierto de madre cubana, escribió un libro al que tituló "Entre la Libertad y el Miedo" que conmovió a los jóvenes de mi generación. Su pluma privilegiada plasmó con asombroso realismo la crónica apasionada de los sueños y batallas democráticas ahogados por el despotismo de espadones atrincherados en los cuarteles hispanoamericanos. Junto a "La Gran Estafa" del peruano Eudocio Ravines y "La Nueva Clase" del yugoslavo Milovan Djilas, el libro de Arciniegas se convirtió en obra de consulta, punto de referencia y arsenal de argumentos para quienes en Cuba luchábamos contra un déspota salido de nuestros cuarteles.
Teníamos la peregrina idea de que, con los espadones, se acabarían los despotismos. En muy poco tiempo comprobamos que estábamos totalmente equivocados.
En la patria de Martí, una nueva forma de despotismo nos llegó disfrazado de jóvenes idealistas y campesinos sencillos vestidos unos y otros con simples uniformes verde olivo sobre los cuales no había charreteras deslumbrantes sino rústicos crucifijos. Una elaborada y diabólica farsa con la que nos presentaron una imagen mesiánica que haría realidad el milagro de una patria sin déspotas donde reinarían para todos la libertad y democracia. A partir de ese fatídico primero de enero de 1959, una imagen similar sería presentada a los hijos de Bolívar, Sucre, San Martin, O'Higgins, Artigas, Santander, Sandino y Morazán. Y lo más inaudito es que, como los cubanos, muchos de ellos cayeron, y todavía siguen cayendo, en la misma trampa.
En menos de un año los cubanos descubrimos que estos déspotas solapados eran más implacables y sanguinarios que el déspota impenitente que habíamos acabado de derrocar. Y no me venga nadie a acusar de batistiano porque lo mando al diablo. Estoy poniendo las cosas en su contexto real e histórico para desvirtuar el mito elaborado por la prensa enamorada de los nuevos déspotas de que las izquierdas son incluyentes y compasivas mientras que las derechas son excluyentes y represivas. No hay déspotas buenos ni déspotas malos. Hay déspotas y punto.
El Fidel Castro de Birán, que entró en La Habana en 1959 prometiendo una revolución libertadora, es un hijo putativo del Cipriano Castro de Capacho que marchó sobre Caracas en 1899 en nombre de una Revolución Liberal Restauradora. Se me antoja que no fue por casualidad que ambos se apellidaran Castro. Porque ambos oprimieron a sus pueblos, sirvieron sus propios intereses y ninguno representó los ideales de Martí ni de Bolívar.
Durante los primeros 60 años del siglo XX, el despotismo en América estuvo vestido de militar y se hizo con el poder por medio de arteros "golpes de estado", ya fueran o no cruentos. Fue así como se robaron el poder falsos Mesías como Juan Vicente Gómez, Gerardo Machado, Getulio Vargas, Rojas Pinilla, Pérez Jimenez, Somoza, Batista, Perón y Trujillo. Todos ellos, unos militares embriagados de poder y con una escasa formación en asuntos de gobierno que le dieron la "brava" a presidentes que habían sido democráticamente electos como Laureano Gómez, Rómulo Gallegos y Carlos Prío Socarras. Tuvieron a su favor la apatía de los pueblos y la cobardía de gobernantes que no supieron defender su honor personal ni la santidad de su investidura presidencial.
Estos golpistas fueron todos unos rufianes pero, a diferencia de los déspotas de izquierda que hoy nos saquean sin construir nada a cambio, dejaron a su paso economías mayormente prósperas y una obra tangible en asfalto, cabillas y concreto. Esto no quiere decir que yo proponga la galáctica estupidez de volver a aquel pasado doloroso de muerte, represión y lágrimas. Ningún progreso material vale el asesinato de la libertad. Aquel pasado esta ya grabado en piedra pero debe servirnos de maestro para no cometer los mismos errores. Quiere decir que debemos construir el futuro desde la premisa de echar por el suelo los mitos de estos déspotas vestidos de falsos demócratas que están destruyendo nuestra América. Porque para erradicar cualquier mal es necesario conocerlo primero, denunciarlo después y destruirlo finalmente con el coraje desplegado por estos días por los heroicos estudiantes venezolanos.
El nuevo despotismo no utiliza las bayonetas sino las leyes coercitivas y las elecciones fraudulentas para llegar al poder y afianzarse después al mismo de manera indefinida. Así tenemos a la Argentina de los Kirchner, la Nicaragua de Ortega, la Bolivia de Morales, el Ecuador de Correa y la Venezuela de Maduro. En todos ellos, se acosa a la empresa privada, se asfixia a la prensa, se anatemiza a la riqueza, se promueve la dependencia del gobierno, se margina a la sociedad civil y se persigue sin piedad a los opositores políticos. Llegaron al poder como palomas y se han convertido en buitres que devoran la carroña de sus pueblos. Como bien dijo Lincoln: "Si quieres someter a prueba el carácter de un hombre, dale poder."
Estos autócratas toman todas las decisiones, son dueños de la información, no permiten la discusión, no delegan responsabilidades y mantienen un control absoluto sobre todo y sobre todos. En sus mentes nubladas por la adulación y la soberbia se consideran semidioses que administran premios e imponen castigos. Sólo hay que verlos y escucharlos para percibir la dimensión de una arrogancia que esconde una inseguridad supina. Un gran peligro para los pueblos que tienen que soportar su hegemonía.
Después de buscar las características que componen una idiosincrasia popular donde crece la mala yerba del despotismo en sus distintas formas he llegado a la conclusión de que existe una estrecha relación entre caudillismo y despotismo. La historia de nuestra América Hispana demuestra que a nosotros nos resulta más atractivo seguir caudillos que seguir principios. Esos caudillos han impuesto su despotismo con distintas armas. Unos con los fusiles y otros con la demagogia. Es una observación temeraria que seguramente ha de acarrearme algunos rechazos. Pero aquellos que no tengan el coraje de hablar con sinceridad prestan un mejor servicio manteniendo silencio. Como ya lo he demostrado, considero que quienes mantienen silencio ante la maldad se convierten en sus cómplices.
Por eso digo que, en vez de negar nuestras limitaciones o anatemizar a quienes nos las señalen, tenemos mucho que reflexionar sobre nuestros fracasos políticos y aprender de experiencias como las de Cuba y Venezuela. De ello dependen que podamos un día, ojalá no muy lejano, convertir el tan cacareado "continente de la esperanza" en un continente donde de verdad reinen la libertad, la democracia y la bonanza para todos sus pueblos.
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